06/10/2024 14:35
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Querido Navascués.
Aunque no lo creas me has obligado a volver a Covadonga. La diferencia es de años, sin embargo, abismal, ya que tú y tus peregrinos acabáis de hacerlo el año 2022 y yo (y mi coautora Pilar Redondo) lo hicimos para escribir 1.300 antes, el 28 de mayo del 722.
         Increíble, pero milagroso, porque recorrer las Montañas Blancas y los cañones del Deva, o caminar al lado del «Princeps», ya Caudillo de Hispania, ha sido una de las cosas más bellas y más emocionantes que he vivido como escritor. Luchar y morir con la «Santina» de protectora.
         La España que se resiste a desaparecer es, viéndolo desde hoy, una «medalla de oro» («Pelayo, el astur»).
         Por eso, he pensado, querido Navascués, que tus peregrinos también deben viajar conmigo al «milagro de Covadonga». 

Pasen y lean.

 

Imágenes de la Basílica de Covadonga

 

Cueva de Covadonga, donde se venera a la «Santina»

 

LA FORJA DE UN CAUDILLO

Atrás quedaban dos largos años de tortura física (la falta de libertad es siempre una tortura) y mis angustias políticas y mis dudas espirituales, cuando me vi galopando en la medianoche, en uno de esos veloces caballos que han traído los nuevos amos de mi Hispania, al lado de mi fiel milenario de antaño, el mantenedor de mi esperanza en la prisión y hoy mi salvador, y el joven Orosio, el hijo de la vieja mujer a la que le compramos su burra, que desde hace algún tiempo es su servidor. La fuga ha sido una obra de arte, ya que Hildecario tuvo que disfrazarse con las ropas y la imagen del walí Musa Ibn Nusair y el joven de Condesa de Brieva, para poder abrir las siete puertas de mi esclavitud. Pero, también quedaba «Gina», la traidora por dos veces, que se resiste a desaparecer de mi corazón. 

¿Y delante? ¿Qué me esperaba delante? Según Hildecario todo había cambiado y en los dos años pasados Hispania se había islamizado y los árabes se habían apoderado hasta del viejo espíritu godo… y Astúrica se había entregado. 

Pero, yo no había cambiado. Ahora sólo tenía un objetivo: recuperar lo perdido, rehacer lo deshecho… Mi padre, desde donde estuviese, me lo reclamaba. Recordaba los años felices de mi infancia y mis bosques de Cosgaya, y mis días de pesca y las lágrimas luchaban por salir a la superficie. 

Sin embargo, todo pasaba sin más mientras cabalgaba. Al principio al galope, luego al paso. Eso sí, sin hablar, dejándome guiar por mis compañeros de fuga. Sólo nos deteníamos para comer algo y para que los caballos descansaran. Y así llegamos hasta Despeñaperros. 

¿Qué has pensado, Pelayo? ¿Dónde quieres que vayamos? -preguntó Hildecario. 
No preguntes eso, Hildecario. Quiero ver a mi mujer y a mis hijos. 
Señor, pero allí sigue el walí Munuza… y ahora toda-vía más fuerte. Como ya te he dicho se ha establecido en Xixón y sus hombres controlan todo el Condado. 
Eso no me importa. Iremos a Cosgaya. 
Lo que tú mandes, mi Señor. 

Y hacia Cosgaya encaminamos nuestros pasos. Fue un viaje largo y peligroso, porque tuvimos que atravesar las tierras y los campos de Toledo, los montes y las sierras de León… y no fue cosa fácil. Porque todo era ya campo enemigo. 

Pero, afortunadamente, los villancicos de ese año los pude cantar en el viejo Palacio de los Favila de Cosgaya con la compañía de Gaudiosa y mis hijos, Favila y Ermesinda, las familias de Hildecario y Orosio, y del viejo conde Casio y los suyos y un grupo de servidores de mi padre que habían seguido fieles a pesar de los árabes. Sólo la ausencia de Egiberta, mi hermana, enturbiaba nuestra pasajera alegría. 

El caso de Egiberta me había sublevado aún más de lo que estaba. Cuando supe que al final el tirano y taimado Munuza había conseguido hacerla suya e incluirla entre sus concubinas toda mi prudencia saltó por los aires y ya me lancé descaradamente a la guerra y con la ayuda de Hildecario y de Orosio fui visitando a todos los propietarios de la Astúrica tratando de convencerlos para que no pagasen los onerosos impuestos que pagaban… y nuestra siembra dio rápidos frutos (¡quizás porque los ánimos y las penurias estaban ya al límite!), porque antes de tres meses más de mil «desesperados» estaban ya dispuestos a todo. Pero, el viejo y veterano Hildecario me contuvo. Según él había que «enrabietar» más (esa fue su palabra) a los humildes ganaderos que tenían que entregarle al moro de cada cuatro vacas, tres; a los agricultores, que, con buen o mal tiempo, buena o mala cosecha, tenían que llenar los graneros del tirano, so pena de mil latigazos o la entrega de su mujer y sus hijas… y esa fue nuestra tarea durante aquel triste año 717. Aunque sucedió algo, casi pasado el verano, que nos vino a ayudar. Porque la chispa que lo encendió todo fue el desmán que cometieron unos cobradores ante la negativa de la pequeña aldea de Valdeonilla del Cares a pagar las tasas por los corderos que habían escondido ese año. Sin previo aviso, sin piedad, fueron violando a las mujeres (viejas, mayores, jóvenes o niñas) y tras esa barbarie incendiaron la aldea. Lo que provocó una reacción salvaje de todos los hombres, no sólo de la aldea incendiada, sino de toda la comarca de Cabrales y Coín, que, sin dudarlo, acabaron degollando a todos los representantes del Walí y arrojando sus restos a los lobos. 

Naturalmente cuando el sanguinario Munuza se enteró de lo que les había pasado a sus cobradores (y sin valorar lo que ellos habían hecho) montó en cólera y desplegó toda su fuerza guerrera por los valles de los Picos Blancos con órdenes tajantes de entrar a sangre y fuego por todas las aldeas y los pueblos que encontrasen a su paso y pasar a cuchillo a todos los hombres… y además subió todos los impuestos. «¡Si quieren guerra la tendrán!» dicen que dijo lleno de odio y furioso al recibir la noticia de las Montañas. 

