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La Rochelle sólo era una ciudad pequeña en la costa oeste de Francia. Sus aguas se agitaron en 1372 cuando las armadas española e inglesa combatieron hasta las últimas consecuencias en una batalla en la que la estrategia y la picaresca destacaron sobre el cañón y el sable. Aquella mañana de junio, los castellanos decidieron no presentar batalla hasta que el nivel del mar bajara y las naves británicas, que tenían mayor calado, quedaran atrapadas e inmovilizadas por el fuego enemigo.

Esta batalla naval tuvo lugar en plena contienda territorial entre franceses e ingleses, quienes, aunque tenían intención de dar por finalizado su enfrentamiento en poco más de dos meses, terminaron luchando a lo largo de más de un siglo, dentro de la famosa y conocida como Guerra de los Cien Años.

En esas contiendas se hallaban cuando los franceses, escasos como estaban de navíos, decidieron cobrarse un viejo favor hecho al rey castellano, Enrique II, a quien ayudaron a sentar sus reales en el trono, dentro de las numerosas guerras civiles soportadas en su reinado y territorio. De esta manera, los galos recurrieron a invocar el viejo lema de: «hoy por ti y mañana por mí» para solicitar al monarca atacar con su armada La Rochelle, que, en ese momento histórico, se hallaba en manos de los ingleses, pese a encontrarse en territorio de dominio francés.

Así prepararon la contienda

A causa de la deuda de honor contraída por el rey castellano, Enrique II decidió enviar una flota formada, en su mayoría, por galeras: buques a remo de poco calado que disponían de una plataforma sobre la que podían acomodarse cientos de soldados. El mando de aquella expedición lo tenía Ambrosio Bocanegra, un curtido marino, convertido en soldado a base de espada y sangre combatiendo contra los moros.

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Cuando recibieron las noticias de la presencia de los navíos españoles, los ingleses armaron una flota para salir al encuentro a interceptar a la armada castellana: «A Eduardo de Inglaterra le importaba la conservación de aquella buena fortaleza por mucho que le costara, y así (…) reunió naos, soldados, provisiones y dinero, confiando la expedición a su yerno Juan de Hastings, conde de Pembroke», escribía el historiador y militar Cesáreo Fernández Duro en su obra «La Marina de Castilla».

Con todo ello, y como señala el experto en su tratado, no existía acuerdo entre los historiadores a la hora de fijar el número de buques que participaron en la batalla naval de aquel día: «Algunos escritores de la época componen a la Armada de Castilla de cuarenta naos gruesas y de trece barcos (…) mientras que la Historia belga habla de veintidós navíos españoles». A pesar de todo este desacuerdo, la versión más admitida es que la flota castellana la formaban una veintena de galeras, mientras que, por parte inglesa, se desconoce la cantidad de navíos que intervinieron.

Una inspiración que mereció una victoria

Según la mayoría de las crónicas de su tiempo y de los historiadores posteriores, los ingleses fueron los primeros en arribar a La Rochelle, lugar en el que se prepararon para no dar cuartel a la armada castellana. Ambas fuerzas se avistaron por primera vez el 22 de junio. En cambio, y aunque los marinos y oficiales británicos ansiaban cruzar sables y derramar sangre española aquel mismo día, Bocanegra decidió, para confundir a sus enemigos y a sus propios soldados, llevar a cabo una ingeniosa táctica: izar velas y retirarse de la contienda.

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Así lo relataban los cronistas: «Siendo en aquel lugar de gran intensidad las mareas vivas, las naos inglesas quedaron varadas en la bajamar, y antes de que flotaran por completo las atacó Bocanegra el día siguiente, utilizando la mayor ligereza y poco calado de las galeras, después de lanzar sobre ellas artificios de fuego que, inmóviles como estaban, no pudieron evitar. La mortandad fue muy grande, por la gente armada que se arrojaba al agua huyendo de las llamas», completa el autor español en su obra.

Cuando se disipó el humo de la contienda, los castellanos pudieron verificar, sin dudas, que la victoria les pertenecía, pues todos los buques ingleses estaban en llamas o habían sido capturados. Por su parte, Bocanegra rompió la tradición del vencedor de dar muerte a los prisioneros o arrojarles vivos al agua tras el combate y también perdonó la vida a varios caballeros y al mismísimo conde de Pembroke.

Los ingleses se vengaron de los españoles a través de la Leyenda Negra, que también auspiciaban los holandeses. Todo porque se consideraban impotentes ante el poderío militar y organizativo de los colonizadores españoles. Y recurrieron al hostigamiento con los piratas y con el veneno vertido con plumas emponzoñadas de mentira y  cobardía, durante siglos.

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