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Fair young maid all in the garden,
strange young man came riding by, saying:
“fair young maid, will you marry me?”
De todo aquello hace ya mucho, mucho tiempo. Ni los más viejos del lugar recuerdan apenas ya esta historia y cómo se la relataban sus mayores en las largas noches de invierno cuando ellos no eran más que unos niños. Las gentes de este pequeño pueblecito del norte de Escocia, mantienen en su memoria éste y otros muchos relatos, pero nadie alcanza a saber en verdad la autenticidad o no de los hechos. Son parte de ellos, pese a que sientan que se encuentran más cerca de la leyenda que de la realidad. ¡Qué lástima! Pues os puedo asegurar que esta historia es totalmente cierta.
Corría el año de nuestro Señor de 1756. Por aquel entonces el pueblo de Oban no se diferenciaba en gran medida de lo que hoy es. En realidad, si exceptuamos las cuatro pequeñas cosas que por el inevitable paso del tiempo han modificado la fisionomía del lugar, podremos hacernos a la idea de cómo era en aquellos días.
Las casas siguen siendo, prácticamente, las mismas. Sus paredes y techos están construidos, como la naturaleza de quienes las habitan, de materiales primarios y fuertes. ¡Del puerto se diría que es el mismo de entonces! El pasear por sus calles, sigue produciendo la misma sensación de sosiego de siempre. Apenas se deja ver algún automóvil por ellas y los pocos niños que hay, pueden jugar alegremente sin ser molestados. El campo forma parte inseparable de todo el paisaje; estés donde estés, y mires donde mires, es imposible no vislumbrar el color verde de sus montes. Un universo de verdes y azules inundan la comarca. Verdes de la tierra y azueles de la mar.
Quien llegase a este rincón del mundo bien pronto se daría cuenta que las gentes de aquí, viven de espaldas a la tierra y solamente tienen ojos para la mar. Esto no es más que un reflejo de lo que verdaderamente son: hombres rudos y de gran obstinación, hombres que, volcados en la mar, quisieran decirnos que inconscientemente pretenden dejar, allá en tierra, todo lo que suponga novedad y cambio, progreso y modernidad. Al fin y al cabo, el inexorable paso del tiempo, la realidad.
Es la comarca de Oban un extremo del mundo en donde la vida se saborea lenta y minuciosamente, sin la premura de la gran ciudad, ni la cadencia del mundo rural; aquí las cosas son muy diferentes. Diferentes en la forma de ver las cosas, de contemplar el mundo. Hay quien dice que sólo aquí son posibles determinadas situaciones. Tal vez sea cierto. Las estaciones no existen. Durante todo el año, a excepción de unas breves semanas en primavera y verano, persisten las lluvias, que en forma de niebla espesa y perpetua envuelven la comarca, haciendo del paisaje un frío y espectral escenario. Pudiera ser por ello, por lo que sus gentes son tan proclives a creer en apariciones y sucesos extraordinarios.
Todo el pueblo vive de lo que sus hombres obtienen con su esfuerzo y trabajo de la mar. No ven con buenos ojos a quienes viven en el interior y comen del campo, de la tierra. Hay quienes jamás se acercaron a las ferias de ganado las cercanas Tarbet e Inveraray, y no digamos a la gran ciudad, a Glasgow. Ésta encarna para ellos la degeneración, la decadencia, el pecado. Si se les pregunta, ellos responderán que son y se sienten de Oban, no escoceses. Inglaterra para ellos queda enormemente lejana. A los únicos que miran con cierta simpatía es a sus vecinos de las islas del otro lado del Firth of Lorn, y en cierta manera a los irlandeses.
El pueblo elige a su alcalde cada seis años de entre los miembros de las tres familias más antiguas y respetadas del lugar: los Gordon, los Mc Lean y los Kilchoman. Una vez terminado el periodo de mandato, se ha de vivir solo unos meses a la cercana e inhóspita isla de Lismore a purgar los errores, los haya cometido o no. A su marcha las gentes le despiden de mala manera y sus propiedades son incautadas, para serle devueltas a su regreso si procede. Desde que se recuerda, los habitantes de Oban no han mandado nunca representantes a la asamblea de la comarca.
El corazón de la vida de Oban es su puerto. En él las gentes trabajan, sueñan, pasean y aman. Un día como como cualquier otro, se puede ver a los hombres reparando sus redes o llegando a tierra después de una larga y dura jornada de trabajo las mujeres les ayudan en las faenas más laboriosas, mientras las más jóvenes esperan ansiosas la llegada de sus hombres, mientras que los niños juegan entre los restos de pescados, y los más viejos se sientan durante las horas centrales del día en las estribaciones del muelle, fumando en sus toscas pipas, recordando años mejores o tal vez imaginando lo que pudo ser y no fue.
