24/11/2024 03:22
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Encontré el libro Los republicanos que no se exiliaron, con subtítulo La posguerra española de un excomisario político, en la 32º Feria de Otoño del libro viejo y antiguo en Madrid. No sabía nada del libro ni del autor (José María Aroca), pero decidí invertir los quince lereles por los que se vendía. Por si alguien está interesado, he visto después que también se vende de segunda mano por menos de cinco.

El libro fue publicado por ediciones Acervo, desconocida y posiblemente desaparecida, en 1969. Es decir, en pleno franquismo; al principio del “tardofranquismo” para ser exactos. En una pequeña introducción, el autor, que había militado en el anarquismo durante la guerra, nos dice que el libro está escrito “sin ira, sin rencores y sin nostalgias”. Y añade, “Como se mira el tiempo ido, cuando la madurez nos ha dado serenidad de juicio y el paso de los años ha cortado paulatinamente distancias espirituales que parecían irreductibles”. 

El autor era también completamente desconocido para mí. Una búsqueda en internet me pone en la pista sobre otro libro de memorias, Las Tribus, con subtítulo Los anarquistas españoles en el frente y en la retaguardia. Sin embargo, he encontrado artículos sobre él en Internet, ni casi referencias. No es de extrañar, porque el testimonio se opone a los relatos fementidos de muchos desmemoriados. 

La fecha de edición y la introducción animan a leer el testimonio de este libertario. Y al ver reproducido en la página 7 el Preámbulo del Decreto/Ley de 31 de marzo de 1969, declarando prescritos todos los delitos cometidos con anterioridad al 1 de abril de 1939, uno se pregunta qué pretendería el autor, con algo tan “políticamente incorrecto”. No sería de extrañar que fuera perseguido por minimizar la represión en esta democracia. 

El libro no defrauda lo que de él se espera tras esas palabras introductorias. En efecto, este testimonio contradice las historias truculentas de una represión desproporcionada y sin cuartel. Se aplicó una represión mucho más blanda de la que cabía esperar tras los crímenes del gobierno y desgobierno frentepopulista. Con excesos, como la condena a muerte del autor, pronto revisada. Llama la atención la completa falta de resquemor del autor, que comprende su situación, y que también entiende que los vencedores procedieran procesando a los responsables del crimen rojo. No lo hace como estrategia para sobrevivir en las nuevas circunstancias, sino por convencimiento. Hay que tener en cuenta que tenía unos 18 años cuando acabó la guerra, por lo que su vida no estaba tan invertida en el anarquismo que el coste psicológico de reconocer su error fuera impagable. 

El primer capítulo se titula La detención y trata de la trayectoria del autor desde el final de la guerra hasta su detención. Tenía menos de 20 años y se había enrolado en el ejército rojo, del que llegó a ser comisario político. En realidad, no es tanta la culpa como parece. Lo veremos. 

Se desplaza desde Valencia, donde le sorprende el final, hasta Barcelona, donde vivía con su familia. Pero los suyos se han exiliado y el piso fue requisado y entregado a otra familia. Unos extractos: 

Durante toda la guerra no me había asaltado ni una sola vez el pensamiento de que podía estar luchando en el bando que no tenía razón. Los hechos, para mí, estaban fuera de toda duda: un puñado de militares y de caciques, apoyados por los regímenes fascistas de Italia y de Alemania, con la complicidad del clero y del capitalismo internacional, se habían sublevado contra un gobierno legalmente constituido … ¿por qué tendría que huir? Mi hogar, los míos, estaban en Barcelona. (p. 10) 

Pero tras la derrota, empieza a reflexionar:

 Entonces me di cuenta, por primera vez, de que algo estaba cambiando dentro de mí, a pesar de los pocos días que habían transcurrido desde el final de la guerra. Inconscientemente, había empezado a poner en tela de juicio la validez de los ideales y de los principios que me vine inculcado desde la infancia. (p. 19) 

La escena de la llegada a su antigua casa es memorable: 

– ¿Qué desea? -volvió a preguntar, sin soltar la hoja de la puerta.

– ¿No vive aquí el señor Aroca? -inquirí a mi vez.

