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Siempre resulta triste, o al menos  memorizamos con nostalgia el recuerdo de ciertos familiares y personas que de alguna manera han estado presentes en nuestras vidas  o han incidido de un modo u otro en nuestro modo de entenderla y aun de las vocaciones y aficiones. Mucho de esto me ha pasado con el poeta Miguel Hernández desde que lei por primera vez,- hace ya muchos años-, algunos de sus versos escritos en “Vientos del pueblo”. Nunca olvidaré aquellas primeras estrofas donde, con agudo dolor, – el se consideraba un poeta del dolor-, decía:

“Vientos del pueblo me llevan/ vientos del pueblo me arrastran/ esparcen mi corazón/ y me aventan la garganta”-

         Pero a mi juicio Miguel Hernández fue también además de un gran un poeta, un hombre contradictorio que anduvo entre el favor y la comprensión de sus amigos de adolescencia y juventud, Ramón Sijé o el cura Almarcha, o sus poemas a la Virgen, y sus devaneos y final comunista con Neruda y los Alberti,  incluso cuando con hondo sentido español afeó contundentemente las obscenas fiestas que los dirigentes comunistas  practicaban mientras sus camaradas morían en las trincheras.

        Miguel vivió sus contradicciones que atestiguan sus relaciones amistosas con jóvenes falangistas, artistas y escritores, como LLonset, Rosales, Mazas, Ridruejo, Cossío,etc,  que le dispensaron calor y acogida, y que a la postre serían su mejores avales para su liberación, primero, y luego,  la rebaja e su condena a muerte dictada por un Consejo de Guerra. Miguel,  apresado por la policía portuguesa, no la española,  sostuvo un peregrinaje de cárceles en España que deterioraron gravemente su salud, ya delicada, desde su viaje a Rusia, y que  derivó en una tuberculosis galopante.

         Trasladado al Reformatorio de adultos de Alicante   a instancias de la Falange, en un intento de mejorar sus condic9ones sanitarias,  fue siempre objeto de preocupación de sus colegas falangistas que hasta el final procuraron su ingreso en el Hospital de Valencia, pero por desgracia, la autorización para su traslado, llegó- como ocurre muchas veces, tarde. Mientras, a sugerencia de sus amigos falangistas, a los imploros del Cura de la institución Salvador Pérez, y del incombustible Vicario Almarcha, accedió – lo más probablemente  por no herir la sesnibilidad de su mujer Josefina-, a contraer matrimonio católico, sin que por ello renunciara nunca a su ideales políticos.

          Habría que decir, en honor a la verdad, que a diferencia de la versión de algún biógrafo, que  da otro punto de vista muy distinto, el poeta tuvo en aquellos días difíciles de plena posguerra, quizá no todas las atenciones que debería, pero desde luego si los cuidados que el lugar donde se encontraba podía administrarle. Es dolorosa su muerte  pero no creo que  fuera  abandonado a su suerte como otros pretender denunciar. Hay que analizar correctamente las situación y condiciones que asolaban la España de los primeros años cuarenta<, todo esto, sin quitar ni un ápice de gravedad, a las circunstancias que se vivían en aquella época y que lamentablemente contribuirían a la muerte del gran poeta de Orihuela.  

         “Como el toro he nacido para el dolor/ y el dolor como el toro estoy marcado/por un hierro infernal en el costado/ y por varón en la ingle como un fruto”.

      Por supuesto nada de lo que afirmo aquí sería producto de un sueño de verano, sino que lo tengo reseñado en mi libro “Conversaciones con Miguel Hernández, un falangista con el poeta”, edit, P-r, Madrid, y en coincidencia con lo que escribe el historiador ovetense José M. García de Tuñón Aza.

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