21/11/2024 15:11
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Finiquitamos la serie con extractos de Los que perdimos. Las partes anteriores están aquí.

Capítulo XI. … donde ni una fosa hallamos / para enterrar, en silencio…

 

Otra escena de prisión:

 

Nos hicieron salir al patio para oír misa. No era día de precepto, pero era el aniversario de la muerte de Calvo Sotelo. En la madrugada de aquel día, tres años antes, lo sacaron de su casa, le hicieron subir a una camioneta, lo mataron por el camino y luego dejaron su cuerpo ensangrentado en el depósito de cadáveres. Otros habían caído antes en la calle y fueron a parar allí también. Y, durante la guerra, más; y, después de la guerra, más. Y ahora, José Manuel. Me los imaginé a todos juntos, en comunidad, no viviendo a nuestra manera, sino en estado de pura inteligencia, sin noche ni sombras, más allá del tiempo, transidos de una intensa luz inalterable. Eran muchedumbre. Había también mujeres, pero no niños. Y todos jóvenes. Paseaban en pequeños grupos o formaban corros, sentados en bancos de piedra, bajo pórticos y frontispicios o entre estatuas, columnatas, arcos y fuentes…

Y otro caso de los vencedores desengañados:

 

Y don Félix me lo confirmó, añadiendo que no tengamos, mejor dicho, que no tengáis vosotras ningún escrúpulo en pedírselo. Este don Félix, algún año más joven que yo, es un ejemplo más, desde la otra parte, de cómo nuestra guerra ha provocado el desconcierto y la decepción en la juventud que la hizo. A su padre lo sacaron de esta misma cárcel una noche y lo mataron en la Dehesa de la Villa. Al día siguiente, su madre y él tuvieron que recorrer un espantoso camino hasta encontrar el cadáver para darle sepultura. A los pocos días de esto, don Félix se alistó en unas milicias con nombre supuesto. En cuanto llegó al frente, se pasó a los nacionales, quienes le sometieron a una minuciosa investigación antes de permitirle incorporarse a su ejército. Tomó parte en varias operaciones y terminó la guerra de teniente, mas como nunca pensó seguir la carrera de las armas, dejó el ejército en cuanto le ofrecieron una oportunidad para poder continuar sus estudios, porque lo que él ambiciona es ser notario. Esa oportunidad fue el cuerpo de Prisiones, pero mira por dónde le envían a la misma cárcel donde estuvo recluido su padre para hacer frente a una serie de problemas humanos y de conciencia en los que nunca había pensado y que le perturban y le colocan en una situación totalmente contraria a sus sentimientos y aficiones.

Él y otros muchos como don Félix, aunque estén en el bando vencedor, han perdido también la guerra, como nosotros o quizá más, porque a nosotros nos queda la excusa de haberla perdido y la esperanza de que un día podamos ganarla, no militarmente, sino espiritualmente, que es, en definitiva, la gran victoria. Por lo menos nos queda esa ilusión. Pero a ellos ¿qué ilusión les queda? ¿Tal vez la venganza? Puede que sí para quienes la guerra sólo fue una explosión de violencia, una ocasión de matar o morir. Pero no creo que para hombres como don Félix la venganza, sea una satisfacción y, menos aún, una justificación. No.

 

XII. … el cansancio de mil días / y de mil noches sin sueño…

Reflexiones y esperanzas al otear el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial:

Creedme que ahora se siente uno orgulloso de estar aquí. Por fin se ha producido la reacción que deseábamos. Hasta ahora, la gente era víctima de la confusión y el desvarío del final de la guerra. Ya, no. Ya se sabe por qué se está aquí, hay conciencia del porqué de nuestro sacrificio y también de cuál debe ser nuestro comportamiento. Y ha nacido una esperanza: la de que nuestra suerte está ligada a la de los países democráticos que, si bien se olvidan de nuestra situación en estos momentos, comprenderán nuestro sacrificio cuando tengan que enfrentarse con la misma prueba que nosotros, y no tendrán más remedio que hacernos justicia cuando aplasten a Hitler y a Mussolini. A este cambio ha contribuido mucho la desgracia de José Manuel, que ha abierto los ojos a los que todavía creían que la cosa iba sólo contra unos cuantos, coincidiendo con las noticias que nos habían llegado, pocos días antes, del comportamiento de Julián Besteiro, el hombre que ha dado la cara por todos. Yo nunca simpaticé con las ideas políticas de Besteiro. Me parecía demasiado moderado, fuera de nuestra realidad revolucionaria. Pero le admiré, eso sí, al hacerse cargo de la derrota sin haber intervenido en la batalla. Cargar a última hora con el muerto, como hizo él, mientras escapaban los que le dieron muerte, requiere un valor y una honradez extraordinarios, de los que se ven muy pocos ejemplos en la historia. Su actitud en el consejo de guerra, según hemos sabido, cubriéndonos y dándonos la mano a los que hemos quedado aquí como él, nos ha devuelto la confianza y el sentimiento de solidaridad que habíamos perdido.

