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Vendida como sano idealismo, la utopía no es más que un narcótico que embota la mente de los incautos.
La desilusión es la marca registrada de todo aquél que se zambulle en la militancia política con profundos sentimientos de cambio, y que, inexorablemente, advierte que su idealismo – ponga el lector el “ismo” que desee en este caso – ha sido utilizado para otros fines, y que el “Nihil novum sub solis” retumba en los antros administrativos. Hace unos pocos días, una colega docente, que había confiado su militancia en favor del gobierno actual de mi atribulada república, me confesaba en un sincericidio íntimo que había optado por alejarse del cenáculo al que aportaba sus esfuerzos porque, en el fondo – además de su desilusión con el gobierno – lo único que parecía preocupar a sus compañeros de ruta era congraciarse con el caudillejo de turno, con el pequeño señorito que contaba a sus adeptos como cifras de su ascenso en el engranaje del régimen. Tras escuchar su dolida confesión, y sin que esperara mi “Ego te absolvo”, se recriminó a sí misma el tiempo perdido y las ilusiones marchitas de su rebeldía con el status quo. Impregnado de mi más que expuesto reaccionarismo, al que sumo un desubicado amor por la monarquía tradicional en una república, sólo pude animarla para que encausara esa desilusión hacia su tarea profesional, su círculo familiar, su pequeño y personal territorio de confianza. Pero debo reconocer que a mí también, su confesión me despertó una íntima piedad, una íntima tristeza que se aquilata, a cada paso, ante el desparpajo de estos caballeros – o damas, no se trata de género – pisaverdes que resecan el bienintencionado espíritu de los jóvenes con paraísos terrenales de dádivas o canonjías siempre degradantes, cuando no, miserables. Y no pude más que remitirme a mi convicción más radical: que la modernidad es un maridaje entre derechos arrojados a la sopa boba – que ningún valor poseen – y el desparpajo de los peores, que son quienes administran la hacienda y las vidas de los pueblos.
Podría haberle inficionado el alma con utopías a las que somos afectos los americanos, al menos desde el siglo XIX. Podría haberle aconsejado sumar su frenesí a una nueva agrupación en la que, quizás, hallare nueva acogida. Podría haberle recitado a alguno de nuestros intelectuales de banderilla izquierdista y costumbre burguesa que hablan de la revolución cada dos palabras, mientras se pasean en sus automóviles capitalistas y jamás realizan un congreso en sitios pobres o feos. Podría haberla invitado a sumarse a ciertos grupos de lectura minúsculos que se solazan adaptando las teorías decimonónicas que parecen no ser anacrónicas jamás – calificativo que recibo cada vez que hago fe pública de mi monarquismo -. En fin, podría haber hecho algo de eso. Preferí el consejo que leí de un gran maestro: intégrese a la mayoría pesimista – en ese caso, porque el Apokalipsis es una instancia que todo verdadero cristiano ansía, no como algo negativo – y súmele humor, mucho humor. Y eso sí, no se entregue al cinismo, porque el humor y el pesimismo no son harina de ese costal, sino perfumado aceite que alimenta la llama de la reacción. Es que, para muestra vale un gran caso. O si no: ¿Qué fue nuestro genial Quevedo?
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