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Durante los últimos cinco mil años el hombre ha vivido convencido que debía evitar la mirada de un bizco o confiado en pasar una mano por la chepa de un giboso. Creencias inútiles que nos llevan a ir contra nuestra razón cuando intentamos resolver problemas de forma práctica, para depender de la diosa Fortuna o de la Suerte. Por superstición dejamos de hacer algunas cosas y evitar otras.

El hombre sigue siendo el único animal que da mil rodeos para no pasar por debajo de una escalera o cruzarse con un gato negro. Todos hemos sido recriminados alguna vez por derramar sal y observado que había gente que salía a la calle siempre con el pie derecho.

La verdad es que generaciones de maniáticos nos han precedido. Sócrates temía al mal de ojo; Aristóteles creía en la quiromancia y Augusto llegó a practicarla, mientras Julio César temblaba al oír el canto del gallo. El poeta Virgilio, en el siglo I antes de Cristo, tenía pasión enfermiza por las mariposas, mientras que a Nerón le levantaban el ánimo los toros, que en su tiempo comenzaban a llegar a Roma desde África, según nos cuenta Pancracio Celdrán. Carlomagno, que se coronó emperador el día de Nochebuena del año 800, buscaba anillos encantados para evitar desgracias y edificó un palacio junto a un lago, porque le dijeron que un mago había arrojado un anillo mágico a sus aguas; y así se fundó Aquisgrán.

Enrique VIII de Inglaterra culpaba a magos y hechiceros de su boda con Ana Bolena, en el siglo XVI; María Estuardo, reina de Escocia y Francia, que mandó decapitar en 1587 a la reina Isabel I, echó las cartas un día antes de su ejecución y le salió el palo de espadas completo. El humanista Erasmo de Rotterdam sufría calenturas si le ponían delante un pescado. Catalina de Médicis, esposa de Enrique II de Francia, vivió esclavizada por la superstición y consultaba con frecuencia a Nostradamus, en la segunda mitad del siglo XVI. Su hijo Enrique III dedicó su vida a la magia. Y Luis XIV fue seducido por sus amantes, madame de Lavallière y madame de Montespan, mediante filtros y bebedizos.

Pedro el Grande, zar de Rusia a finales del siglo XVII tenía terror a cruzar un puente y prefería hacerlo a nado o en barca. Ladislao de Polonia echaba a correr cuando veía una manzana. Federico II de Prusia no soportaba el número trece o ver un cuchillo y un tenedor cruzados sobre el mantel. Horacio Nelson, el almirante inglés muerto en Trafalgar en 1805, mandó colocar en el palo mayor de su nave una herradura, que no le sirvió para evitar su muerte. Mientras Napoleón Bonaparte no soportaba la presencia de un gato negro; cuentan que vio uno el día de su derrota en Waterloo; sin embargo, el político inglés Winston Churchill, los acariciaba porque creía que le daban buena suerte los gatos. El presidente Harry Truman mandó colgar en su despacho de la Casa Blanca una herradura.

Todo está relacionado con las aspiraciones del hombre, ya desde el Paleolítico, de hallar remedio a los males y sucesos que se escapan a nuestro control y del gobierno de nuestra voluntad. La magia de la superstición proviene de la limitación humana. En la medicina homérica, la palabra pharmakon equivalía a hechizo; medicina de encantamientos y maleficios reconocida en Grecia por filósofos como Platón.

El pensamiento científico fue incapaz de desmantelar la querencia telúrica, el apego a la magia en la salud, el amor, la procreación, la pasión y el deseo. El paciente aceptaba cualquier cosa para salir de su postración. Recuérdese que la Medicina fue antes una creencia que una ciencia. Los griegos aceptaban la existencia de milagros.

Cuando el maestro Pedro Ciruelo escribió Reprobación de las supersticiones y hechicerías (1541); admitió la posibilidad que las brujas volasen en escobas. Poco después, Francisco de Quevedo escribía burlón sobre la candidez de quienes, por pereza mental, daban pábulo a estas cosas:

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Cuando el cuervo siniestro te graznare

la sal se derramare,

el espejo se rompiere

o temeroso sueño te afligiere,

armaráste severo

contra la Amenaza del agüero.

 

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REDACCIÓN