Hildecario, ha llegado la hora -le dije al milenario-, los ánimos de estos astures están al rojo. 
Es verdad, Pelayo. ¿Qué hacemos? 
Hay que reunir a los más posibles y organizarlos. 
¿Dónde? Puede ser peligroso. El wali es una serpiente venenosa y tiene la fuerza de su lado. 
En el Monte Auseva. Lo he pensado mucho y creo que es el sitio más idóneo. Está al lado de La Cueva de la Señora y es un lugar seguro para defenderse. 
Pues, tú dirás cómo y cuando lo hacemos. Eso sí, tú tienes que permanecer escondido, porque si esa fiera se entera que tú has escapado de la prisión de Córdoba y que estás promoviendo la rebelión es capaz de incendiar toda la Asturica. 
Eso ya no me preocupa, pero tienes razón, amigo mío. Bien, pues cógete a Orosio y a todos los fieles que puedas reunir y vais casa por casa, aldea por aldea, convocando a los que estén dispuestos a dejar de pagar los impuestos. Sólo eso. No les habléis de las guerras pasadas, ni de los Reyes, ni siquiera de la derrota del Guadalete… eso vendrá en su momento. Ahora lo de los impuestos y los castigos y lo de sus mujeres… Yo los conozco bien y sé por lo que estarán dispuestos a luchar. En cuanto al cuando creo que será lo mejor convocarlos para la festividad de «La Santina». Ya sabes lo que la «Santina» significa para los astures. 

Y al Auseva fueron llegando miles de astures, hombres, mujeres y familias enteras, desde casi todos los rincones del Condado y a pesar del peligroso tema que los convocaba llegaban con cánticos y alegrías. Astutamente y, para confundir al walí el motivo oficial por el que se les reunía era para celebrar la festividad de la Santa Virgen María, la «Santina»… y para oficiar la Misa de acción de gracias y los sacramentos se habían ofrecido el Abad de Santo Toribio de Liebana y los Priores de los otros monasterios de Asturica. 

Hacia un día clásico del otoño montañés y los «Picos Blancos» refulgían como queriendo participar de lo que unía a los presentes… y a las diez en punto el abad fray Bartolomé inició la Santa Misa entre el silencio y la devoción de aquellos cristianos que estaban ya dispuestos a defender su honor y sus vidas. Aunque de vez en cuando sonaban voces estentóreas gritando: «¡Mueran los invasores! ¡Fuera los infieles!» y muchos más «¡Viva la Santina» ¡Viva Asturias!» lo que demostraba que por debajo del espíritu religioso estaba renaciendo el verdadero espíritu hispano-visigodo. Pero, tampoco dejaron de oírse gritos a favor del Conde Pelayo y por ello cuando el abad y los priores dieron por terminado el santo oficio y bendijeron a los presentes y se corrió la voz de que allí estaba el que ya era para todos Don Pelayo se produjo un gran griterío entre aplausos… y más cuando el Conde Espatario subió con Gaudiosa, su esposa, y sus hijos a la gran piedra que ocupa el centro del Auseva y tomó la palabra: 
As-tu-res… síiiiiiii… ha llegado la hora de luchar… ha llegado la hora de demostrarles a los infieles quiénes somos… que sepan que los astures somos un pueblo con orgullo y con dignidad… Síiiiii… ha llegado la hora de poner freno a sus robos y a sus humillaciones… ha llegado la hora de defender a nuestras mujeres y nuestros hijos con la vida si es necesario… ¡Abajo los tiranos!… ¡Fuera infieles!…¡Se acabaron los impuestos abusivos!… ¡Astures! ha llegado la hora de defender nuestra tierra…¡y así lo quiere la Santisima Virgen, nuestra «Santina»!…¿O vamos a permitir que también a ella la violen en sus harenes? 
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!!!!!!!!!!!!! 

Y un grito desgarrador conmovió aquellas montañas ancianas y silenció mis palabras y no pude continuar. Fue el momento que el joven Orosio se acercó hasta mi y pudo decirme que mi hermana Egiberta ya estaba libre y a buen recaudo en el Palacio de Cosgaya. 

Y fue allí cuando el anciano Duque de Pravia, acompañado de otros mayores, y de los Duques y Condes que ha-bían sobrevivido en el Guadalete, subieron hasta la peña que yo estaba y tras abrazarme levantó todo lo que pudo mi brazo derecho y con voz profunda gritó: 

¡¡¡Astures!!! Para defendernos y luchar contra los infieles necesitamos un Jefe… un Caudillo… un Príncipe… y yo pienso que ese Jefe, ese Caudillo, ese Príncipe no puede ser otro que el Conde Pelayo, el hijo de nuestro recordado Conde Favila y Primer Conde Espatario del Rey Don Rodrigo. Porque así seguro que también lo quiere nuestra SANTINA… los que estéis conmigo y a favor gritad bien fuerte: 
¡¡VIVA PELAYO!! ¡¡VIVA EL PRÍNCIPE Y CAUDILLO DE HISPANIA!! 

Y aquella enfervorizada muchedumbre comenzó a gritar mi nombre de una manera increíble… y yo no pude dejar de acordarme de mi padre, de mi tío y de la «Lex Visigothorum» por la que los verdaderos godos eligen a sus Reyes. 

A partir de aquel día, claro está, comenzó la guerra y mi vida cambió. 

El tirano Munuza, en represalia por lo del Monte Auseva, mandó colgar a todos los hombres de Cangas y prender fuego a sus campos. Nosotros asumimos el castigo y de momento no respondimos, y mientras estudiábamos y preparábamos una respuesta contundente. La que llegó pasados unos días, cuando supimos que mandaba a Llión una caravana con todo lo que había robado con sus impuestos en los últimos meses y 20 mujeres jóvenes que le ofrecía al walí de Toledo para su harén en señal de sumisión, custodiados por cincuenta soldados de su guardia bien armados. No esperamos más. Hildecario y Orosio reunieron a un grupo selecto de guerreros expertos y en silencio absoluto, y por senderos desconocidos se llegaron hasta las escarpadas orillas del Bernesga, ya cerca de La Robla de Llión, por donde sabíamos que había de pasar la caravana y allí organizaron su emboscada. Fue un éxito total, ya que el botín superó todo lo que se esperaba y los 50 de la Guardia del walí acabaron degollados y sus restos arrojados a los lobos. ¡Ojo por ojo y diente por diente!… aunque a mí solo me dijeron por decisión de Hildecario que había habido una lucha feroz. 

