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Estoy agotada. La causa es el exceso, el consumismo, y el materialismo. Es apabullante cómo algunas personas pretenden presionar a otras para que gasten dinero en ellas por capricho. Chantajean emocionalmente, parecen pensar “si no me compras, no me amas”. Y con ello sugieren que uno tiene la obligación de querer a otro, cuando todo humano sabe que el amor se construye, con el paso de los años, y en igualdad con otra persona voluntariosa.
Qué necesario es ser fuerte, resistir, y qué campeonato siente uno haber ganado cuando alcanza ese estadio. No le debo nada a nadie, ni nadie me debe a mí, más allá de los buenos modales. Desde hace años, con orgullo, mano dura y sin titubear, rechazo comprar sólo porque el calendario o la práctica social lo exijan: mi compañía es lo más valioso que puedo entregar a otra persona; si ello resulta insuficiente, ahí está la puerta.
Se me puede tachar de asocial o antisocial por ello; poco me importa, es la forma que encuentro de defenderme del sinsentido, el consumo superfluo y la obsesión con lo tangible (en lugar del contenido del cerebro o el corazón). Otro motivo por el que así me comporto es evitar adentrarme en el círculo vicioso y despilfarrador del “¿a quién toca regalar?”, que se produce cuando dos personas, a veces inconscientemente, se enganchan la una a la otra mediante la droga del gasto programado e innecesario, sin otra justificación que continuar el ejemplo del otro, incapaces por su falta de fortaleza y personalidad de poner fin al consumo demencial.
Cuesta sudor y sangre ganar dinero, debemos ser sumamente cuidadosos antes de deshacernos de recursos, y no ser tan débiles e irreflexivos como para permitir que los demás, mediante la excusa de la tradición o el arma de la presión, nos controlen, nos arruinen. En medio siglo hemos pasado de apenas poder ofrecer desayuno a nuestros hijos el día de Navidad, a entrar en la rueda destructiva del consumo, meramente por tratarse del capricho social del momento, y si uno no permite que la corriente direccione sus pasos y le arrastre mar adentro, es castigado con el desprecio y el aislamiento.
Es trágico que se convierta a los niños en consumidores bulímicos, enloquecidos por la falta de valores, y en seres profundamente desagradecidos. Transcurre su infancia, los fundamentos del resto de su vida, desbordados de pertenencias, que no tienen tiempo ni espacio para valorar. Como colofón, todo ha sido recibido gratuitamente, mantengan en casa y en la calle un comportamiento cívico o no, rindan en el colegio o no. Se ha fabricado una generación de monstruos, materialistas y caprichosos, que cuando asesinen lo poco que queda de la sociedad, sus creadores reaccionarán con perplejidad y victimismo.
En mi casa los niños sólo han recibido regalos en el aniversario de su nacimiento y el día de Epifanía (en nuestro español hogar nunca se ha escrito al yanqui Santa Claus, y por eso no ha venido). Esa norma que restringía los regalos (el amor de mi madre es el mayor de los presentes, y llovía y llueve gratuitamente a diario) a dos ocasiones al año, se estableció con el objetivo firme y esencial de enseñar a los niños a valorar, apreciar, estimar lo material: porque obtenerlo cuesta recursos naturales, y dinero que se ha ganado honradamente. Esa norma también tenía como finalidad no colapsar el cerebro infantil con exceso de objetos a su alrededor. Por último, la cantidad de obsequios ofrecida en ambas celebraciones siempre variaba en función del comportamiento obediente y agradable del niño, así como el número de sobresalientes obtenidos en sus estudios.
La educación en valores sirve en este caso el propósito de no convertir a un niño en un monstruo indolente que vive para comprar, exigir que le compren (porque tiene derecho a todo), devorar superficial y velozmente, y tirar, para inmediatamente volver a comenzar el ciclo de destrucción de la Naturaleza, el alma, y la cartera.
Recuerdo distintivamente la producción de adrenalina en mi cuerpo durante la infancia cuando, el día de mi cumpleaños o de los Reyes Magos, recibía y desenvolvía lenta y atentamente un presente. Me entristece darme cuenta de que hoy nada tiene valor (es inusual escuchar “¡es valioso!”), nada es especial porque se compra a diario, tenemos todo e incluso más, hasta el punto de alquilar o comprar trasteros porque nuestras viviendas se encuentran abarrotadas, y con vergonzosa frecuencia no conocemos cada artículo que se encuentra en cada armario, estantería, cajón y cómoda de nuestra vivienda.
Estoy saturada, extenuada. Cuando conozco a una persona y llega el momento en que existe la posibilidad de que compre para mí, aclaro que lo más valioso que puede proporcionarme es la calidad de su compañía y un buen consejo, eso me edifica y tiene el poder de cambiarme la vida. Llevo años revisando periódicamente cada pertenencia propia y deshaciéndome de lo innecesario (en mi dormitorio no puede encontrarse objeto decorativo alguno). Sólo adquiero lo que considero de gran utilidad; sólo yo sé lo que necesito, por lo que suplico que nadie me haga destinataria de ninguna compra. Si tanto ansiase una persona entregarme algo, que sea dinero, porque aparte de una compañía humana y asesoramiento en distintos temas, también necesito vivir dignamente.
Entiendo que existan personas para quienes sea gozoso entregar un presente, pero les hago entender que no puedo más, que me resulta doloroso vivir en una sociedad tan consumista, y que necesito espacio para poder respirar. Les pido que no me obliguen a sonreír falsamente mientras con agotamiento me pregunto qué hacer con lo recibido, a quién entregárselo, cómo encontrar una organización a la que donarlo, y si finalmente tendré que tirarlo a la basura, sufriendo por el absurdo de esa construcción social, su ciega obediencia, y preguntándome por qué, en lugar de pretender tantos calmar la ansiedad, el vacío y la insatisfacción en sus vidas comprando, no buscan alternativas, menos vistosas que lo que predica la religión de las pantallas con su fijación por el dispendio y las cosas.
La misa semanal, el matrimonio y la maternidad, son tradiciones de las que nos hemos deshecho en gran medida, y se alardea por ello de libertad mental, de falta de opresión y ataduras. Sin embargo, esas mismas personas se someten sin vacilar y con energía a la nueva imposición social: comprar, aun sabiendo que en caso de que el receptor lo necesite, pocas veces significará algo para él, difícilmente le apasionará, y a causa de la baja calidad de una parte importante de los productos en el mercado, acabará en el vertedero en poco tiempo. Después, ¿dónde van nuestros desperdicios, lo adquirido sin conciencia y lo expulsado de nuestra casa de la misma forma? No importa, siempre que no podamos verlo. Mientras, el planeta muere y con él nuestros pulmones.
Me niego a recibir regalos materiales, y sólo compro a otro cuando se trata de una persona a quien aprecio (escasos individuos alcanzan esa categoría), cuando me topo con un artículo que tengo la certeza van a amar, y no poseen ya. Entiendo que no se me comprenda, escojo siempre reconocerme en el espejo y llevar una vida de conciencia. Duermo tranquila sabiendo que estoy cuidando de la Naturaleza, de mi salud mental y mi economía; que no debo nada a nadie y nadie me debe a mí.
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