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Pereza
Ab horreo
La vida de Ricardo Sanabria había transcurrido del modo más convencional que imaginarse pueda. A sus cuarenta y cinco años había conseguido todo lo que desde joven había suspirado, que era justamente todo aquello que le habían enseñado que una persona decente debía tener: un trabajo sobre remunerado y socialmente bien considerado, una mujer al gusto de la familia a la que pertenecía y acorde a sus amistades, unos hijos y una casa a las afueras de la ciudad. Si el trabajo no le satisfacía en absoluto, para él se lo reservaba nunca manifestando nada al respecto y bien mirado era producto de unos estudios por los que jamás sintió una especial devoción, sino a los que se vio empujado por las presiones familiares; tampoco sabía explicarse cómo había terminado con aquella mujer por esposa con la que poco o nada tenía que ver y con la que después de veinte años al llegar la noche aborrecía dormir a su lado. Con todo y con eso, Ricardo decía ser feliz y no mentía.
Se había dejado llevar por los años como si tal cosa, representando a la perfección el papel de hombre de su tiempo. Cuando pensaba que existía un conflicto entre lo que quería y lo que él creía que debía hacer, siempre se decantaba por lo segundo. Así, por este motivo, y porque le resultaba imposible rebelarse ante la realidad, transcurría su existencia. Dado su carácter apocado y conformista, sufría con tristeza cómo durante sus cuarenta y cinco años no había hecho otra cosa que dejarse arrastrar por las circunstancias, que jamás se había sublevado contra nada, y que el devenir de las cosas le había arrastrado con tanta fuerza que jamás había logrado ser realmente dueño de su vida. Tal vez nunca se paró a pensar qué es lo que verdaderamente deseaba hacer con su propia realidad.
En el jardín de su acomodada casa acostumbraba a tumbarse y pensar qué hubiera sido de él de no haber transgredido a los caprichos y designios de los demás. “¡Si pudiera volver atrás y cambiar las cosas!”, se decía. Pero sabía que esto era imposible. Le daba vueltas en la cabeza a cómo se sentiría de no haber contraído matrimonio con aquella mujer a la que no amaba, y con la que sin embargo compartía su casa, amistades, dos hijos…su vida. “¿Cómo era posible haber llegado a ese punto?”, se lamentaba. Por mucho que intentase recordar, no lograba acordarse en qué momento pudo él haber intervenido para que todo fuera diferente, cuándo entró a formar parte de un mundo tan aburrido y convencional en el que seguramente nunca quiso entrar. “Si no me hubiera casado tan pronto, si no me hubiera dejado sobornar por el dinero de la familia, si no…si no…”, se decía. En lo más profundo de sí mismo no dejaba de reconocer su propia culpa.
Ahora era un hombre casado y respetable, admirado y envidiado. Ya era tarde para cambiar las cosas, pero pudiera ser que todo diera un vuelco, se decía a sí mismo. En su interior necesitaba convencerse de una realidad distinta pese a que fuera consciente del engaño que suponía.
Pasaba el tiempo y todo seguía igual, era pueril pensar que las cosas se resolvieran por el solo hecho de dejar correr los días. El sentimiento de indiferencia hacia su mujer crecía, su aversión al trabajo era absoluta, seguir actuando hipócritamente con aquellas personas que se decían amigos le parecía nauseabundo, en definitiva, le resultaba insoportable continuar representando la comedia que interpretaba desde hacía tanto tiempo.
En lo más profundo de sí mismo sabía perfectamente que nunca cambiarían las cosas, en primer lugar, porque la comodidad de la que él gozaba suplía con creces cualquier quemazón que su conciencia padeciese; segundo, porque, pensaba que al fin y al cabo así debían ser las cosas y, por encima de todo, porque debido a su carácter, había permitido que la pereza se instalase plenamente en cada rincón de su alma. En el pecado, más que nunca, llevaba la penitencia.
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