– ¿Aroca? No conozco ese nombre. Pregunte en la portería…

– Perdone -insistí-. El señor Aroca es mi padre. Y éste es su piso, nuestro piso, ¿comprende?

No, no comprendía. Se encogió de hombros.

Pregunte en la portería -repitió, disponiéndose a cerrar la puerta.

– ¡Por favor! -supliqué- No pretendo molestarla, pero acabo de llegar del frente y estaba seguro de que esta era mi casa…

La desconocida parecía ahora tan desconcertada como yo.

– No sabría decirle… – murmuró. Mi marido no está en casa; si quiere volver más tarde, podrá hablar con él.

El niño escogió aquel momento para abandonar su actitud contemplativa; apeándose de la silla, dio la vuelta en torno a la mesa y se agarró a las faldas de su madre. Súbitamente se echó a llorar, con un llanto sin lágrimas, rabioso.

De incómoda, la situación se convirtió en insostenible. Y en aquel preciso instante, al otro lado del rellano, se abrió la puerta del primero-primera. (pp. 22 y 23) 

Se puede llevar la escena al cine directamente, sin cambiar una coma. 

Una vecina -una señora viuda, la señora Carmen – oye los lloros del niño, curiosea, abre la puerta, le acoge en casa y le explica la situación del piso. Un conocido de esta señora le recomienda que se apunte a hacer el servicio militar -que tenía que hacer en cualquier caso- para dejar pasar el tiempo.

Así lo hace. Se registra, le dan destino, pero a los pocos días le detienen. Durante la declaración presencia una escena de malos tratos que le hace temblar. Cuenta la verdad: pertenecía a las Juventudes Libertarias, anarquistas. Le insinúan que delate a otras personas, pero él se niega. Queda detenido. 

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Ingresa en un calabozo llamado El Garaje: 

En mi primer deambular por el inmenso calabozo, mi atención tendía a localizar los grupos de personas mejor vestidas. Sé que esta afirmación podrá parecer incongruente en labios de un ex militante de una organización de extrema izquierda, de signó obrerista. Pero el aceptar unas ideas determinadas en el plano intelectual no presupone necesariamente la negación absoluta de unas costumbres o unos prejuicios adquiridos a través del ambiente familiar y social en que nos hemos desenvuelto. (p. 45) 

Estos son los testimonios típicos de alguien que es sincero y no pretende pasar por lo que no fue a posteriori. 

Allí se junta con los suyos, los anarquistas. La señora Carmen le lleva comida y ropa. 

Es posible, como he leído en algún sitio, que los recluidos en el Garaje de la calle de Urgel en mayo de 1939 formásemos parte de las «víctimas de la represión fascista que soportaron con heroísmo y gallardía su adverso destino histórico». Es posible. Pero la atmósfera que yo respiré en aquella época no tenía nada de heroica ni de gallarda. Nadie parecía darse cuenta de que estaba protagonizando un momento histórico, y, con muy pocas excepciones, todo el mundo trataba de eludirlo, preocupándose de obtener un aval que le congraciarse con el nuevo régimen. Los más sinceros lo confesaban abiertamente. Otros lo disimulaban hablando de «engañar al enemigo» y de «táctica revolucionaria». Lo cierto es que entre aquella masa de detenidos había muy pocos revolucionarios. Casi todos eran hombres de condición normal que deseaban salir del trance lo mejor librados posible. Y es lógico que si fuera. Los personajes políticos importantes, los comprometidos, habían huido al extranjero. Nosotros éramos la resaca, sencillamente… (pp. 49 y 50) 

De nuevo, unas reflexiones de una sinceridad palpable, que desmienten las falsas narrativas heroicas del antifranquismo retrospectivo. La narrativa victimista queda también muy mal parada en este relato, como hemos dicho. 

En la segunda declaración, más detallada, le maltratan metiéndole la cabeza en el agua hasta que pierde el conocimiento. Fue la única vez. Una reflexión al respecto: 

Aquella noche fue muy larga para mí. 

Más que las molestias físicas, me atormentaba pensar en lo absurdo de las circunstancias que las habían producido. La violencia no está justificada en ningún caso, y menos cuando se ejerce sobre personas que no pueden defenderse. No obstante, se comprende -aunque no se justifique- que en momentos de pasión colectiva los que otrora vieron escarnecidos sus derechos vuelvan la oración por pasiva. 