Pero, esa vez no esperé el zarpazo de respuesta del orgulloso y salvaje Munuza, que sabía que se produciría, y organicé a mi huestes para defendernos con éxito. En primer lugar organizamos un grupo de espías con la misión de detectar todos los movimientos de los soldados de la Guardia del walí y alertar. Después, y con Hildecario al frente, organizamos cinco centurias móviles, dispuestas a acudir, por separado o conjuntas, al lugar que se necesitara y también dispusimos que en cada aldea, pueblo o ciudad hubiese siempre una Guardia dispuesta a detener el primer asalto de los infieles y ganar tiempo a que llegaran las centurias más cercanas. 

Menos mal. Porque el sanguinario Munuza, eso sí, sin saber lo que le esperaba, lanzó a casi toda su guardia y al mismo tiempo sobre Pravia, Villaviciosa, Laviana, Coin, Cabrales, Cangas y todas las aldeas que encontraron a su paso con las órdenes terminantes de sembrar el terror a sangre y fuego… y digo menos mal porque aunque no pudimos evitar la matanza general que el salvaje había ordenado sí, al menos, conseguimos salvar a muchos inocentes. Pero, ambos, el infiel walí y nosotros, sobre todo nosotros, Hildecario, Orosio y yo mismo comprendimos que ir a una guerra abierta era una torpeza, pues ellos eran más y estaban mejor armados. Así que decidí cambiar la estrategia y evitar el choque frontal… y sobre todo hacernos fuertes en las montañas y golpear donde no se lo esperasen. Por su parte también Munuza cambió y a partir de entonces dejó de enviar pequeños grupos y evitar los lugares posibles de emboscadas. 

Bueno, y así fuimos malviviendo, mientras pasaban los años. Ellos no podían con nosotros, pero nosotros no po-díamos con ellos. La Asturica llana era de ellos y la montañosa era nuestra. No podíamos hacer otra cosa. Aunque con el paso del tiempo nuestras fuerzas fueron en aumento, ya que no había dia que no se incorporase gente que venía de casi toda la Hispania vencida y cansada de las tropelías y las razzías árabes, sabedoras ya de la existencia de aquel reducto que se mantenía firme y sin pagar impuestos. De la Gallaecia, de la Lusitania, de la Cora de Mérida, de Olissipo, de la Norba Caesarina, de la Tarraconense, de la Narbonense y hasta de la lejana Bética, incluida la Córdoba del Emirato no dejaban de llegar hombres, mujeres y niños, a veces familias enteras. Era el fruto de la esclavitud real o social y económica que habían impuesto los invasores y el deseo de libertad de muchos, otros, es verdad, llegaban huyendo del hambre y la miseria. Todo ello nos obligó a ir extendiendo «nuestros dominios» por las montañas cántabras, galaicas y leonesas y cultivar todos los espacios posibles, aun en medio de los bosques o los resquicios de los cañones y los desfiladeros más imposibles. El reducto rebelde asturiano fue, sin duda, el comienzo de lo que iría llegando después. 

Aunque también «ellos», los invasores, habían evolucionado. De aquellos primeros contingentes que llegaron con los Musas y los Tarik había surgido una Nación poderosa, Al-Andalus, pues en cuanto los Califas de Damasco se dieron cuenta que Hispania era una mina (y una mina de verdad, porque había oro, plata, mercurio, cobre, bronce, granito) se volcaron en ella y fortalecieron su presencia militar, hasta el punto de que no se conformaron con el Sur y muy pronto hasta llegaron y pasaron los Pirineos. 

 *** 

 

La sorpresa nos llegó un día del año 21 cuando se me presentó un emisario enviado por el walí Munuza, el sanguinario, con la propuesta de llegar a un acuerdo de paz. Al parecer quería acabar por las buenas con la Resistencia astur con la que no había podido por la fuerza. Eso en lugar de tranquilizarnos nos sembró de dudas. Hildecario lo dijo en cuanto lo llamé (a él, al joven Orosio, al Duque de Pravia, al Conde de Liebana y a otros de mis consejeros amigos). 

Pelayo, ya sabes que no hay que fiarse en absoluto de un árabe. Por nacimiento son traidores y capaces de vender a su padre si necesario fuese. 
Hildecario, ya lo sé, pero ¿por qué… y por qué ahora?  
Según he podido saber -dijo don Pedro de Balbin, Duque de Pravia- Munuza ha recibido instrucciones muy rotundas del nuevo Emir de Córdoba, Al-Samh, para que acabe con él «reducto de los asnos», que así nos ven ellos, dado que ha iniciado la campaña de este año con el objetivo de conquistar Narbona y las ciudades del otro lado de los Pirineos y no quiere dejar a sus espaldas ningún foco rebelde. 
Eso tiene sentido. Ya me extrañaba a mí que el tirano Munuza se aviniese a un «Pacto de Paz» sin más. 
Yo iría a verle y a parlamentar con él – dijo el conde de Liébana. 
¿Hablar con ese traidor y violador de mujeres indefensas? ¡eso ni hablar! -añadió Pelayo dolido como estaba por el mal que le había causado Munuza a su hermana Egiberta. 
Yo creo que lo que les duele es que no se les pague el «Jarai» y el «Yizia», los tributos. Los árabes serán traidores y todo lo que vosotros queráis, pero por encima de todo son esclavos del oro -dijo el joven Orosio-. Según pude saber cuando estuve infiltrado en Córdoba el walí Musa Nusair había sido llamado a Damasco y condenado a muerte por haberse quedado con parte de los tesoros que le correspondía al Estado. Son ladrones por naturaleza. 
Bueno, pues ni vamos a verles ni acepto su «Pacto de Paz». Porque no habrá paz mientras yo viva y permanezca un moro, uno solo, en territorio hispano. Asturias está siendo un ejemplo a seguir por el resto de los hispanos y así seguiremos por Dios Nuestro Señor y nuestra «Santina». 
Está bien, Pelayo -dijo HiIdecario- , pero eso quiere decir que nos tendremos que reforzar, porque si es cierto lo que acaba de decir don Pedro mandarán más tropas e intentarán por todos los medios arrojarnos al mar. 
Pues, amigo Hildecario, lo haremos. ¡Jamás me rendiré, ni siquiera por la paz! ¡Asturias no se rendirá mientras yo viva…! Así que pongámonos en marcha y alertemos a todos los hombres que puedan coger un arma, aunque sea una guadaña y busquemos las posibles ayudas que podamos obtener. Hay que alertar a los cántabros, a los vascones, a los galaicos y a nuestros amigos del Val d’Arán. Cualquier ayuda que recibamos será importante. 

