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Irrumpe en la actualidad del día, como una hez de paloma caída desde las alturas gubernamentales en la alopécica testa española, la noticia de que la estación de Atocha va a ser renombrada como Atocha-Almudena Grandes, por apetencia y correspondiente dedazo de la titular del Ministerio de Transportes, una tal Raquel Sánchez, sustituta de Torrente-Ábalos. La idea forma parte de un plan más ambicioso que pretende añadir a las estaciones de tren de distintas ciudades (pasándose por el forro democrático la aquiescencia de tales municipios) los nombres de mujeres dizque excluidas por el historicismo heteropatriarcal, que sólo exhibe varones en sus apolilladas galerías: «Se trata de visibilizar el compromiso del Gobierno con la igualdad de género. Asignaremos nombres de mujeres a las principales estaciones del país, en un gesto cargado de simbolismo para recordar el nombre de mujeres que en muchas ocasiones la historia ha invisibilizado”, ha declarado solemne de idiocia la ministra transportista con repentinas ínfulas de André Malraux.

Muy invisibilizada que digamos no ha estado Almudena Grandes, la gran papisa de lo progre cañí durante los últimos treinta años de la vida española, en los que ha disfrutado de todo tipo de atalayas para estragarnos con sus ideas literarias de texto escolar de la Segunda República. Este gran plan quinquenal de socialismo ferroviario (iluso o loco el que haya pensado que el título de este artículo aludía a medidas aliviadoras de los precios actuales de Renfe, los más exorbitados de su historia) no es nuevo, sino que ya ha perpetrado horteradas más sutiles pero igual de absurdas como el añadido de “Clara Campoamor” a la estación de Chamartín, o de Guiomar a la de Segovia. Guiomar, o sea, Pilar de Valderrama (¿no es un machismo que se escoja el nombre machadiano en vez del suyo real?) era madrileña, pero Irene Montero supondrá que los segovianos la sienten como paisana por haber estado en relaciones con Antonio Machado, que tampoco era segoviano, pero como si lo fuera, ¿no?, que dijo, excusándose, Pedro Sánchez cuando habló de Soria como la cuna de Machado. En fin, sutilezas fascistas.

Lo primero que nos ha apetecido tras enterarnos de la boba noticia es ciscarnos, a lo Eduardo García Serrano, en semejante cenutria, insulsa y perniciosa politicastra, y en su cateta ocurrencia. Pero después de haber domesticado el instinto y la violencia que emanan del sentido común estuprado por la férula de un poder sátrapa e iracundamente bárbaro, nace preguntarse por qué la principal estación de transporte de media y larga distancia de la capital de España ha de ver manchado su sobrio nombre tradicional por añadirle arbitrariamente, con una arbitrariedad nominalista propia del régimen del que abjura el negociado progre, el nombre de una generadora de odio y división como lo fue Almudena Grandes, que a un talento literario absolutamente inane unía una cosmovisión de mayor caquexia que la que adolece la facha del pobre Echenique. La respuesta es, no obstante, de una sencillez aplastante, pues la finada, como todo el mundo sabe, reunía con paradigmática entidad los méritos que más pondera el Gobierno. Esos méritos no tienen nada que ver con su literatura o un supuesto madrileñismo que hace que los huesos de Galdós, de Umbral y de otros grandes y genuinos cultivadores de lo madrileño convulsionen en su tumba. Los méritos se reducen dos: ser mujer y ser una miliciana dogmática de las ideas que mandan, ejerciendo durante décadas el papel, en eso que llaman mundo de la cultura, de machaca soviética de todo lo que se moviera a la siniestra de Franco, que para ese mundo o inframundo es todo lo que no se diga explícita e histriónicamente izquierdista. Lo que efectivamente haga tal izquierda no importa tanto, pues la izquierda de este país es protestante, la fe en la izquierda -y no el celo en las obras- es lo que emplea como termómetro de su creencia.

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Resulta asombroso constatar cómo se cumple el apotegma de Toynbee hasta en una época tan presuntamente iconoclasta como la nuestra: toda élite tiene la necesidad de erigir ídolos que la legitimen, y con los que confundirse. En la elección de los nuevos ídolos se revela el gusto y la clase, o la bajeza y la amoralidad, de una élite y sociedad dadas: ese ídolo es el valedero que la élite elige para justificarse ante sus mandados y ante la propia Historia. No es baladí la cosa. Al margen de la arbitrariedad y la absurdez de la medida, Almudena Grandes es un personaje de extraordinario consenso para un régimen de poder cultural y simbólico muy definido. En ese sentido, Grandes resulta tan buena metáfora humana e intelectual de la sociedad que la ha encumbrado como Víctor Hugo lo fue, en su día, de la suya. Desde ese punto de vista no podemos quejarnos de la elección: Grandes es un muy fiel reflejo de nuestra nada.

La técnica de ingeniería social consistente en modificar el nombre tradicional de las cosas no es invención de las lumbreras que gobiernan. En su Viaje por España, Gautier narra su visita a un pueblo castellano en el que pudo presenciar cómo unos mozos borraban el letrero PLAZA MAYOR para escribir PLAZA DE LA CONSTITUCIÓN. Eso es el liberalismo en España, yeso sobre granito, escribe el agudo y romántico Gautier. Eso es la modernidad, añadimos, una imposición artificial sobre la libertad consuetudinaria, sobre la tradición popular, sobre la vida multiforme y rica del pueblo. La Plaza Mayor de aquel rincón de Castilla seguirá siendo llamada así por los oriundos, y Atocha, mal que le pese a la ministra, seguirá siendo Atocha a secas.

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