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Reconozcamos que la circunstancia actual es poco propicia a la poesía. Y lo afirmo tomando el término en sus dos significados: el que ofrece su etimología griega, creación, y el que a la alude a la belleza (“Manifestación de belleza por medio de la palabra”, dice la Madre Academia). Y no echemos la culpa a la tecnología, pues ya aquellos poetas futuristas del siglo pasado querían ver rasgos de belleza en la máquina y se atrevían a comparar un bólido de carreras con la Victoria de Samotracia.

            La Belleza suele estar muy emparentada con el Bien y la Verdad, y no tenemos más remedio que admitir que ninguno de los tres conceptos goza de buena salud en nuestros días. La Verdad queda en tela de juicio en un marco presidido por el relativismo, en el que todo depende de las libérrimas decisiones de voluntad, sea mediante su caprichosa expresión individual, sea mediante el sufragio en lo colectivo; y eso cuando no interfieren la tremenda dictadura de la corrección política o de las fake news.

            Lo que se considera como Bien, ya se sabe, queda en manos de los planificadores de la Globalización, y dicen por ahí que nos espera un mundo en el que no poseeremos nada, pero seremos plenamente felices con lo que nos deparará el Orden Nuevo que nos están diseñando. Sobre todo, la consideración de Dios como Bien Supremo ha quedado bajo sospecha, por lo menos, y reducido al último reducto de nuestra conciencia personal, aunque, de momento, no se ponga a votación su existencia, como hizo en tiempos el Ateneo republicano de Madrid.

            Por lo tanto, qué podremos decir de la Belleza, esa que buscaba la poesía. Nuestra época premia y promociona el feísmo, privilegiando lo grotesco, lo deforme y lo claramente repugnante, y silenciando o menospreciando con burlas lo grandioso y lo sublime, aunque en ocasiones tolere lo simplemente bonito, reducido a lo aparente y externo. Poco tendrá que decir, pues, la poesía -en su sentido estético y académico-, si no es que, en clara contradicción de su sentido, aludamos a la poesía que destruye, la de la mentira y en engaño, la de la demagogia o la que invita a la aberración más manifiesta, presentándola como gozoso descubrimiento de liberación individual.

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            ¿A qué viene esta extraña disquisición sobre poesía, verdad, belleza y bien, se preguntará a estas alturas el lector? Seguramente a que me he dejado llevar por la fecha del 29 de octubre, próxima a la publicación de estas líneas; fue en ese día cuando un joven abogado llamado José Antonio Primo de Rivera quiso presentar -¡hace casi 90 años!- un nuevo planteamiento de afirmación española en un teatro madrileño; su pieza oratoria era un alegato a favor de la poesía que promete, con lo cual, conscientemente, unía los dos sentidos mencionados del término: el de Belleza, unida a la Verdad y al Bien -a los que llamó “categorías permanentes de razón”- y el de Creación, por más que a esto último se lo llevara la trampa de la historia.

            Si alguno, a estas alturas, se toma la molestia de buscar en Internet y leer aquel discurso de un 29 de octubre, encontrará en él un claro esquema dialéctico: crítica del Liberalismo, tanto en su vertiente política como económica; crítica de un Socialismo inficionado por el materialismo marxista, y propuesta de una alternativa distinta a las dos anteriores. ¿Qué habría podido decir hoy en un contexto tan diferente? Pensemos en la transformación del primero en un Neoliberalismo, tan relativista en lo ideológico como el original y mucho más potente en lo económico, con la supeditación del trabajo y de la producción al capitalismo financiero global, y la supervivencia del segundo -tras un fracaso estrepitoso a finales del siglo XX- en un marxismo cultural, abocado a negar éticas y antropologías, feroz adversario de la naturaleza humana, a la que el joven abogado se empeñaba en señalar dotada, de forma inalienable, de dignidad, libertad e integridad, en su doble dimensión de alma y cuerpo.

            Acaso nos pueda sonar, en la lectura del discurso, aquella queja de “la pérdida de la unidad espiritual de los pueblos” o del rechazo rotundo a que “se canten derechos individuales de los que no pueden cumplirse nunca en casa de los famélicos”, ahora que los índices de precariedad y de pobreza alcanzan a tantos hogares españoles; o lo del claro deseo de que “España recobre resueltamente el sentido universal de su cultura y de su historia”, cuando ambas son mediatizadas y tergiversadas con el fin de alienar a nuestros descendientes y controlar así el futuro.

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            Por lo tanto, aconsejo al lector de este discurso (y de otros textos posteriores del mismo autor, aún más importantes) que lo haga con perspectiva de actualidad y con clara facultad de adivinación, más que como recreo de un pasado cerrado; o, como dice el catedrático Luis Buceta Facorro, descubriendo “las intuiciones joseantonianas de larga onda histórica”, más que ateniéndose a la letra y al contexto de la época en que fue pronunciado.

            El joven abogado que quiso lanzar la poesía que promete frente a la que destruye fue asesinado, más que por político, por poeta (no versificador, claro), pues tal era su condición verdadera; ahora, sus restos tampoco podrán descansar en paz, por supuesto, movidos una vez más por la memoria democrático.

            Como dijo José Agustín Goytisolo al defender al oficio de poeta, “la materia del canto / nos la ha ofrecido el pueblo / con su voz. Devolvamos / las palabras reunidas / a su auténtico dueño”. Es decir, a ese pueblo español que, sometido a las veleidades de una mala gobernanza y a las ocurrencias de la poesía que destruye, está tan carente de pan, cultura, justicia y patria.

Autor

REDACCIÓN