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Y así lo hicimos, para gran enfado del sanguinario Munuza, pues sabía ya muy bien, por experiencia, lo que cuesta entrar en nuestras montañas, en nuestros desfiladeros, en nuestros valles o vencer a un astur. Por eso también él intentó reclutar a todos los hombres posibles y no sólo de la Asturica sino de la Gallaecia, de Llión y de la Tarraconense. 

Hasta que volvió de Córdoba el Joven Orosio, a quien había enviado, por su buen conocimiento del árabe, para que indagase los planes del nuevo Emir para Asturias y lo que nos contó me preocupó seriamente, ya que según él el nuevo emir, Al-Salah, había mandado organizar una expedición de no menos de 50.000 hombres y al frente había puesto a uno de sus mejores generales, el bereber Al-Kama, lo cual me hizo pensar que esta vez la cosa iba a ser difícil. Por tanto, y sin perder tiempo, reuní a mis hombres de confianza y con ellos me puse a estudiar desde la posible vía que seguiría el ejercito árabe desde Córdoba a Xixón hasta nuestro refugio de Cosgaya, donde tenía su centro de poder el tirano Munuza… y en los días siguientes con Hildecario y Orosio nos fuimos a estudiar sobre el terreno la posible defensa que podíamos poner en marcha.  

Hildecario, está claro que no tenemos fuerzas suficientes para enfrentarnos a un ejército tan numeroso y seguramente bien armado. Lo cual nos obligará a no combatir en espacios abiertos y tendremos que buscar espacios más cerrados e incluso montañas de difícil acceso. 
Eso mismo pienso yo, Pelayo. Sobre todo pensando que a lo máximo que podremos llegar a reunir serán 10.000 hombres y no bien armados. 
Sí, por eso tendremos que emplear la táctica de nuestros antepasados Viriato y Sertorio. Hay que molestarles desde su entrada en nuestras tierras y acosarlos por sorpresa y donde menos lo esperen. De momento, tu Orosio, quiero que te dediques, desde ya, a organizar pequeños grupos de defensa en cada uno de los pueblos o aldeas por los que tenga que pasar el contingente de los infieles. ¿Por dónde crees tú que pueden llegar, Hildecario? 
Yo lo tengo claro, yo seguiría la vieja calzada romana que parte desde Llión y atraviesa la cordillera cántabra hasta llegar a Xixón. O sea, que seguiría el «Camin Real de la Mesa» y alertaría, como tú has pensado a los pueblos del camino, Somiedo, Belmonte de Miranda, Santo Adriano, Yermes y Tambero.  
Pues, ya lo sabes Orosio, en cada uno de esos puntos tienes que organizar una guerrilla que hostigue a los árabes sin dejarse ver y por sorpresa… pero, eso, naturalmente, no será suficiente. Hildecario, nosotros tenemos que elegir el mejor lugar para enfrentarnos, porque al final tendremos que enfrentarnos en una batalla frontal, y como pienso que ese general Al-Kama que han puesto al frente del ejército musulmán llegará a Xixón una vez que entre en Asturias, tendremos que estudiar los pasos que dará para llegar al monte Auseva, donde ya he pensado plantarles cara. 
¿Y por qué el Auseva? -preguntó sorprendido el veterano Hildecario. 
Vamos a ver, mi querido milenario, he recorrido ya muchas veces ese camino y tengo muy claro que el valle que une Xixón con el Auseva es muy amplio al principio y por tanto ahí debemos evitar el choque frontal porque estaríamos perdidos. Luego, más adelante, el valle se va estrechando y las colinas que lo van cerrando se van transformando en montes y montañas hasta que al final el valle se cierra sin salida, cosa curiosa de la naturaleza, salvo por senderos estrechos y desfiladeros profundos. 
Es verdad Pelayo y tienes razón. Además antes de llegar al Auseva se levanta una colina de piedra y totalmente cubierta de espinos y hayas y espesa vegetación que hace que a la distancia no se vea bien el Monte, y si faltase algo tenemos la «Cueva de la Señora», excavada en la misma piedra desde miles de años atrás. 
Sí señor, pues ya lo sabes. En el interior de la cueva situaremos a todos los hombres que quepan y en el exterior, a un lado y a otro, bien camuflados, situaremos a parte de nuestras fuerzas, porque el resto lo tenemos que reservar para guardar nuestra posible retirada en caso de que las cosas nos vayan mal, lo que haríamos a través de los Lagos, aunque también por si los que se retiran son ellos, los árabes vencidos. Así que estudia bien esas posibles retiradas, ya que nosotros o ellos al final tendremos que hacerlo. 

Y acababa de entrar el Año Nuevo cuando los espías de Orosio nos informaron que el ejercito que venía de Córdoba había pasado ya por Llión y se adentraba por el «Camín Real de la Mesa», lo que nos aclaró que iban a seguir la vieja calzada romana que había citado Hildecario. Así que convoqué rápidamente a mis consejeros y a los milenarios para estudiar los pasos a seguir y acordamos que lo más urgente era reunir a todos nuestros hombres y someterlos a la instrucción necesaria para el combate que se avecinaba y elegimos el valle de Espinama, cerca de Cosgaya, para ello. Pero no contento con lo acordado monté a caballo y con Hildecario nos fuimos hacia Xixón para estudiar sobre el terreno el posible orden de batalla que podíamos seguir. El valle que se abre en Cangas y llega hasta el pie mismo del Auseva comienza muy ancho y limitado por grandiosas colinas pobladas por encinas seculares, viejos castaños, robles centenarios y hayas robustas. No es ciertamente un camino despejado y fácil como las tierras de las mesetas centrales, pero tampoco se trata de una garganta impracticable, cerrada o laberíntica. Es uno de tantos valles típicos asturianos. Claro está que a la primera conclusión que llegamos fue que sería imposible impedir el paso de una hueste numerosa, si no se dispone de otra fuerza cuanto menos del mismo número de soldados, ya que no hay lugar cerrado y estrecho donde resistir con esperanza de éxito. Tampoco hay un accidente geográfico, una peña o un escobio capaz de servir de apoyo a una lucha entre una hueste numerosa y un cuerpo reducido de guerreros montañeses. Sólo al final, hacía la Riera, crecen las colinas y se estrecha la vega y sólo en Covadonga se ahonda y profundiza el valle y los cerros y las graciosas colinas se convierten en montañas. 

