22/11/2024 02:10
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La prensa y la radio insisten machaconamente en la división del Gobierno, entendiendo que hay dos minigobiernos, el de Pedro Sánchez -legalmente responsable de las decisiones que tomen sus ministros- y el de Pablo Iglesias, al que toman por una especie de salteador, por un bárbaro necesario, que hace y deshace sin encomendarse al Presidente.

Presentan como apoyo a esta tesis la multitud de ocasiones en que los podemitas del Gobierno han lanzado sus demagogias y los socialistas del Gobierno han tenido que salir a negarlo, matizarlo, encauzarlo, minimizarlo, medio negarlo y, en resumen, marear la perdiz para que en Europa no se les echen encima.

A mi, por el contrario, no me parece que en el Gobierno haya dos grupos. No soy muy listo, pero tengo los años suficientes para haber vivido ya algo así y aún conservo la memoria para recordarlo. En mi modesta opinión, no es que Pablo Iglesias vaya por libre, poniéndole la zancadilla a Sánchez, mientras que Pedro Sánchez y los suyos no paran de apagar los fuegos que aquél va encendiendo. Para mi, esto se parece mucho a otra época: aquella en que Felipe González usaba a Alfonso Guerra como el malo, el extremista, el perro de presa que azuzar mientras él posaba de amable, simpático, tolerante y aceptable.

Como en todo, es evidente que hay diferencias. No son los mismos los tiempos, ni ahora es el PSOE el partido que muestra dos caras -según a qué parte del electorado mire-, sino que hay dos partidos que ocultan su verdadera cara tras la máscara del Gobierno compartido. Además, es indudable que don Alfonso Guerra tenía mucha más cultura y mucha más gracia -si se quiere, como las avispas, pero la tenía- que este Pablo Iglesias.

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Pero en el fondo -lo que comentaba hace unos días en estas mismas páginas– la historia se está repitiendo en lo fundamental. Y el error es considerar que este Gobierno está dividido, que tira hacia dos lugares diferentes, que los ministros de diferentes partidos no se hablan entre si.

Creo que fue Rodríguez Zapatero el que dijo que el PP acababa con una década de retraso donde ya había estado el PSOE, aserto perfectamente demostrable en temas como el divorcio, el aborto, el matrimonio homosexual y tantas cosas. En este Gobierno, podríamos decir que la parte socialista acaba, diez días después, donde ya estaba la parte comunista.

¿Por qué ocurre esto? ¿Porque Pedro Sánchez teme que, si se planta en sus posiciones teóricas -las que ofreció como promesas electorales y las que pregona en la UE-, Podemos lo deje compuesto y sin Moncloa? ¿Porque teme que, si pone freno a los comunistas, en las próximas elecciones se lo hagan pagar los chulos, los vagos, los maleantes y las tiorras? ¿Porque, simple y llanamente, teme a Pablo Iglesias?

En mi opinión, no. Pedro y Pablo tienen sus papeles perfectamente repartidos, como en su día Felipe y Alfonso. Pablo tira las piedras, Pedro se hace el sorprendido, simula llevarle la contraria, hace ver que intenta hacerle razonar, pero al final cede. ¿De verdad Pablo tira las piedras motu proprio? ¿De verdad Pablo Iglesias actúa por libre? ¿O es que Pablo Iglesias pone la cara para que a Pedro Sánchez no se le caiga la máscara y pueda seguir manteniendo el disfraz de tolerante ante la UE y ante los necios autóctonos?

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A mi modesto entender, todos estos rifirrafes gubernamentales -que a cualquier persona intelectualmente desarrollada le haría caer la cara de vergüenza-, no son accidentales, ni son falta de comunicación, ni son prepotencia comunista y achantamiento socialista. Todo esto obedece a un plan perfectamente preparado, por la sencilla razón de que Pedro Sánchez es tan ultraizquierdista como Pablo Iglesias, desea el mismo sistema soviético y tiene la misma querencia guerracivilista, pero teme que -si lo muestra- muchos socialistas lo abandonen. De esta forma, Pedro Sánchez parece sacrificarse por el bien del partido, es el mártir que -según decía hace unos meses- no duerme por tener a Podemos en su Gobierno. Pero consigue, paso a paso, el Estado socialista -entendido al modo de la extinta URSS-, que es su meta.

Autor

Rafael C. Estremera