22/11/2024 01:00
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“Centenares de actores colaboraron con el protagonista;

el rol de algunos fue complejo; el de otros, momentáneo”.

Jorge Luis Borges. Tema del traidor y del héroe

 

Las circunstancias, que en muchas ocasiones obnubilan el buen sentido del análisis de los historiadores, esbozan un decorado que visten de variada forma actos que se repiten bajo el imperio de leyes no siempre derivadas de la Diosa Razón. Sólo bastará releer algunos hechos históricos – o referidos en los manuales de esa disciplina – para hallarse en medio de un escenario donde los actores cambian, pero el argumento repite, para bien o para mal, el argumento. Así lo deslizó Jorge Luis Borges en su cuento Tema del traidor y del héroe en el que narra la historia de un investigador, Ryan, quien descubre misteriosas coincidencias entre las circunstancias de la muerte de Julio César con las del héroe revolucionario irlandés Fergus Kilpatrick, asesinado en un teatro en la víspera de la revolución que había planeado, cien años atrás, al presente de Ryan. Pero, como fruto de esas investigaciones, descubre también coincidencias entre la conversación que tuvo Kilpatrick con un mendigo el día de su muerte y con Macbeth, el gran drama shakespereano, que el más íntimo colaborador de Kilpatrick, James Alexander Nolan, había traducido al gaélico, además de ser el autor de un escrito sobre los Festspiele de Suiza, “vastas y errantes representaciones teatrales, que requieren miles de actores y que reiteran hechos históricos en las mismas ciudades y montañas donde ocurrieron”. Nolan descubre que Kilpatrick había ordenado la ejecución de un traidor en el último cónclave antes de la revolución, a pesar de su piedad anterior en otros casos, por lo que deduce la verdad detrás de la historia popular. Nolan descubre que el traidor que buscaban era el mismo Kilpatrick, pero para no perjudicar a la revolución, cuyo principal representante ante el pueblo era Kilpatrick, decidió que la ejecución del traidor se usaría para fomentar el estallido revolucionario. Así, planeó todas las palabras que diría Kilpatrick, todo lo que haría antes de ser asesinado por un misterioso personaje en un teatro de Dublín, basándose en las palabras de Shakespeare, de forma que quedaran ancladas en el imaginario popular.

De la lectura del cuento de Borges, que se enlaza con la de los dramas del bardo inglés, el lector aprende una ácida lección política: Para revertir el innegable descrédito, la simulación – o su cara complementaria, la puesta en escena – deben hacer intervenir a todos, a muchos, hasta lograr que aquello que se ha montado como actuación sea asumido como realidad indiscutible. Quizás los mejores actores sean aquellos que no saben que lo son, mientras desempeñan un papel que les fue asignado sin consultarlos, bajo el influjo medúseo de la supuesta libertad de conciencias personal. Esa simulación, esa farsa colectiva, permite que quien se asume como espectador, sea en el fondo, sin que lo sepa, actor, cómplice, y que la verdadera trama le sea impuesta de forma tal que acalle sus posibles críticas. Sobre esa complicidad que ha trasmutado la malicia en sacrificio – la traición en heroicidad – se montará la verdadera trama y sus consecuencias. Es como si, conjeturalmente, se tuvieran que tomar medidas que serían rechazadas en otras circunstancias por la mayoría, y se montase un acto distractor que permitiera la mascarada, bajo las antiguas reglas del embozo de la verdad. Así, las decisiones irritantes se convierten en fueras de campo que el espectador – actor no ve, subsumido en la trama ficticia pero absoluta de la acción escenificada.

En el constante escenario de la simulación política, Bruto vuelve a matar a César, o al menos, se monta una representación que pueda convencer a la masa de que el traidor – no reconocido como tal por todos – sea convertido en héroe.

Autor

REDACCIÓN