Hildecario, lo tengo claro. Desde que el general Al-Kama salga de Xixón con sus 50.000 hombres debemos ponerle delante al menos 1.000 de los nuestros para hacerles creer que estamos dispuestos y preparados para entablar el combate y para no hacerle la marcha fácil habrá que hostigarles con nuestros arqueros y nuestros honderos, que deben disparar y retirarse rápido y volver más adelante. Pero, tienes que dar instrucciones muy claras a los milenarios, a los centuriones y a los decanatos para que no se enfrasquen en la lucha y se vayan retirando hasta hacerle creer al General árabe que nos damos por vencidos. Hildecario, es fundamental, sin embargo, que nuestros hombres se vayan retirando por orden y sabiendo que la retirada es solo una estrategia, ya que sería un desastre que se creyeran que huimos de verdad y se produjera una desbandada. Tenemos que conseguir que ese «gran general» que nos han enviado desde Córdoba lleve a su ejército hasta el pie mismo del Auseva… Eso sí, los arqueros y los hombres deben situarse en las colinas laterales y no dejar de hostigar las alas del enemigo, retirándose en cuanto disparen sus flechas y sus piedras y sin enfrentarse nunca frontalmente a los hombres que salgan de las filas contrarias a atacarles… En cuanto a la poca caballería que vamos a tener deben incordiar, atacando y retirándose, a la retaguardia enemiga. 
Sí, creo que es buena táctica, salvo que el Árabe no caiga en la trampa. 
Esperemos que sí. 

Y yendo al paso de nuestros caballos fuimos estudiando todos los accidentes del terreno hasta llegar al Auseva y a la «Cueva de la Santina». Allí, Hildecario con su experiencia de masas militares, calculó que en su interior podrían caber bien unos 300 hombres de espada, porque esos soldados no serian de ataque sino de defensa personal y frontal. Asimismo acordamos que parte de nuestras tropas ocupasen los laterales de la cueva amparándose o escondiéndose en el tupido bosque del monte que la rodea. 

Hacia mediados del mes de abril recibimos una grata sorpresa. Sin previo aviso se nos presentó el joven Alfonso de Cantabria, el hijo mayor de mi amigo Don Pedro, Duque de Cantabria, con un pequeño ejército de más de 1.000 hombres que enviaba su padre para ayudarnos en la guerra que íbamos a mantener contra los árabes. 

Don Pelayo, venimos en nombre de mi padre, le presento sus saludos más sinceros, al tiempo que me pongo a su disposición con el pequeño ejército que hemos logrado conseguir en el escaso tiempo que hemos tenido desde que recibimos su mensaje de apoyo. Naturalmente quedamos a su entera disposición y haremos lo que se nos mande y lucharemos donde sea mejor para su plan de batalla.  
Querido muchacho, querido Alfonso, sabía que tu padre estaría a mi lado, como él bien sabe que yo estaré siempre al suyo. Tu padre y yo sabemos muy bien lo que nos jugamos y que no tenemos otra alternativa que luchar hasta nuestro útimo aliento. Ambos sabemos que este reducto de rebeldía que estamos manteniendo no puede caer en manos de los infieles, porque caída Hispania entera, Asturias y Cantabria han pasado a ser la última esperanza de rehacer lo que Rodrigo perdió en el Guadalete. Así que bienvenido seas y mi primer milenario te dará instrucciones concretas para lo que se avecina. 

Y lo que acordé con Hildecario fue que el joven Alfonso y su tropa se encargasen de vigilar la posible retirada de los árabes en el caso de salir derrotados y que estudiase a fondo la posibilidad de que los vencidos quisieran escapar por el monte Subiedes, por ser éste fácil al desprendimiento de tierras y piedras. 

Pero también fue una sorpresa la que nos dio el joven Valdés, el Curiel que dejamos al mando del Condado astur del Val d’Arán. Un día ya del mes de mayo se presentó en Cosgaya con 500 hombres de a caballo bien armados. Por lo que vimos en seguida eran soldados bien aguerridos y listos para entrar en combate. Fue una gran alegría. 

Señor Conde, recibí vuestro mensaje y aquí estoy. Comprendí enseguida lo que nos jugamos y como Vos pienso que Asturias es cosa de todos y que debemos unirnos para luchar contra los infieles. Don Pelayo, tenemos que rehacer lo que se perdió en el Guadalete. Lo que siento es no haber podido traer más hombres, pero ya debéis saber que esos moros rondan ya los Pirineos y al parecer se preparan para luchar contra los francos. 
Así es, mi buen amigo Valdés. No sabes lo que te agradezco este gesto y tu presencia. Sí, mi querido milenario, Asturias e Hispania nos necesitan a todos… y en cuanto a las fuerzas que aportáis os aseguro que son las mejores con las que podíais ayudarnos, pues desgraciadamente andamos escasos de caballería y los infieles, por el contrario, disponen de miles de caballos únicos. Hildecario te ayudará, lo primero a acomodar a tus hombres, que vendrán cansados, y luego de tu participación en la batalla. 

Pero, la gran sorpresa fue la propuesta que me hizo un grupo de mujeres, con Gaudiosa mi esposa al frente. Verdadera y emotiva sorpresa. 

