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Seguro que usted, amigo lector, habrá recibido alguna vez como una bofetada la increpación de algún interlocutor: “¿Es qué estás en posesión de la verdad?”.

Como todos los tópicos (fantasmas ideológicos) sólo pretenden acallar la voz de lo que les molesta y la verdad que les exige. De aquí el desprecio a la verdad ontológica, lógica y moral (tres planos de la misma verdad, como los tres estados del agua), con una objeción pseudocientífica: la relativización de todo cuanto resulte absoluto, dándose la casualidad que creen absolutamente en las realidades inmediatas que les resultan favorables o placenteras.

El trasfondo erróneo de tal intento de ridiculización de la verdad ni qué decir tiene que se apoya en la moderna y falsa filosofía subjetivista, inmanentista y kantiana, que ridiculiza la capacidad natural del conocimiento humano sin otro objetivo que el de demoler las bases de la moral y las sagradas relaciones del hombre con su Creador y las verdades eternas.

Ya dijo el apóstol San Juan que “el que obra el mal detesta la luz y no se acerca a ella para no verse acusado”. Quien pretende no creer en la verdad se da una aureola de presunta intelectualidad para ocultar su anticientificismo y sus remordimientos. Al fin, la ley solo molesta y acusa a quiénes no la cumplen, porque quiénes la cumplen viven en paz con ella.

Goethe en su “Fausto”, diría: “El crimen las sombras busca y en ellas, con noble anhelo, busca esconderse; es del crimen la luz el mayor tormento”.

Pero la mentira se refuta a sí misma y, por eso, quien asevera que todo es relativo está creyendo en la verdad absoluta de su aserto por muy errado que éste sea. Su misma aseveración le condena.

El gran Pío XII escribió en 1950 la encíclica “Humani generis” para demostrar el verdadero valor del conocimiento humano y los principios metafísicos inconcusos –a saber, los de razón suficiente, de causalidad, de la finalidad- y finalmente la consecución de la verdad cierta e inmutable para la que el Creador ha dotado a la inteligencia humana, por estar hecha a su imagen y semejanza.

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“Es ciertamente lamentable –decía el pontífice- que una filosofía recibida y reconocida en la Iglesia, sea hoy despreciada por algunos y motejada imprudentemente de anticuada en su forma y racionalista, como ellos dicen, en sus procedimientos”. y es que confunden racionalidad con racionalismo (o hacen que lo confunden) e identifican el que no lo sepamos todo…, con que no sea fiable el resto de los conocimientos).

Nadie (excepto Dios) lo sabe todo (ni falta que nos hace) pero sí podemos estar seguros de conocer muy bien lo poco que conozcamos. La limitación en la cantidad de ningún modo atenta contra la pureza y el alcance de la calidad. Lo contrario sería pretender ser “como dioses”, al igual que nuestros primeros padres, y así le va al hombre ensoberbecido de hoy, enfrentado a su Dios y revolcado en los vicios más antiguos y degradantes, él que desprecia lo “anticuado”.

En materia de verdades y de errores, como de vicios y virtudes, nada nuevo podemos inventar. Por eso el escepticismo (escuela filosófica anterior a Cristo, que afirmaba que la verdad está en un pozo profundo fuera del alcance humano), sólo fue fruto de un periodo histórico de la Grecia decadente e inmoral.

Pero, como forma de relativismo, también se refutó a sí misma, puesto que el que duda de todo, no duda de que duda.

El retorno moderno a esa filosofía es el obligado fruto del materialismo que busca siempre autojustificaciones a su conducta amoral cuando no definidamente inmoral. Y como acallar la conciencia tiene un precio, la pseudointelectualidad es el último recurso, como la mentira es el único ardid para disfrazar la falsedad de aparente verdad.

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El filósofo Maurice Blondel y otros teólogos modernistas (Henri de Lebac, Danielou…, etc.) han ido a buscar “al hombre moderno” (per identificándole con el falso filósofo modero enfermo de escepticismo subjetivista) allí “donde está” pero no para redimirlo de sus graves errores, sino para dejarle encenagarse en los mismos yerros. A estos, San Pío X les increpaba en su encíclica “Pascendi”: “pervierten la eterna noción de la verdad”.

La decadencia moral y material de nuestro tiempo (la mayor pobreza es el raquitismo de espíritu) nos lleva lógicamente a repetir errores y pecados del paganismo greco-romano como obligado castigo a nuestra descristianización (el mayor problema de nuestro mundo) que no perdona ni a catedráticos, ni a los políticos, ni a personas presuntamente cultas.

No me alargo en anécdotas ni curiosidades alusivas a personajes públicos. Simplemente, honrado lector y persona de bien, te recomiendo tu severa altivez y firme fe en tus sanas convicciones contra los huecos ladridos de pseudointelectuales, ignorantes y cobardes, camuflados de pedantes que desprecian lo que ni saben, ni tienen, ni son.

Es más hermoso encontrarse con el simple equivocado que cuando le demostré la falacia de su relativismo, respondió: “¡Qué bonita es la verdad!”.

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Padre Calvo