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El barón de Montesquieu, escribió su obra a mediados del siglo XVIII, cuarenta años antes de la Revolución francesa de 1789, y por tanto antes de la implantación del Estado napoleónico, registros civiles, y también mucho antes de la revolución industrial, las comunicaciones, la radio, los automóviles, los aviones, la televisión, los ordenadores y los teléfonos móviles. Y como miembro de la Ilustración francesa tenía en su intención establecer las bases de aplicación universal para el funcionamiento de la sociedad, lo que le llevó a la idea de que para que una sociedad funcionase bien debía de haber independencia de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial.

            Mucho ha cambiado el mundo en estos más de doscientos cincuenta años, pues aparte de los conocimientos científicos, los inventos tecnológicos y su incidencia en la forma de vivir, el sector público, es decir el ejecutivo, a través de la Administración Pública ha crecido enormemente, la legislación ha invadido todos los aspectos de la vida y las dinámicas social, laboral y mercantil han dado lugar a una enorme conflictividad haciendo necesaria la existencia de muchos juzgados. La situación actual apenas se parece a la que vivió el Barón de Montesquieu.

            En nuestra Monarquía Parlamentaria el ejecutivo y el legislativo son totalmente dependientes entre sí. Se vota para definir la cámara legislativa y de su resultado se deduce el ejecutivo. Si la legislación fuera fruto de representantes que dependieran personalmente de sus votantes y que tras su libre discusión quedaran redactadas las leyes, gozaríamos de un cuerpo legislativo estable. Hoy día nadie pide la independencia de ambos poderes, incluso se consiente que, a través de la disciplina de voto y de la confección de las listas cerradas, no se tenga conocimiento de la actuación personal de los diputados electos y consecuentemente, la sociedad no se considera representada por los diputados que figuran en la lista cerrada que, en su día, introdujera en una urna. La única independencia que todo el mundo pide es la del poder judicial, y sin embargo actualmente está hipotecada al depender de los políticos, porque los miembros de sus órganos de gobierno  son designados por los partidos en función de su importancia relativa en la cámara legisladora.

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            El poder es uno, y lo ejerce el líder del partido político que obtiene la mayoría suficiente para formar Gobierno y para legislar, porque el que ejerce el poder no se limita a ejecutar los actos de gobierno en desarrollo de las leyes, sino que pretende hacer las leyes y ejecutar su desarrollo. La anterior afirmación la he constado muchas veces preguntando a cualquier persona, ¿Quién ejercía el poder en el año tal? Siempre me han dado una contestación concreta y ninguno nunca me ha dicho ¿en cuál de los poderes? Y ello es así porque en el legislativo y en el judicial el poder no recae sobre una persona, sino que, el legislativo se diluye entre más de quinientos diputados y senadores y el judicial entre cientos de jueces bajo una auténtica  tutela que garantiza medianamente su independencia y que es ejercida por los veinte miembros del Consejo General del Poder Judicial designados, como se ha dicho, por los partidos.

Me parece más realista reconocer que lo que realmente hacen los jueces es una función, que además, actualmente consiste en verificar si se cumplen o no las leyes escritas, esto es, el derecho positivo. El sentimiento de justicia o injusticia lo tiene  cualquier niño pequeño al que le hayan castigado sin razón, y aunque él no sepa decir qué es la justicia, sabe que ha sido castigado injustamente. Este sentimiento de poder acudir a un Juez a que te “haga justicia” es poco visible en la actualidad ya que la legislación es minuciosa en exceso dejando al juez un margen muy estrecho para apreciar las circunstancias y responder a esa aspiración subjetiva.  

            Pero aparte de estos poderes, que podríamos calificar de públicos, la sociedad de hoy conoce otros poderes como son el poder financiero, ejercido por la banca y el poder económico de las grandes empresas, ambos muy cerca del oligopolio; el poder de los medios de comunicación social, radios, televisiones y prensa escrita, también agrupadas en un par de oligopolios, y que además dependen en gran medida del poder político o de la publicidad de empresas e instituciones; un poder de incidencia creciente en la libertad como es las nuevas tecnologías que a través de internet llegan a controlar movimientos y opiniones personales, ofreciendo seguridad a cambio de ceder libertad y invadiendo de tal modo las relaciones humanas que en el caso de que alguien no participe de estas nuevas tecnologías, se encontraría marginado socialmente.

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            Todos estos nuevos poderes que podríamos llamar “privados” tienen tal influencia sobre la sociedad, que requieren un control que garantice la libertad de las personas. Sin embargo las cosas no van por ahí. Con motivo de la pandemia se han adoptado acuerdos a nivel mundial en el sentido de que los Estados no son capaces ellos solos de hacer frente a este tipo de crisis, entendiendo que es preciso la colaboración de grandes empresas multinacionales mediante la cooperación público-privada, lo cual presenta una cara amable y conveniente, pero hay que ser consciente que, forzosamente, esta colaboración implica que los Estados dependan en mayor o menor medida de empresas de capital privado y que, naturalmente, tienen su objetivo: obtener beneficios.

            En conclusión y  puestos a desear una consolidación de la verdadera democracia y de la libertad haría falta robustecer la independencia de la Justicia y la independencia de los representantes elegidos libremente por la sociedad para la elaboración de las leyes, con un poder  ejecutivo que, en lugar de ocuparse de legislar, administrara los presupuestos del Estado y de la Seguridad Social y defendiera a la sociedad de los nuevos poderes privados cuya influencia sobre la sociedad requiere, como ya se ha dicho, el debido control.

Autor

REDACCIÓN