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A pesar de que el pasado lunes 6 de diciembre se conmemoró como de costumbre la Constitución de 1978, a nadie escapa que, en contra de su texto y espíritu, en España hay ciudadanos de primera y de segunda. Una distinción que no se puede atribuir a razones de cuna o a los designios de la fortuna, sino a la transgresión del principio de igualdad ante la ley que establece la mencionada Constitución y que rige –o debería hacerlo– cualquier sociedad civilizada. Una desigualdad que no tiene nada que ver con la capacidad o el mérito, y que responde, únicamente, a la proximidad o lejanía a determinados posicionamientos ideológicos.

Ya se sabe, basta etiquetar a alguien como “fascista” y muy pocos osarán defenderlo por miedo a ser marcados con el mismo estigma. Y basta ser comunista o separatista para gozar de notables regalías.

Así, hay una parte de la sociedad que se siente legitimada para discriminar, ofender, amenazar y agredir a la otra, y puede hacerlo impunemente. Mientras las víctimas “deben” soportar a diario tales abusos sin esperar el amparo o auxilio de unas autoridades cómplices por acción u omisión.

Cualquiera que haya vivido en España en las últimas décadas puede constatar cómo siempre son los mismos quienes, bajo la bandera del “antifascismo”, ejercen la violencia en sus más variadas formas en la calle, en el colegio, en la universidad o en el trabajo para imponer su ideario y voluntad. Y que estos delincuentes, con demasiada frecuencia, campan a sus anchas con total impunidad.

Tenemos ejemplos de ello a diario y a nadie escapan los privilegios que disfrutan los criminales pertenecientes a las sectas disolventes roja y separatista. A pesar del empeño de tantos simpatizantes del delito por ocultarlo o quitarle hierro.

Los recientes indultos concedidos por el Gobierno a los golpistas del 1 de octubre de 2017, o a la peligrosa perturbada Juana Rivas, retratan a la perfección no sólo a los políticos socialistas, comunistas y separatistas que lo conforman, sino también a los jueces prevaricadores y a los periodistas encargados de proporcionar la cobertura mediática necesaria para encubrir o lavar los delitos de todos ellos.

De hecho, nunca falta un periodista que justifique cualquier barrabasada; véase el típico Fernando Jáuregui de turno afirmando –apenas un día después de la efeméride constitucional– que “para que se cumpla la Constitución hay que modificarla” (literalmente, el 07-12-2021 en la cadena de la Conferencia Episcopal, 13 TV). Claro que sí. Y para acabar con el crimen la solución es despenalizar el asesinato y el robo. Pero qué ganas de complicarnos, ¿verdad? Con lo sencillo que es todo.

Bromas aparte. Fruto de esta anómala situación en la que desde los medios se blanquea lo que sea, se aplaude el delito y se defiende al delincuente, se ha asesinado en España durante toda la democracia, y se ha discriminado hasta hoy en todos los ámbitos de la vida. Lo que ahora se llama “cultura de la cancelación”, siguiendo el eufemismo puritano anglosajón para suprimir al disidente, lleva haciéndolo El País y la SER desde hace décadas. ¿O es que el apartheid en Cataluña y las provincias vascongadas comenzó ayer? ¿Ya no nos acordamos de la expulsión y huída de miles de profesores de Cataluña –veinte mil más o menos– con la colaboración del PSC, UGT y CCOO, y el silencio del PP? La verdad es que eso de la “cancelación” no es más que una nueva forma de denominar el asesinato civil bajo los mismos presupuestos ideológicos que justificaban el tiro en la nuca; a saber, la resistencia a la imposición por la izquierda de sus postulados ideológicos totalitarios. Porque es evidente que sólo hay una forma de llamar a la liquidación –física o civil– de cualquiera que se atreva a ir contra la “corrección política”: Totalitarismo.

