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19-J, Andalucía. Mayoría absoluta del PP ciudadanizado y apologeta de la Agenda 2030. Se abre el paréntesis poselectoral, que compite en plúmbeo con el preelectoral. Es el momento ahora de que juntaletras, demoscópicos, cienciólogos del politiqués y periodistas de la CEU que han arribado a la SER o a un parecido puerto del emporio progre contrasten lo buenos augures que fueron, y hagan de arúspices ahora con las vísceras de los resultados.
Aun los más serios intérpretes coparán estos días los digitales discurriendo en torno al “terremoto” político que se ausculta, y en las redes asociales todo tipo de fauna interesada en la comedia partitocrática lanzará corolarios finos como esputos, corolarios sociológicos o meramente lacayunos, en torno a por qué ha votado lo que ha votado, en la elección de turno, el señor X, al que los expertos le practican una PCR electoral. Las gentes, en sus casas o en las conversaciones a distancia, analizan con un lenguaje que se aproxima al politológico (el escuchado en la tele y el visto en redes) la situación, celebrando unos el centrismo de Moreno Bonilla, lamentándose otros por el masoquismo de los obreros que votan a la derecha cacique.
Se desprende de toda esta excitación general que una mayoría de la población tiene fe en que la política nacional, otrora (muy otrora) verdadero teatro de la realidad española sigue poseyendo, entre sus propiedades, la cualidad de lo transformador. Y es entonces cuando se vuelve necesario recordar que esto no es sino una ficción (una ficción chusquera, escabrosa, sucia). Pues España es, en lo exterior, un eslabón subsumido en sendas correas legislativas, culturales y geopolíticas, la UE y la anglosajonia liberal-capitalista, y en la mendicante parcela de soberanía interior que resta tras lo anterior, España ha devenido en una colonia del separatismo regionalista (que pone y quita sus gobiernos, pone en jaque y formatea sus leyes y presupuestos, destituye a sus abogados del Estado, segrega sus funcionarios). Es esta una verdad evidente, muchas veces repetida por los sabios, pero es una verdad interesadamente ignorada por los sostenedores de la ficción democrática, y trágicamente por los españoles de bar y terraza (decir “españoles de infantería”, como se decía antes, para referirse a los españoles de hoy sería incurrir en un cierto surrealismo).
Confieso que contemplo esta realidad no tanto con asco sino con profunda pena. Uno, que tiene antepasados andaluces muy directos, sentía ayer, instintivamente, la emoción de un pueblo maravilloso reactualizando su historia, que es en lo que debiera consistir la política. Cuando contemplaba las imágenes de las viejas y viejos yendo a dejar su papeleta, me recreaba pensando en que ellos son lo más parecido que tenemos a la democracia de los muertos. Puesto que su memoria histórica, sea la que sea, es fruto de su trabazón con la vida, y no consecuencia de un relato acuñado por los inicuos o reproducido por ignorantes y falsarios. Ellos nos religan con tiempos más duros y reales, dando un brochazo de veracidad, con su sola supervivencia, a este mundo de hombres y mujeres prefabricados, insertos en una vida virtual, existencialmente progretizados hasta una náusea que convierte a la de Sartre en peccata minuta de la nausedad. Pero esa emoción era sólo eso, una emoción, es decir, romanticismo, debilidad espontánea. La razón se aplica entonces y se atisba el drama de un trampantojo necesario para perpetuar la gran estafa.
Todos los votos, salvo los de un partido -que no es tampoco la solución-, corrían, tras depositarlos en la urna, al mismo desagüe: el desagüe de la socialdemocracia, la sumisión alegre a la dictadura de la Unión Europea, la sumisión obscena a la Agenda 2030 y su programa totalitario y de ruina planificada, la destrucción de lo poco que queda en pie, y, cómo no, de toda posibilidad de soberanía y dignidad nacional.
Menos mal que siempre nos quedará la recreación melancólica, la evasión del presente mediocre por el pasado ubérrimo de belleza. Y, por ejemplo, aprovechar la excusa de las elecciones andaluzas para evocar, contra la barraca de feria en que la democracia convierte a los pueblos para su sainete, el barroco de furia de la vieja Andalucía. Ese distintivo sello que aún puede rastrearse en lo que en esa tierra es perenne: su olor saturante a azahar, su porte gallardo y fino, ese catolicismo hermosamente popular y sensualista. Esa, en fin, elegancia barroca que sólo Andalucía, y quizá el sur de Italia, han sabido elevar a estética vital, a entraña civil, a íntima poesía familiar, a hechura. Evocar todo eso. Emboscarse en tal pensamiento. Deleitarse en él, en la libertad de pensarlo y de dejar al alma volar a su textura, colmándola por unos minutos.
Aunque por poco tiempo, aún se puede entrar en una iglesia andaluza y ver a una vieja, quizá hermosa, quizá taciturna, en todo caso vestida con mantilla y deliciosamente enjoyada, rezar de rodillas en un banco con una rosa y un rosario. Y en ese momento, decirnos a nosotros mismos: Obsérvala bien, recuérdala. Pues quizá nunca vuelva a aparecérsete España.
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