Pelayo -comenzó diciendo mi esposa-, sabemos la que se nos viene encima y los peligros que vamos a correr… y un grupo de mujeres astures hemos pensado que la guerra que se avecina también es nuestra guerra y que, por tanto, también nosotras debemos participar en la lucha. 
¿Qué dices, esposa mía? Las guerras son cosa de hombres. 
Te equivocas, Pelayo, esposo mío, pues no olvides que las mujeres somos las grandes víctimas de las derrotas. ¿ o acaso no somos nosotras el botín más deseado de los soldados enemigos?… ¡y las que somos violadas!… Entonces ¿por qué no participar? 
Señor -añadió una joven bien apañada que se había situado a su lado-, Doña Gaudiosa, tiene razón, toda la razón. Las mujeres somos las primeras víctimas de las guerras… y se lo puedo decir con fundamento, porque yo misma soy fruto de una violación, la que sufrió mi madre en una de las guerras que sostuvimos contra los vascones. No, las guerras no son sólo cosa de hombres. ¿Por qué los hombres dicen luchar y hasta dar su vida por sus mujeres y sus hijos y esas mujeres van a permanecer de brazos cruzados y a la espera del resultado de la batalla? No, Don Pelayo, nosotras no queremos ser víctimas inocentes, nosotras queremos ser las primeras en defender nuestra honra. 
¡Dios, pues la verdad es que tenéis razón!, pero eso no puede ser. Una mujer no tiene la fuerza que hay que tener para entrar en combate y con una espada en la mano. Una mujer… 
Sí, Don Pelayo, una mujer solo sirve para la cama        -dijo otra de las acompañantes de Gaudiosa, interrumpiendo a Pelayo. 
No, no es eso, muchacha, por favor, no es eso… lo que yo os digo es que la guerra, las guerras, todas las guerras, cualquier guerra, es algo monstruoso, algo horrible… y que hay que tener un temple especial para clavar una espada en el cuerpo de un ser humano aunque sea un enemigo, a sabiendas de que le estas quitando la vida. Os aseguro que ver correr la sangre es muy duro, y trágico ver unos intestinos arrastrados por el suelo. 
Pelayo, es que a lo mejor no hay que participar con una espada en la mano -dijo Gaudiosa- yo creo que podemos ayudar de otros modos. 
¿Y cómo, Gaudiosa, cómo? En plena batalla solo hay destrucción y muerte. 
No, Pelayo, en una batalla, seguro que sí, hay también ánimos y desánimos, miedos y temores, sed y hambre… sí, y sangre, y heridas, y lamentos de muerte, pero también falta de una mano amiga o un beso de consuelo… ¡Dios, Pelayo, déjanos que nosotras luchemos también contra los infieles! 
Pero esposa mía, podéis morir…  
¡¡¡Y vosotros!!! -casi gritaron todas las presentes- ¿o acaso no podéis morir también vosotros? 
Señor Conde Espatario, Caudillo de los astures -y así comenzó a hablar la más mayor de las mujeres que acompañaban a mi esposa-, yo sólo le voy a decir una cosa: tengo 11 hijos, el mayor de 15 años ¡y preferi-ría mil veces morir antes que verlos a ellos vendidos como esclavos! 
Señora -y os aseguro que mi voz se rompió como se rompe la rama del Pino azotada por el rayo-, tenéis razón. ¡Yo, también! 
¿Entonces, aceptáis nuestra ayuda? -preguntó Gaudiosa. 
Sí, Gaudiosa, sí. Hablaré con los milenarios para que estudien vuestra participación en la guerra que ya tenemos a las puertas. 
Pues que sepa Hildecario que ya somos más de 1.000 dispuestas a todo. 

       Con un pueblo así -pensé cuando me quedé solo- no podemos perder esta guerra… ¡ni ninguna guerra!
 
 
    COVADONGA, LA GRAN BATALLA
 

¡¡Y con gran niebla e incertidumbre llegó el 28 de mayo del 722 !!… y enfrentados dos ejércitos y dos religiones y una Hispania que se resistía a desaparecer. A un lado 50.000 árabes y un imperio, con Alá, Mahoma y la Media Luna al frente. Al otro 10.000 cristianos, con Jesús, el Dios Vivo, la «Santina» y la Cruz, llenos de fe y dispuestos a dar su vida por Hispania… y un Caudillo elegido por el pueblo, veterano de la derrota de Guadalete y dos años de cautiverio. ¡David contra Goliat! 

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Y de testigos mudos los impresionantes «Picos Blancos» de Asturias, esas montañas, de torres y picachos como agujas, que directamente se precipitan sobre valles en vertiginosas laderas talladas en las calizas que superan muchas veces los 5.000 pies de desnivel y que, abruptamente, acaban en las praderas de los pueblos. Casi todos pueblos de ensueño… o de nieblas, brujas y misterio. 

Como lo son Cangas de Onís y el Monte Auseva, los dos extremos del valle donde se han situado los dos ejércitos que van a combatir a muerte, el uno por acabar con el pequeño reducto que ha osado sublevarse contra el Imperio más grande del mundo y el otro, por su vida y por el honor de un pueblo. Tan sólo 30.000 pies los separan. 

Pelayo ha convocado a sus mandos para darles las últimas instrucciones justo al pie de la gran roca donde ´fue elegido Caudillo y «Princeps». Son las seis de la mañana y una espesa y baja niebla cubre el valle y no deja ver a cinco pies. 

Hildecario ¿está todo listo? 
Listo, señor. 
Pues, entonces manda tocar las zokras… pero antes alerta a los ballesteros y los honderos adelantados de las colinas, para que aprovechando la niebla que nos ha enviado la «Santina», disparen sin cesar sus flechas y sus piedras, aunque sea sin ver. Las flechas y las piedras sí verán al caer sobre una masa de 50.000 hombres y ellos, sin embargo, no verán a los que disparan. Los hombres del Centro que se sitúen más lejos de lo que habíamos previsto, al menos hasta que se vaya levantando la niebla…. y lo más importante, y esto es fundamental, que los milenarios no dejen de enviar al Mando recados sobre la marcha del combate, sea favorable o no, y si hay que retirarse nos retiramos, pero siempre en orden. Ahora todos a sus puestos. ¡¡ POR HISPANIA!! ¡VIVA LA SANTINA! 

Y a las 7 en punto sonaron las zokras y comenzaron a retumbar los tambores… y en unos minutos el valle se llenó de gritos y alaridos. Se había abierto el infierno. 

