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He visto el discurso del Rey Felipe VI, y en él una descarga frondosa, pesada y difícilmente digerible de palabras vacías repletas de lugares comunes, aunque otras muy repugnantes por su sibilina defensa del globalismo apátrida.
La pose dialéctica de Felipe VI ha sido hierática, hermética, incolora, indolora e insípida.
Su verbo ha sido anémico y ayuno de toda energía.
La línea argumental de su discurso, puesta en bucle, podría recomendarse como eficaz remedio contra el insomnio.
No obstante ha habido una parte de la alocución tremendamente significativa, que el ciudadano falto de información habrá pasado por alto y que el que se define como convencido “patriota”, si es monárquico, no habrá querido asumir o simplemente orillará voluntariamente cuando analice el discurso del Rey.
Y es que el discurso de Felipe, perfectamente extrapolable a cualquiera de los de Pedro Sánchez, ha emanado loas a la “economía verde”, los mecanismos de “gobierno global”, la “sostenibilidad” o la “digitalización”. Ello tras hacer una apología entusiasta, sin ninguna neutralidad, acerca del proceso de vacunación o de los éxitos en creación de empleo de nuestra economía.
Se ha tratado de una defensa preclara de los postulados de la Agenda 2030 donde además no ha faltado la referencia al supuesto éxito de nuestra integración en la Unión Europea o la necesidad de mecanismos de gobierno mundial “como ha demostrado la crisis sanitaria” del Covid.
Para quitar hierro a la empanada dialéctica progre y globalista que se ha marcado, Felipe VI ha mencionado la Constitución de 1978. Como nuestros lectores saben, éste es lugar común defendido igual por un socialista, un podemita o un pepero; que lo mismo vale para un roto que para un descosido. Lugar que el monarca ha relacionado con los “40 años de prosperidad y democracia”.
Por “prosperidad” de estos 40 años el Rey parece entender el desmantelamiento de la clase media que en 1975 era el 60 por cien de la población; el hachazo tributario que devora a los trabajadores con impuestos verdes o dictadura ecologista; la ruina energética consecuencia del desmantelamiento de las centrales nucleares y térmicas legadas por el franquismo; o el éxito político de la banda terrorista ETA y de las leyes de memoria histórica de la izquierda que ocupan el poder y la hegemonía.
Ni una sola palabra ha tenido el monarca hacia la persecución social, mediática y política que una criatura menor de edad y sus padres están teniendo en Cataluña por reclamar el derecho a recibir un 25 por cien de clases en español. Ni una sola palabra por la defensa de la dignidad nacional y el coraje patrio concentrados estos últimos días en una familia catalana y española, española y catalana, combatiendo a los enemigos de nuestro idioma, nuestra Nación y de la Corona.
Las palabras del Rey han sido áridas pero inquietantes. Nada de defender el producto autóctono español o la reindustrialización de España; pero sí de ceder más soberanía a entes supranacionales que amputaron nuestra agricultura o industria. Nada de defender la unidad nacional; pero mucho palabrerío como “sostenibilidad”, “diálogo” o “economía verde” en perfecta consonancia con las élites globalistas. Nada de defender la libertad y los derechos elementales de los españoles; pero sí una apología entusiasta de la vacuna, de la gestión de la crisis y hasta del empleo que se crea en España -y que no es más que bazofia de contratos basura, sin derechos ni estabilidad-.
Nada del niño catalán sacudido por la turba enemiga de España, pero sí una diarrea de palabras huecas para satisfacer a la izquierda y justificar la disolución de la Soberanía de España en el magma mundialista del terror sanitario.
Jamás vi un discurso “real” de Nochebuena tan pétreo, aburrido, pero a la vez inquietante por cuanto supone de asunción plena de la agenda globalista envuelta en la neolengua de la Agenda 2030. Jamás vi a España tan ausente en el mensaje navideño de un jefe del Estado, pero tan presentes en el mismo a los enemigos internos y externos de España que desean desarmarla por completo.
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