La mayoría de los agentes que en aquella época actuaban en Jefatura no pertenecían al Cuerpo de Policía. Ignoro cuál era su calificación oficial, pero me consta que en un porcentaje muy elevado se trataba de personas que habían sufrido cautiverio y persecución durante la etapa republicana, y que por ello eran juez y parte las heridas de la guerra civil, tan recientes, no podían haber cicatrizado. Muchos creían de buena fe servir a la justicia, cuando en realidad saciaban su sed de venganza particular. Pensar que las cosas podían suceder de otro modo sería tanto como pretender que los hombres son perfectos. (pp. 65 y 66) 

Esto se llama realismo y empatía, que es ponerse en lugar del otro. Y lo hace a pesar de las circunstancias: acababa de sufrir un episodio de maltrato. 

… En mis 3 posteriores visitas al Jefatura, los días 30 de mayo y 3 y 11 de junio, los interrogatorios – cada vez a cargo de los mismos agentes, distintos a los del primer día – se deslizaron como una seda, sin intemperancias ni amenazas, ceñidos por completo el contenido de la denuncia formulada contra mí por alguien que en otros tiempos se había llamado amigo mío. (p. 68) 

Calla su nombre caritativamente. ¿Sería también políticamente afín? Es lo más probable. 

Es trasladado después al Preventorio de San Elías. 

En este, como en otros muchos aspectos, la disciplina no era rígida. En primer lugar, porque no podía serlo. Todo tenía un aire improvisado y provisional. La gran masa de presos hacia materialmente imposible su control efectivo. Y los funcionarios encargados de la vigilancia no abusaban de su autoridad, salvo las naturales excepciones quien diga otra cosa, miente. (p. 72) 

Otro testimonio adicional contra la literatura victimista del terror y la represión franquistas. 

Se refiere al canto obligatorio de los himnos, el Cara al sol y Oriamendi. Por supuesto le cambiaban las letras; en el primero volvían banderas victoriosas al paso alegre de la FAI, y en el segundo se cantaba por Dios y la pata de buey… y, en el clamor final del Cara al sol, el grito de Libre lo emitían con mucha más potencia que el de Una y Grande. 

El delito que se me imputaba fue el de rebelión militar, y los cargos concretos pueden resumirse así: «Elemento extremista destacado como redactor de un periódico anticlerical antes del alzamiento, voluntario de las milicias anarquistas desde los primeros días de la guerra civil, ascendido a comisario político con misiones específicas de propaganda» (p. 75) 

Cierto, pero excesivo por las circunstancias. Tenía 16 años cuando empezó todo esto.

En San Elías no había invertidos. Al menos, yo no conocía ninguno. Pero, a lo largo de los meses siguientes, en la Modelo, supe de presos considerados como personas normales qué habían cedido a la más repugnante de las tentaciones. 

En un caso concreto, formé parte de una especie de tribunal que juzgaba a un compañero que se había dejado seducir por un homosexual. Me pronuncié contra él, desde luego. Voté porque fuera expulsado de la organización. Pero, pensando en aquella noche de septiembre, más de una vez me he reprochado a mí mismo la falta de valor que me impidió el levantarme a defender a aquel hombre, víctima, no de una pasión malsana, sino de un sistema penal que, debido a las circunstancias, permitía las peores promiscuidades. (p. 83) 

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Como es bien sabido, la homosexualidad era entonces percibida como un repugnante vicio burgués, especialmente por la izquierda entonces: Las primeras novelas españolas protagonizadas por “invertidos”: El ángel de Sodoma y Pasión y muerte del Cura Deusto

El 20 de septiembre de 1939 fue juzgado en Consejo de guerra. El fiscal del tribunal era hijo de un general fusilado por los republicanos en Barcelona en los primeros días del alzamiento. Y el defensor, de oficio, empezó con estas palabras: 

Señores del Tribunal: Estos individuos -si no ellos directamente, otros de su misma condición – fueron los responsables del asesinato de mi padre. Pero el Mando me ha ordenado que venga a defenderles y cumplo la orden, del mismo modo que cumpliría la de defender una trinchera, aunque en mi fuero interno la considerase indefendible. (p. 86) 

Para que para que no se hicieran ilusiones… Eran 14 reos, juzgados en bloque. Cayeron 3 penas de muerte, una de ellas a José María Aroca. Excesiva desde cualquier. de vista; quizá pagó por haber sido comisario político. 