Pero, no tardaron mucho en llegar las malas noticias, pues, a pesar del éxito inicial del ataque de los ballesteros y los honderos, que según los primeros informes de los milenarios habían causado casi una matanza con sus flechas y sus piedras, el ejército árabe había conseguido de-salojar y ocupar las colinas laterales y avanzar algo más de lo calculado por nosotros. 

Señor -me dijo muy pronto Hildecario, nombrado Primer Milenario para la Guerra- me dicen que los soldados árabes son gente muy aguerrida y que se enfrentan a los nuestros con un valor sorprendente. Al parecer son sirios, no bereberes. 
Lo esperaba, Hildecario, para ellos esto es la «Yihad» y ya te lo dije, a un buen musulmán no le importa la muerte, convencido de que si muere va directo al Paraíso. Pero, nosotros tenemos a la «Santina»… manda subir a un grupo de nuestras mujeres y que abrazadas a la Virgen canten lo más fuerte que puedan. 

Tampoco fueron buenos los siguientes avisos. Los árabes seguían avanzando y ya estaban a los pies mismos del Auseva. Además la niebla había ido desapareciendo y el sol luchaba por dejarse ver. 

Pelayo, esto se pone feo ¿mandamos salir ya a los hombres que tenemos en los bosques? 
No, al contrario, manda a los que luchan abajo que en orden y con astucia se vayan retirando Monte arriba. 
¿Y nos quedamos sólo los de la «Cueva»?… 
Sí, tenemos que hacer creer a ese «Gran General» que tiene la batalla ganada y eso es lo peor que le puede pasar a un buen general… ya sabes lo que decía el Gran César: «Una guerra no está ganada hasta que no tienes al Rey enemigo hincado de rodillas ante ti». Pero, sí debes hacer una cosa, da instrucciones de que los mejores honderos se sitúen en la mejor posición que puedan para disparar sus piedras contra el general Alkama, y ofrece mi caballo a quien consiga apartarlo de este mundo. 

Pero, sobre las 11 de la mañana, y cuando ya los árabes tenían cercada la «Cueva de la Señora» y se disponían a atacarla desde abajo y subir, se produjo algo imprevisto. De pronto, dejaron de sonar los tambores y las «zokras» y se oyó y retumbó en la montaña una voz que pareció salir del Infierno. Era la voz del obispo Don Oppas, el traidor del Guadalete, ahora servidor del General árabe, que subido, precisamente, a la roca sobre la que hacía cuatro años Pelayo había sido elegido «Princeps» y Caudillo de Asturias, decía: 

Peeelaayo. ¿Dónde estás? 
Aquí estoy ¿qué quiere un traidor? 
Soy el obispo Oppas y te hablo en nombre del Servidor de Alá y del Compasivo y el Misericordioso. Estás rodeado y tienes perdida la batalla. No seas bruto y ríndete. El General no tomará represalias ni contra ti ni contra tus hombres y se te respetarán todos tus bienes y tus honores. Es lo que han hecho todos los Duques y Condes de la vieja Hispania. Los árabes y el Califa de Damasco sólo quieren la paz y la convivencia con el pueblo hispano. 
Y yo te hablo en nombre de nuestro Dios y de nuestra Señora la «Santina»…¡¡Asturias no se rinde!!… y Pelayo no se rinde ni se rendirá mientras viva. Sólo los traidores se rinden. Y dile a tu General que aquí le esperamos… y a tu Califa que Hispania resucitará como resucitó Nuestro Señor Jesucristo. 

Naturalmente mis palabras encresparon al general Alkama y de inmediato dio orden de atacar la cueva con todos sus medios. .. y comenzaron los artefactos lanzapiedras a lanzar enormes pedruscos y los ballesteros sus flechas, pero ambos en alud y los más rebotando en la muralla de piedra blanca que acogía la «Cueva». Y eso fue casi definitivo, porque las piedras y las flechas rebotadas caían sobre los soldados árabes que se preparaban para subir causando una verdadera matanza. Visto lo cual el general jefe árabe desenvainó la cimitarra, que brillaba más que el sol por la abundante pedrería que la adornaba, y a gritos se puso a subir por el tajo, que permitía la entrada, al frente de los hombres que pudieron seguirle, que dada la estrechez de la boca de la cueva, 90 pies, solo podían subir en filas de 50 soldados. Dentro había 300 de los de Pelayo. 

Pero, todavía iba suceder algo más victorioso. En pleno ascenso forzado el general Alkama, que tampoco era ya un jovencito, se detuvo a coger aire para poder seguir y fue el momento único que los honderos escogidos de entre los mejores aprovecharon para mover con rapidez sus hondas y con la velocidad del rayo salieron sus chinarros de rio directos a su cabeza. Con tanta fortuna o acierto que uno de ellos le alcanzó en la frente entre ojo y ojo… ¡y cayó fulminado! (Luego se supo que el artífice de aquel disparo mortal había sido un pastor de cabras de la Liébana llamado Ecardiño, a quien sus amigos llamaban «David el cántabro»). 

Y el Primer Milenario, el veterano Hildecario, no pudo evitar un grito de alegría cuando vio caer al general árabe: 

¡¡¡Pelayo, muerto el perro se acabó la rabia!!! 
Y acertó de pleno, porque los soldados árabes, que ya venían cansados y que no veían bien la marcha de la batalla, al ver morir a su General, el siempre victorioso general Alkama, se dieron la vuelta y comenzaron a huir… 
¡¡Ahora, Hildecario!! -gritó un enfurecido Pelayo empuñando su «Frankisca»-. Manda atacar a los hombres que están en los bosques!! ¡¡Ahora!!… 

Pero, Hildecario ya se había adelantado y los más de 3.000 que se habían escondido salieron de detrás de los gruesos troncos de aquellos centenarios árboles que custodiaban a «La Santina» dando gritos, esos gritos especiales de la victoria, corriendo tras los ya vencidos que huían a la desbandada, acosados además por los jinetes del curiel del Val d´Arán que les cerraban el camino de Cangas. 

¡ Ay !, pero el destino, Dios o quien fuere no quiso que la alegría de la victoria fuese completa y cuando ya los astures se abrazaban unos a otros un grito desgarrado salió de la «Cueva de la Santina»… era el del propio Caudillo al ver que una flecha perdida se clavaba en la espalda de Gaudiosa, su esposa, la que había querido participar en la batalla con otras mujeres, y caía muerta en el acto: 

¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ Nooooooooooooooooooo !!!!!!!!!!!!!!!!… ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ NOOOOOOOOOOOOOOOOO !!!!!!!!!!!!!!!!! 