En la actualidad ya no quedan apenas espacios donde no lleguen las imposiciones liberticidas decretadas por los ulemas de las cortes, los muftíes de las ondas y los imames de la prensa políticamente correcta. Y mientras los disidentes se esmeran por no despertar sospechas y sortean a diario, como pueden, los edictos morales de la última fatwa en nombre del “progreso”, otros ciudadanos pugnan entre sí por ver quién pisotea más y mejor la ley, la democracia, la Nación y el diccionario. Muchos periodistas, políticos, profesores, jueces y fiscales, corrompidos y degenerados, son cómplices de la destrucción del “Estado de Derecho”, del hundimiento de la educación y del envenenamiento de la convivencia en España. Sin olvidar a todos esos arribistas de las minorías colectivizadas y oenejetas ganados para la causa a través de los presupuestos estatales o autonómicos.

No cabe ocultar más que el PP y la Iglesia claudicaron hace mucho, cediendo una y otra vez y dejando hacer a la izquierda a su antojo. En ese tránsito hacia la nada, la “derecha” se sumó a los socialistas tiempo atrás, traicionando a todos los que dieron la vida o empeñaron su esfuerzo por España, la libertad y la Constitución. Recordemos la liquidación de Vidal Quadras en Cataluña y de María San Gil en las Vascongadas. O ese PP en el que el aristogordazo Méndez de Vigo desmentía en el Congreso a la Alta Inspección Educativa para afirmar que no había discriminación en las aulas catalanas… O ese día en el que Isabel Díaz Ayuso negó que hubiera adoctrinamiento en las aulas madrileñas ¡porque no había denuncias! Argumento parecido al empleado por la Generalidad catalana para justificar la inmersión y el incumplimiento de la ley: Como impera el temor y la gente no quiere líos es que hay “normalidad”. ¿¡Pero es que acaso no fue la pepera Cifuentes quien dio barra libre al “enfoque de género” en educación y la que volvió a regar los sindicatos con fondos públicos!?

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Hoy el “Defensor del Pueblo” socialista, Ángel Gabilondo, se pone de perfil para no defender a esa familia en Canet de Mar a la que se impide que su hijo de cinco años pueda recibir ¡un 25% de enseñanza en castellano! Pero nadie en el PP se escandaliza ni hace nada porque se pisotee el artículo 3 de la Constitución –“El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”– y se tolere la limosna aprobada por el Tribunal Supremo.

A nadie escapa ya que bolcheviques y liberales son hoy dos patas de una misma tiranía. Y que PP y PSOE, con sus respectivos satélites, conforman un aberrante monstruo bicéfalo contra la Nación y sus ciudadanos. Algunos lo llaman globalismo, pero, sin duda, es totalitarismo. O, como acuñó el profesor Carlos Astiz: Globalitarismo.

No nos engañemos: sólo hay una forma efectiva para combatir la tiranía: la lucha. Lucha en todos los frentes y sin cuartel contra los tiranos y sus cómplices oportunistas. Denunciando a los administradores de la ruina y la desesperanza. Desenmascarando a esa Comisión Europea que marca la agenda de quienes nos gobiernan. Ya no cabe refugiarse en comunas, cenobios o falansterios, ni apartarse del mundo como los eremitas o haciéndose un ovillito. No cabe la renuncia, dejando expedito el terreno al enemigo. La nueva dictadura no nos da siquiera esa opción. El camino emprendido por China es ya una realidad: un estado omnímodo y despótico, con un sistema de control absoluto del que nadie puede escapar. Conocemos el modelo: millones de cámaras, libertades restringidas y cambiantes según decida el Estado, derechos por puntos, campos de reeducación, concentración, trabajo y exterminio; opacidad informativa completa respecto a los abusos del Poder e impunidad total de éste para cometerlos. La tiranía perfecta. O acabamos con ella señalando y derribando a sus lacayos o acabará con nosotros. Ya lo está haciendo.

Autor

REDACCIÓN