Y el jarro de agua fría:

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  —Pero ¿qué ocurre?

  Olivares, después de respirar hondo, se le quedó mirando y le preguntó a su vez:

  —¿Es que no lo sabes?

  Agustín pareció comprender.

  —Ah, vamos. Que las democracias han firmado al fin con la URSS una alianza contra Hitler, ¿no es eso?

  Olivares movió enérgicamente la cabeza en sentido negativo.

  —Todo lo contrario, Agustín.

  —¿Todo lo contrario? No lo entiendo.

  Olivares puso una mano sobre el hombro de su amigo y dijo, con voz grave y entrecortada aún por el jadeo:

  —Sí. Mientras la comisión militar aliada negociaba con los rusos, Ribbentrop se presentó de pronto en Moscú, ayer mismo, y firmó con Molotov un tratado de no agresión y mutua ayuda entre Alemania y la URSS.

  —¡Dios! ¡Lo que nos faltaba!

  Zaldúa, que había permanecido atento al rápido diálogo entre los dos amigos, preguntó a Olivares:

  —¿Sabes lo que estás diciendo? Eso es absurdo.

  —Será absurdo, pero es la verdad. Lo dice la Prensa y lo han confirmado nuestros compañeros de la calle.

  Y Zaldúa no esperó más para reunirse con Planas y los de su grupo. Por su parte, Agustín no salía de su asombro.

Y el desconcierto de los presos comunistas, que empiezan negándose a creerlo:

 

  —Sí —remachó—, ¡los traidores son los comunistas! —Y los increpó, preguntándoles—: ¿Qué vais a decir ahora, mamones?

  Se hizo un súbito silencio en la sala, interrumpido por la misma voz, que ya sonó como una gran blasfemia:

  —¡Me cago en la madre que parió a Stalin!

  Entonces se puso en pie Zaldúa y avanzó en dirección al grupo de Casi. Sus camaradas se levantaron también e hicieron lo mismo Olivares, Molina y los suyos. Por un momento pareció que se iban a lanzar unos contra otros, pero Zaldúa se interpuso entre los dos bandos y empezó a hablar:

  —Camaradas…

  Unos y otros se contuvieron, pese a la excitación que revelaban sus ademanes y a sus miradas que relampagueaban de ira.

  En primer lugar —prosiguió diciendo Zaldúa, después de una leve pausa—, puede que sea falsa la noticia, porque, ¿quién la ha publicado? La Prensa fascista, ¿no? Entonces…

  —La noticia es cierta —le replicó secamente Casi—. La han dado igualmente la radio francesa y la radio inglesa, y tú lo sabes tan bien como nosotros.

  Zaldúa no pestañeó siquiera. Sonrió y dijo luego:

  Está bien. Tomémosla como cierta. ¿Y qué?

  —¡Cómo que y qué! —bramó Agustín—. ¿Es que te parece natural que se alíen Stalin y Hitler? Si es así, ¿qué pintáis aquí vosotros?

  Zaldúa volvió a sonreír, aunque no podía disimular del todo el esfuerzo que hacía para aparentar serenidad.

  —No te ciegues, camarada —e hizo un ligero ademán como para contener la fogosidad de Agustín—. Todo eso no es más que un truco.

  —¿Un truco dices?

  —Pues, sí; un truco.

  —¡Coño, qué trucos! ¿Habéis oído todos bien?

  —Sí, sí —y Zaldúa continuó sin alterarse.