Las historias que del mar y sus gentes se cuentan son innumerables. Son una fuente inagotable de relatos, pero la que más se repite quizá sea la del marino Andrew Campbell, “el quebrantaolas” como todos le conocía. Sus travesías por el mar del Norte persiguiendo enormes ballenas, lo que le aconteció en sus viajes por la costa de Groenlandia, su estancia en la isla de las Sirenas, las aventuras por la ruta de los halibuts más allá del polo, o su vuelta después de veinte años cargado de oro hasta los topes, son por todos conocidos.
Pero no nos distraigamos. Volvamos a nuestra historia.
Una mañana de finales de marzo, la hermosa y aún joven hija del matrimonio O´Neil estaba en su jardín atareada en los cuidados de las flores que comenzaban a germinar en esas fechas, cuando un hombre extraño llegó cabalgando hasta ella. Su faz era oscura, ajada por muchos años de sol y viento; su cuerpo era grande y robusto, su vestimenta insinuaba la lejana procedencia del caballero. Con un perfecto acento le preguntó por la posada más cercana, a lo que ella educadamente le respondió que en aquel pueblo no había ninguna.
La mirada de aquel hombre era profunda y no exenta de misterio, sus oscuros ojos negros desnudaban el alma de la joven. Ella, nerviosa, entró en casa y llamó a su padre. El caballero desapareció entonces. Pasaron los días y la muchacha pensaba en aquel extraño caballero frecuentemente. Preguntó en el pueblo si alguien sabía algo de él y nadie supo decir nada al respecto. Ninguna persona le había visto jamás.
Una noche, algunas semanas después, justo antes de acostarse la joven miró por la ventana y le pareció ver junto a la arboleda la sombra de aquel misterioso hombre recortada en la oscuridad. No sabía qué pensar… “¿Qué podía estar haciendo allá fuera?”, se preguntaba. Volvió a mirar y encontró un papel en el alféizar de su ventana. En él estaba escrito: “Que duermas bien. Descansa”. Le fue imposible conciliar el sueño en toda la noche.
Todas las mañanas la joven salía de su casa muy temprano para ir al puerto y esperar la llegada de todos los barcos. Volvía a casa a comer, ayudaba a su padre en las tareas domésticas, y marchaba con el atardecer a la playa a ver ponerse el sol.
Una tarde, como otras tantas, observó cómo desde donde las arenas terminaban un jinete se aproximaba hacia donde ella estaba. Miró atentamente y vio que era él. Su primera reacción fue la de asustarse, pero sintió al momento una profunda tranquilidad al descubrir que el hombre le saludaba desde lo lejos. Al llegar donde estaba, le saludó y pidiéndole permiso para hablar con ella descabalgó.
-Buenas tardes señorita.
-Buenas tardes…
– ¿Me recuerda?
-Sí…Usted es el hombre que vino a casa preguntando por una posada.
-En efecto.
-Y… ¿la encontró?
-No, no hay ninguna en unas cuantas millas a la redonda.
– ¿Dónde ha estado entonces?
-Por ahí. Estoy acostumbrado a dormir en cualquier parte. ¿Cuál es su nombre?
-Hope.
-Encantado. Precioso nombre…El mío es Andrew.
-Encantada.
– ¿Me da permiso para preguntarle algo?
-Eso depende.
-Me arriesgaré entonces. ¿Qué hace usted a estas horas aquí en la playa? Perdone que me entrometa, pero, le he observado algunas tardes y veo que viene muy a menudo.
-No creo que sea de su incumbencia.
-Es cierto. En fin, se hace tarde y me he de ir ya. Espero verle en otra ocasión.
-Tal vez sea así.
-Hasta pronto Hope.
El hombre se alejó a paso rápido por el extremo izquierdo de la playa, hasta perderse del alcance de la vista de la joven. Ella quedó callada, pensativa mirando al oeste, al infinito, entre el cielo y el mar.
Los encuentros en la playa se sucedieron cada vez con mayor asiduidad, y las conversaciones se hicieron más largas y profundas, lo que comenzó a dar qué hablar en el pueblo.
Una suave tarde de mayo, estando sentados en la arena, Andrew le preguntó:
-Hope, ¿quieres casarte conmigo?
Ella bajó la mirada y le respondió:
-No, no puedo casarme con usted, porque yo tengo un amor que se echó a la mar hace ya siete años.
– ¿Y si él murió en alguna cruenta batalla, o si se ahogó en las profundidades del mar?
Ella seguía con la cabeza agachada, callada mirando la arena.
– ¿Y si encontró algún otro amor, y él y su nuevo amor se casaron?
-Si él encontró otro amor y ellos se casaron, les deseo salud y felicidad, allá donde sea, al otro lado del mar.
El caballero le estrechó entre sus brazos y la besó una, dos, tres veces, y le dijo:
-Entonces no llores más mi amor. Yo soy tu largamente perdido John Riley.
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