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Se que, con la que está cayendo, ponerse a elucubrar sobre la conveniencia o propiedad de cómo designar a nuestro idioma puede parecer similar a la discusión sobre el sexo de los ángeles que ocupó a Bizancio mientras el enemigo asaltaba las murallas. Sin embargo, pienso que uno de los problemas principales que nos acucian -bien que oculto bajo circunstancias más perentorias- es el de nuestra propia identidad.

El caso es que, tras un debate en Facebook sobre si nuestro idioma debe llamarse castellano, como dicen los políticamente correctos, o español, como decimos los que nos centramos en otros argumentos, creo necesario colocar algunos puntos sobre las correspondientes «ies«.

Llamar castellano a nuestra lengua es un ejercicio de apaciguamiento político, nacido fundamentalmente en los momentos en que había que contentar a los separatistas para que se adhiriesen a este sistema político. Antes de eso ya había, si, quienes con sus argumentos más o menos académicos, hablaban de castellano; pero la inmensa mayoría de los hablantes -que somos, a fin de cuentas, los propietarios y los creadores del idioma- teníamos muy claro que nuestra lengua era el español.

No soy filólogo, ni académico, ni erudito, ni experto de ninguna clase. Tampoco soy historiador, aunque mis argumentos conciernen más a lo histórico que a lo puramente técnico. Por ello, mi opinión tiene la misma validez que la de cualquier contertulio, periodista más o menos amarillo, manifestante vocinglero o político necio.

Y el caso es que -siempre en mi opinión- el castellano es el que nace con Gonzalo de Berceo, quien lo recoge de los monjes, los campesinos, los arrieros; en fin, de la gente común a la que ya el latín abuelo le queda muy lejos.

Ese castellano se va afianzando, crece, se desarrolla y da lugar a maravillas como el Cantar del Mío Cid, y se expande por zonas de la península ibérica que -ni política ni geográficamente- son Castilla. Es mas: en aquellos momentos iniciales, Castilla no existe como reino o sólo es el embrión de lo que llegará a ser.

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Ese castellano -que se extiende, se difunde y se va haciendo poco a poco, al fuego lento del habla popular- va tomando cuerpo, creciendo, separándose del antiguo latín original, y acaba convirtiéndose en la lengua que usan para su comunicación todos los territorios peninsulares. Como el griego era -mas que el latín- la lengua en que se entendían todos los pueblos mediterráneos del imperio romano, el castellano se convierte en la lengua franca de la península ibérica; la que utilizan los diversos reinos: León -mas tarde Castilla-, Navarra, Aragón, e incluso los reinos árabes.

Ese castellano, como lengua franca peninsular, es imprescindible en todos los reinos para tratar con los reinos vecinos, pero también es imprescindible para los comerciantes, para los buhoneros, los arrieros o los trovadores. Sólo se mantienen ajenos los campesinos profundamente atados a la tierra por el sistema feudal; aquellos que nunca tendrán más horizonte que la aldea y el campanario de su pueblo. 

Pero ese castellano no es sólo la lengua de Castilla. Se va mezclando, enriqueciendo, creando y fortaleciendo con innumerables aportaciones del resto del territorio español; con las palabras y giros aragoneses, catalanes, navarros, vascuences, gallegos y -de forma sustancial- árabes.

 

Cuando llegamos al final de la Edad Media, el castellano imperante se parece bastante poco al original. Ya es una cosa nueva, distinta, mestiza de palabras, giros y expresiones de todo el territorio ibérico. Ya casi es el español que acabará siendo en breve, porque al comenzar la Edad Moderna se producen dos hechos fundamentales: el descubrimiento de América y las guerras italianas de la Corona de Aragón.

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Estos dos hechos supondrán el inicio de un intercambio y enriquecimiento que hará, definitivamente, que el castellano pase a ser español. No sólo por el mayor intercambio cultural entre los antiguos reinos ibéricos aunados en una sola Corona, sino por el nuevo caudal de vocablos americanos, italianos y alemanes que los veteranos de la Conquista, los veteranos de los Tercios, se traerán en la mochila, procedentes de los amigos y enemigos de las nuevas tierras americanas o de las viejas tierras italianas.

Supongo que este razonamiento no tiene la menor consistencia desde el punto de vista lingüístico, y cualquier académico que lo pudiera leer se echaría las manos a la cabeza y se mesaría, espantado, los cabellos. Pero nadie me puede negar que históricamente es consistente y veraz.

El Castellano fue la lengua de la Castilla medieval. Después la Historia hizo que aquellos reinos que lo hablaban fueran el centro del mundo, y su idioma creció hasta ser Universal. Y lejos de los gabinetes de los estudiosos, taxidermistas de las lenguas muertas, ese español que nació del mestizaje de pueblos, costumbres, culturas e idiomas -a veces muy distintos, a veces muy similares- es un bien de quienes lo hablan.

La política cobarde, complaciente como de manso, timorata y necia no tiene derecho a arrebatarle su lengua a casi quinientos millones de personas para complacer el egocentrismo de los aldeanos cerriles que usan el idioma como arma. 

Autor

Rafael C. Estremera