Hasta los guardianes discuten al respecto:

 

Alguien oyó decir a Von Papen discutiendo con Mister Eden:

  —Puesto a elegir, me quedo con los comunistas, qué leche. Yo creo que somos muy parecidos en muchas cosas. No digo los de aquí, que son unos mierdas, sino los de Rusia. No discuten, coño; obedecen y van a lo suyo por derecho, con mano dura. Lástima que sean ateos. En cambio, a los otros no hay quien los entienda y no hay mayor puta que Inglaterra. Y los de aquí no son más que unos folloneros.

  A lo que repuso Mister Eden:

  —Desengáñate, es la lucha de los pobres contra los ricos. ¿Y qué somos nosotros? Pobres, más pobres que las ratas. Pero si no podemos comer siquiera, coño. Entonces, ¿qué hemos estado haciendo hasta ahora? Pues sacarles las castañas del fuego a los marqueses y a los obispos, que maldito si se preocupan de nosotros. Lo que te digo, el indio.

Consultan a un espiritista:

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  —Veo…

  —¿Qué ves? —preguntó rápidamente el hombre con apariencia de campesino.

  —Veo… Veo sangre… Mucha sangre… Un río de sangre… —Su voz subía de tono, palabra a palabra, y se hacía, progresivamente, más dolorida y dramática. Prosiguió entre pausas—: El río de sangre pasa por campos y bosques, y también por ciudades… Hay hombres desnudos que se bañan en él y salen chorreando sangre… —También sus estremecimientos eran cada vez más fuertes—. Otros hombres ríen… Ríen… Veo sus dientes… Ríen y corren tras las mujeres… Las mujeres huyen, espantadas… Pero los hombres las alcanzan… Las cogen… Ellas gritan… —Gritaba ya también el médium. Se retorcía las manos. Ballesteaba sobre la colchoneta y gemía. Pero hizo una pausa, respiró hondamente y empezó de nuevo, bajando el tono de su voz—: Hay otros hombres que beben y ríen… Y mujeres que beben y ríen con ellos… Suena la música… Es una música suave… Es de noche… Veo niños que duermen… Y calles solitarias y oscuras… Y oigo sirenas… Sirenas que aúllan… ¡Los niños se despiertan! ¡Corren hombres y mujeres por toda la ciudad! ¡Y los niños lloran!… Oigo cañonazos… Cañonazos, cañonazos, cañonazos… —El médium saltaba sobre la colchoneta. Al hincharse su pecho para respirar, quedaban al descubierto sus costillas, tirantes, descarnadas, como las de un esqueleto. Y gritaba—: Oigo explosiones… Es un río de fuego… Parece de día… Un día rojo. Las casas se derrumban… ¡Dios mío, los niños!… Caen entre los escombros… Cabecitas, piernecitas… Y llega el fuego… ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

  El hermano Nicolás dio un postrer brinco y cayó exhausto sobre su yacija. Su voz, que había sonado en sus últimas palabras como un estertor, con fallos ininteligibles, se quebró definitivamente y comenzó a sollozar, al principio con ahogos, hipos y convulsiones, y luego, a medida que se iba relajando, con un llanto más apacible y fluido, con un chorro de lágrimas silenciosas.

Empieza la guerra:

 

Pero de repente, aquellos hombres sintieron un hondo escalofrío, y luego una violenta sacudida nerviosa, la descarga de una emoción casi insoportable. Y era porque acababa de oírse claramente el grito del vendedor de periódicos:

  —¡Últimas noticias, con la invasión de Polonia por los alemanes!

  No pudieron ya contenerse y estalló el júbilo. La ansiedad, el miedo, la desesperanza, la decepción aniquiladora, el deseo de vivir y el dolor inenarrable, sentidos, sufridos y reprimidos durante tantas, tantísimas horas, se fundieron en un solo acorde triunfal, que en realidad era un grito instintivo de liberación.

  —¡Ya está liada, ya está liada!

  —¡Es la guerra, compañeros! ¡La guerra!

  —¡La guerra!

  —¡La guerra!

  Se abrazaron y algunos formaron parejas y comenzaron a bailar con los pantalones a rastras, olvidados los rencores de partidos, las rencillas y las antipatías personales.

Al final del libro, Olivares es trasladado a la cárcel de Ocaña. Continuará.

Autor

Colaboraciones de Carlos Andrés
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