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La antigua Grecia no era un estado propiamente, sino que estaba constituida por diferentes ciudades estado, llamadas polis (singular), con frecuencia enfrentadas entre sí, en las cuales se alternaban gobiernos de democracia y de tiranía. Cuando las cosas iban bien, se permitían el lujo de una demokratía, todos a meter baza en los asuntos de gobierno de la ciudad (politeia), pero cuando se ponían mal había que recurrir a un tyrannos que pusiera orden. Las democracias, al decir de los historiadores de la época, arruinaban la economía de la ciudad, mientras que las tiranías la levantaban. Aquí en España, recordemos, los primeros gobiernos democráticos también nos hundieron en la miseria. Ahora también, pero ésa es otra cuestión.
Como la polis era un estado independiente, se podía, dado el caso, convocar a todo el pueblo a una agorá (ágora en español) para tomar decisiones entre todos. Los resultados prácticos de tal sistema siempre fueron, cuando menos, dudosos, por no decir desastrosos. Suele pasar cuando a cualquier zascandil se le da voz y voto. Y es que además el poder del pueblo era absoluto y carecía de límites. Una decisión popular debidamente acreditada podía mandar al destierro (ostrakismós), e incluso a la muerte (zánatos), a cualquier ciudadano. No había una constitución que limitase los poderes de quien mandaba y que garantizase los derechos individuales. En aquellos tiempos la especie estaba por encima del individuo, al revés que ahora.
Este sistema tan peregrino cayó en desuso, hasta que a finales del siglo dieciocho, con motivo de la revolución francesa, se quiso volver a poner en práctica aquel ya olvidado y fracasado sistema. Todo el poder, para el pueblo llano, excluidos la nobleza y el clero. Pero no se podía convocar a todo el pueblo de Francia a una asamblea. Entonces inventaron y establecieron la representación. Las decisiones en la asamblea las tomarían los representantes del pueblo soberano, elegidos por sufragio para ese fin entre ese mismo pueblo
Y en ésas seguimos, dos siglos más tarde. Pero es que han avanzado tanto los tiempos, que ahora mismo sí sería posible convocar a todo el pueblo de España a unas cortes, evitando así todo el complicado y costoso proceso de la representación a través del sufragio.
Ya que tiene que haber democracia por obligación, todo el que quiera, que se dé de alta como votante en el congreso a través de la red informática. Sin ganar nada y sin que le cueste nada. El que no quiera participar, que se abstenga y deje las decisiones a los demás. Que el gobierno de turno, o los partidos de la oposición, presenten sus propuestas, que hagan la propaganda pertinente a favor o en contra, y que voten los ciudadanos directamente, sin necesidad de representantes. ¿Que eso sería un desastre? Pues claro que sí, ¿pero es que acaso ahora no lo es?
Cuando por primera vez se reunieron las primeras cortes democráticas, allá por los años setenta, lo primero que hicieron, la primera decisión que tomaron, fue fijarse el sueldo de sus señorías. De cuarenta mil pelas que cobraban los anteriores diputados franquistas, pasaron los nuevos a cobrar cien mil. Dos veces y media más, nada menos, no se anduvieron por las márgenes, ciertamente. Ya antes habían aumentado el número de doscientos cincuenta diputados a trescientos cincuenta, cien plazas más disponibles para los políticos profesionales. E inmediatamente, otra proposición aprobada, cómo no, según la cual los sueldos de los diputados y senadores serían vitalicios, lo que faltaba ya.
Habla, pueblo, habla. ¿Ya has hablado? Pues ahora, a callar hasta dentro de cuatro años. Habla, pueblo, y paga, eso sí, vota lo que quieras, como si no votas, pero no dejes de pagar. ¿Y ésa es la democracia tan magnífica que nos proporciona todo lo que podemos desear?
Con esta tan hipotética como imposible reforma (¿no quieren una segunda transición?) suprimiríamos el Congreso y el Senado, ¿se imaginan? La democracia sería más auténtica, directa, al más puro estilo griego original.
¿Cuántos millones de euros nos ahorraríamos los contribuyentes? Los que dejarían de cobrar los políticos profesionales, por eso nunca lo veremos.
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