Ingresa en la cárcel Modelo y es destinado a la Quinta Galería. Está en una celda con 8 condenados. Le da la bienvenida un payés catalán, tan conservador como cualquiera, pero que le había «expropiado” dos mulas a un rico del pueblo. 

Un elevado porcentaje de condenados a muerte … estaba formado por campesinos como el propio Roura, con un nivel de educación política asombrosamente bajo. ¿Cómo se explica, si no, que, en medio de las condiciones realmente difíciles de aquellos años, 13.000 “rojos”, 800 de ellos condenados a la última pena, no provocasen un solo motín, una sola algarada? 

El hecho se ha atribuido al régimen de terror imperante. Yo afirmó rotundamente que el argumento no es válido. No hubo régimen de terror en ningún momento. La política de represión fue un asunto jurídico y solo puede ser enjuiciada desde ese. de vista. De ella fueron víctimas algunos inocentes, como ocurre siempre. Pero en el interior de las cárceles, la disciplina estuvo siempre muy relajada, por motivos fáciles de comprender. En primer lugar, el exceso de presos. (pp. 98 y 99) 

Otra refutación en toda regla de las acusaciones de represión desproporcionada. 

El problema de los destinos, nombre que se dio en los reclusos que aceptaban un puesto de responsabilidad o de trabajo, a cambio de ciertas ventajas, dio origen a una de las más enconadas – y más absurdas – polémicas que se hayan producido en la posguerra entre las diversas facciones políticas representadas en las prisiones españolas. Como siempre, los comunistas fueron los que demostraron un mayor oportunismo y los que sacaron mejor tajada, teniendo en cuenta su inferioridad numérica (p. 99) 

Recuerda, el caso de Buchenwald, donde los comunistas desbancaron a los presos comunes y acabaron siendo los Kapos (Jorge Semprún fue uno de ellos). No eran más benéficos que chorizos y demás criminales; para nada. 

Los representantes de la CNT, y con su inefable ingenuidad política de siempre, opinaban que los presos debían negarse a colaborar, no aceptando ningún destino, con lo cual llegaría a producirse un colapso. (p. 101) 

El anarquismo ha desaparecido, mientras el comunismo sigue vivo. Ha sobrevivido mutando. La razón última, para quienes creemos que la Historia es el desarrollo de la lucha del Bien y del Mal, es que la Sinagoga de Satán abandonó el anarquismo como estrategia (si alguna vez estuvo dentro), en favor del comunismo. 

Hay una referencia al oficio de capellanía ejercido por distintos sacerdotes y monjas, con anécdotas como el cura que le daba una peseta a los presos por confesarse y el jesuita que hacía unas prédicas muy sociales hablando de jornales y demás con veinte años de antelación sobre los gregarios del pelotón clerical. En ningún momento del libro, dice Aroca llegara a tener fe, sin embargo: 

Con el padre Lahoz me unieron lazos especiales de afecto, y no me importa confesar que, después de mi padre, es el hombre al que más he querido y admirado. (p. 111) 

No conozco un solo caso de alguien que se viera privado de un beneficio, desposeído de su destino, por ejemplo, por motivos de esta índole [religiosa]. La asistencia a misa, los domingos y fiestas de perfecto, era obligatoria, naturalmente. Pero lo que se exigía no era el cumplimiento de una obligación religiosa, sino la presencia en una formación reglamentaria. Igual que en el Ejército. Lo que no me pareció equitativo fue que se dispensaré de acudir a dichas formaciones, en una época determinada, a extranjeros que alegaban su condición de protestantes o de judíos. (p. 113) 

En resumen, en el libro no hay noticia de esa represión tenebrosa y desproporcionada que nos pintan otros. Y su testimonio parece sincero: No hubo régimen de terror en ningún momento.

Autor

Colaboraciones de Carlos Andrés
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