Y Pelayo no pudo evitar el inmenso dolor que se apoderó de él al apretar entre sus brazos el cuerpo inerte de su mujer y la madre de sus dos hijos… y abrumado descargó provisionalmente el mando en Hildecario y durante dos días permaneció, con sus dos hijos al lado, Ermesinda y Favila, y otros familiares y Nobles amigos, velando a su mujer. Gaudiosa fue enterrada en la «Cueva de la Señora», donde había sido llamada por el Cristo de la Cruz. 

Sin embargo, ahí no terminó la batalla, porque gran parte del ejército árabe consiguió reagruparse y escapar monte arriba hacia la zona de Los Lagos. Más de 10.000 hombres desesperados y angustiados al ver lo que les esperaba si querían salvar la vida: las impresionantes Montañas Blancas, los espesos bosques de árboles centenarios, los desfiladeros profundos y los ríos y torrentes del deshielo. En esos primeros momentos no se percibieron de que los pelayistas ya habían salido en su persecución, pero no tardarían en hacerlo, ya que al pasar por detrás de las cumbres que se alzan en torno a la laguna de la Ercina tuvieron que hacer frente a un pequeño grupo de astures que conociendo bien el terreno se les habían adelantado. Así que el miedo hizo el resto. 

Lo peor les llegó cuando se toparon con el terrible desfiladero del Cares y se vieron entre la espada y la pared. O bajar al infierno, pues no otra cosa eran aquellas escabrosas paredes hasta tocar el agua del rio, que para más inri iba supercrecido por el deshielo que ya había comenzado, o enfrentarse a los peligrosos astures que les habían destrozado en Covadonga. No lo dudaron y siguieron adelante, a pesar de saber que muchos de ellos se quedarían en el intento, como así fue. Pero, como no hay mejor aliado que el miedo a morir los fugitivos supervivientes llegaron y se vieron sorprendidos por las grandes y deliciosas planicies de la Aliva, la Mayor y la Menor, donde pudieron respirar y recuperar el aliento. Por poco tiempo, pues los astures les pisaban los talones. Con nuevos ánimos emprendieron la marcha y por el paso rocoso del Boquejon se adentraron en la vega de Espinama, donde les esperaba primero un Nevandi imposible de cruzar por la fuerza de la corriente torrentosa y después con el Deva, que a esa altura de la primavera era ya un brazo de mar… A pesar de tanta dificultad, los árabes son gentes de sol y arena, pasaron por Las Ilces, Cosgaya (¡Dios, las tierras de los Favila y donde aún vivía el propio Pelayo con su familia!), Los Llanos, Mogrovejo y Camaleño. 

Pero, allí les esperaba el Subiedes, un monte de casi 5.000 pies, cubierto hasta la cumbre por robles y hayas y gran refugio de jabalíes y lobos… y sobre todo allí estaba al acecho el pequeño ejército de Alfonso de Cantabria, quien cumpliendo las instrucciones de Hildecario, se había adelantado y por idea del propio Pelayo, que conocía mejor que nadie el Monte, pues no en vano era propiedad particular de los Favila, y su facilidad para los argayos, había removido grandes y pequeñas rocas y piedras y cortados cientos de troncos y dispuesto para que todo se desprendiera por la empinada ladera al paso de los vencidos. Cosa que sucedió casi a la perfección, ya que lo que quedaba del gran ejército del «gran general Alkama» resultó aplastado o hundido en las crecidas aguas del Deva. Un desastre total para unos y una victoria aplastante para otros. ¡David había vencido a Goliat! 

Y al tirano, al sanguinario y violador walí Munaza le llegó su hora. 

Porque al enterarse en Xixón de lo que había pasado en Covadonga y que el general Alkama había muerto y que ya no había ejército árabe le entró el pánico y apenas sin tiempo para recoger sus tesoros y algunas mujeres de su harén emprendió una huída a la desesperada, ¡tanto era su miedo a enfrentarse con Pelayo, el ya Caudillo de los astures, por lo que le había hecho años atrás y lo que le había hecho a su inocente hermana Egiberta! 

Pero, aquella espina, dos años de cautiverio y la violación de su hermana, la seguía teniendo clavada en su corazón y en su alma, y en cuanto supo que el violador y sanguinario había huido y se dirigía a Llión, reorganizó su ejército y salió en su persecución. O mejor, sabiendo que había elegido para su huída la vieja calzada romana, la vía de la Mesa, se adelantó para ser él quien eligiera el lugar de la inevitable batalla, ya que el walí arrastró consigo a todos los árabes que permanecían en la Asturica e incluso a un gran número de mercenarios… y ese lugar, bien conocido de Hildecario, fue el escobio de Olalíes, en las estribaciones de los Picos de Tenes y cuando el Trubia gira para atravesar la hoz de Peñas Juntas… allí los astures cayeron sobre las desconcertadas huestes árabes que fueron sorprendidas y el choque, más que una batalla, fue una sarracina, porque no quedaron vivos más que el walí y tres secuaces que se habían atado a él y, eso sí, todas las mujeres del harén, por orden de Pelayo, que se llevaba y los hijos de algunas de ellas. 

Señor Don Pelayo, Caudillo de Hispania -dijo el sanguinario hincado de rodillas ante Pelayo-, yo sé que vuestro Dios es el Dios del perdón, pues en su nombre yo os pido que perdonéis a este pobre soldado que sólo cumplía con su deber. 

Pero, Pelayo no se dignó ni contestarle y con una mirada de desprecio más hiriente que un golpe de espada se limitó a decir dirigiéndose a Hildecario: 

Hildecario, quita de mi presencia a esta hiena y envíaselo a Satanás, él sabrá lo que hacer con él. 

       Y en Olalíes terminó, realmente, la Batalla de Covadonga y en las Montañas Blancas de la Asturica nació la Nueva España y comenzó la Reconquista. El humilde Pelayo de Cosgaya y los osos, el vencido de Guadalete, el cautivo y el perseguido por los árabes, era ya el «Princeps» de la aristocracia vieja y el Caudillo por aclamación de una Rebelión popular que pasaría a la Historia.
 

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