20/09/2024 12:59
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Cómo sé lo que nos jugamos en las elecciones del próximo 4-M y estoy de acuerdo en que aquí las cartas ya están sobre la mesa, o sea que esto más que unas elecciones es un PLEBISCITO, dado que lo que se decide es COMUNISMO O LIBERTAD, me ha parecido «de primerísima necesidad» tratar de abrir los ojos a esa buena gente que todavía creen que los Iglesias y demás ralea son, eso que ellos dicen, «casta política», porque eso no es verdad, ellos son COMUNISTAS y como tales defensores de la DICTADURA comunista (la de ayer en Rusia y hoy en Venezuela,  Cuba y etc). Es decir, que cuando ellos hablan de Democracia no están hablando de la Democracia que tenemos desde el 78, sino de la DEMOCRACIA POPULAR, o sea, de la Democracia comunista, la Democracia en la que sólo pueden hablar, pensar, escribir e incluso vivir, los que sean comunistas, y no sólo comunistas, sino comunistas con carnet (carnet del Partido, por supuesto).

             

Y por ello creo de interés para los madrileños que todavía tengan dudas sobre su voto para el 4-M («Comunismo o libertad y España») mostrarles algunas «pruebas» de lo que es el Comunismo.

             

 Hoy, les reproduzco (aunque en realidad quien debiera leerlo en especial es el señor Sánchez) un pasaje curioso de la Segunda República, del que las Izquierdas del «Frente Popular» no quieren hablar.

            

Pasen y lean:

 

Los comunistas son implacables

ASÍ SE CARGÓ STALIN A LARGO CABALLERO

 

Jesús Hernández: “Yo fui Ministro de Stalin”

 

 

 Stalin, contra Largo Caballero. Consumatum est. Las razones políticas del odio de Moscú. Sabotaje militar de los «tovarich». Negrín, candidato del Kremlin. El «Gobierno de la Victoria». Guerra al P. O. U. M. La G. P. U. secuestra a Nin

 

EL Cinema Tirys, de Valencia, estallaba de gente. El escandaloso anuncio del mitin había despertado extraordinaria curiosidad. Mi nombre iba asociado a cierta fama de oratoria agresiva, y los espectadores presumían que «pegaría duro». El agit-prop del Partido se había movilizado bien, y ya había trascendido que iba a «meterme» con Caballero. La expectación, pues, estaba justificada.

Entre el cordelaje y telones del escenario, José Díaz me decía:

—Hay que hacer de tripas corazón. La decisión es la de acabar con Largo Caballero. No hacerlo es tu «caída» política. Y eso no debe ocurrir de ninguna manera.

—Del coraje que tengo siento ganas de gritar, de insultar, de pelearme con alguien. ¡Esto es una insensatez!

—Si pierdes la serenidad, lo echamos todo a rodar.

—¿Pero es que nos hemos de pasar la vida obedeciendo órdenes que contraríen nuestro modo de pensar, aunque tengamos la convicción de que son opuestas a nuestros intereses?

—¡Quién sabe lo que piensan en Moscú! Estoy seriamente preocupado. Creo que todo esto son cosas de nuestros «consejeros»; me resisto a creer que sea obra de Stalin. De todas maneras, cualquiera que sea nuestra opinión, ahora no hay otra que la del Buró Político. Resistirte sería un harakiri sin provecho alguno.

—¡Pero si para atacar a ese hombre tengo que mentirme a mí mismo!

—Pues miente. Esa es la decisión del Partido. Y aunque nos duela ya sabes el principio: es preferible equivocarse con el Partido a tener razón contra él.

—¡Es formidable! —exclamé—. Nos encadenan nuestros propios principios. Somos prisioneros de nosotros mismos.

En el amplio salón resonaban las voces del coro en masa de la multitud:

«…Ni en dioses, reyes ni tribunos Está el Supremo Salvador…» Todos ellos tenían un Dios: Stalin.

Todos ellos tenían un reino: Moscú.

Nosotros, yo el primero, se lo habíamos esculpido en los sesos.

Y rodó la palabra acusadora. Rodó hasta provocar delirantes estallidos de entusiasmo en la masa partidaria, lealmente adicta.

«…Pedimos al Gobierno que preste más atención a los deseos del pueblo… Exigimos al Gobierno que limpie de basura la propia casa… Los mandos del Ejército deben ser depurados… la industria de guerra acelerada… Cuando el Partido Comunista señala a un hombre que el pueblo repudia (Asensio) es una necesidad para el Gobierno dar satisfacción a ese clamor de la calle… Hay que impedir que el enemigo planee sus operaciones en nuestro propio campo…»

La crisis, virtualmente, estaba planteada. El Gobierno de Largo Caballero había sido herido de muerte.

 

*

El jefe del Gobierno, tan arteramente herido, reaccionó de la única manera que podía hacerlo: dimitiéndome.

El lunes, al llegar a mi despacho del Ministerio, un sobre con membrete de la Presidencia me hizo comprender su contenido, sin necesidad de leerle. La breve misiva decía: «Después de sus manifestaciones públicas en el Cinema Tirys el día de ayer, considero inadecuada su permanencia en el Gobierno de mi presidencia.»

Contesté al Presidente diciéndole que «mi colaboración no era personal, sino en representación de un Partido por mandato del cuál y reflejando la opinión del mismo había hablado en el Cinema Tirys; que inmediatamente daba cumplimiento a su decisión, pero que ello implicaba el cese de la colaboración gubernamental del Partido Comunista».

Mi argumento no tenía ninguna fuerza legal. Constitucionalmente los ministros eran designados por el Presidente del Gobierno, quien tenía plenas facultades para revocarlos. Los Partidos políticos podían proponer los candidatos pero los nombramientos eran de exclusiva decisión del Presidente.

Caballero vaciló. Era difícil en aquel momento prescindir de la colaboración gubernamental de los comunistas. Pidió al Buró Político la designación de otro ministro. El Buró Político se negó a ello. Caballero se allanó a la imposición. La enorme autoridad del líder obrero a quien se había llegado a de- nominar «el Lenin español», Presidente del Partido Socialista y Presidente de la Unión General de Trabajadores, las dos organizaciones proletarias numéricamente más importantes del país y de más añejo prestigio, cayó a tierra hecha añicos. Después de esta claudicación el agitprop del Partido se puso en plena actividad. Fueron suficientes unas semanas para que aquel coloso de la autoridad política quedara convertido en un guiñapo invertebrado al que se iba a arrojar del poder como se arrumba en el desván un trasto inservible. Caballero estaba vencido.

Los «tovarich» podrían telegrafiar a Moscú: «Consumatum est».              

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Claro que el Eteocles de la Moncloa se lo tiene bien merecido y su final será muy parecido. Al tiempo.

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