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Como argentino, soy parte de un país donde todos los gobiernos nos exigen a los ciudadanos, cada cierto período presidencial, un nuevo “sacrificio”. Crisis y errores propios – que escapan a los signos políticos de quienes están a cargo de las instituciones – son frecuentes. Pero no es el momento de hacer un balance de cada administración, sino de observar la pérdida de todo valor semántico originario en los regímenes que padecemos por estas costas. Me refiero a que el sacrificio que se nos endilga a cada ciudadano como meta de un futuro mejor, nada tiene de sacrificio colectivo, como sí lo tenía en las sociedades antiguas o tradicionales, pues “sacralizar la labor” conllevaba un principio fundamental: entregar el cordero mejor alimentado en las fiestas sagradas determinaba un tributo a los dioses y un banquete repartido entre los comunes miembros de esa sociedad. Sacralizar un bien del que todos participarían.
Desde que la modernidad nos impuso el privilegio de ser ciudadanos, los tormentos del castigo son comunes a los más débiles, es decir no a quienes nada pueden entregar, sino a quienes apenas pueden hacer frente al mismo. Y, obviamente, ese desprendimiento obligatorio de un bien material implica una entrega sin resarcimiento alguno, sin purificación o salvación, ya que lo entregado va, inexorablemente, a un barril sin fondo que alimenta la voracidad de los inservibles de turno. No esperemos, entonces, participar de ningún banquete. El cordero no está, y el mayor misterio al que asistimos es el del déficit del gasto público que se ha vuelto crónico desde que tengo uso de memoria.
¿Saben mis amigos de España que en nuestros republicanos países gastamos más en protocolo y en seguridad de presidentes y ex presidentes que muchas casas reales europeas? ¿Saben que la jubilación de un ex presidente representa alrededor de quinientas jubilaciones de trabajadores con cuarenta años de servicio? ¿O que un diputado o senador recibe una jubilación exquisita por haber ejercido su “carga pública” aunque más no fuere por unos días? ¿Igualdad republicana? ¿Fueros? En fin.
Desde que recuperamos la democracia, en 1983, mi pobre patria ha descendido en todos sus niveles: socioeconómico (De 15 % de pobres a 50%); educativo (De estar en el primer puesto en América Latina en calidad hoy pelea el último lugar, de acuerdo con las evaluaciones internacionales); Previsional (De poseer jubilaciones de cierta dignidad hemos pasado a una jubilación que no ronda los cien dólares mensuales); Energía ( De ser exportadores de petróleo y de gas, hemos llegado a tener que reducir el porcentaje otorgado a las fábricas para no dejar sin servicio a los hogares. Y sin que produzcamos más, obviamente). El mayor símbolo de la decadencia material de Argentina no son las vacas, el asado o los vinos, sino las “villas miseria” (barrios carenciados, como el que pueden observar en la foto) donde se apiñan en diminutas chabolas millones de personas que sobreviven por los afamados “planes sociales”, alimento de todos los clientelismos políticos habidos y por haber. Pero son ciudadanos, ojo. Aunque de su libertad, ese boleto de ida que nos picaron al tomar el tren de la república, quede menos que de los discursos de campaña de los funcionarios enriquecidos por el erario público tras cada fin de administración.
Y sin embargo, aquí estamos. Quizás, después de este breve artículo, mis amigos españoles puedan comprender mejor esos versos que Borges dedicara a Buenos Aires: “No nos une el amor, sino el espanto. / Será por eso que la quiero tanto”. Resignación o pesimismo innato, del que también habla en buena medida nuestro tango. Y del que en otra nota, espero hablarles.
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