22/11/2024 00:46
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Una década ha pasado desde que escribiera -solo para mí entonces- este ensayo, y 8 años desde que lo publicara El Cadenazo, aquel boletín suicida que caminó tantos días sobre  brasas.
Hoy ya no se puede encontrar en las Redes, y algunos amigos que andan recopilando textos de esos que terminarán por confundirse con polvo en el viento me han pedido que lo recupere.
El relato -conviene aclarar- lo escuché ya tardío aunque de primera mano, y conforme avanzaba, me iba encogiendo.
Aunque manifiestamente mejorable, servidor siempre se ha sentido muy orgulloso de haberlo escrito.
Corren malos tiempos para la verdad, y mi humilde aportación contra el olvido decía así:
 
CON MEMORIA 
 
Parecía que tuviere todos sus huesos rotos, o al menos eso indicaba la grotesca postura en que descansaba sobre la cuneta.
Ninguna de aquellas tres almas sabría decir cuánto tiempo llevaban ante aquel bulto inanimado: ¿un minuto?, ¿tal vez una hora?… una eternidad. 
Habían salido los 3 hermanos con las sombras de la noche para recorrer la carretera que llevaba entonces de Buñol a Yátova, y con la temprana claridad que anuncia un caluroso día de verano casi se tropezaron con el cuerpo.
Detuvieron el automóvil pasados algunos metros, como queriendo evitar inexistentes miradas amenazadoras tras sus espaldas. Y desandando aquel espacio que se les antojara eterno allí estaban, pétreos. 
Deseando que aquel bulto deforme que apenas unas horas antes había pertenecido a un ser humano fuera de cualquiera menos del padre.
España estaba en guerra. 
O eso decían, porque el frente, los ejércitos y los cañonazos, solo eran noticias de boletines y periódicos.
Porque Valencia quedaba muy lejos de todo aquello, tanto que incluso el Gobierno se había instalado en la seguridad del Levante. 
Los idealistas hacía tiempo que se habían alistado con Lister, Durruti o El Campesino tras haber desfilado triunfales el 19 de julio por las calles más céntricas de las principales capitales, con un Mauser en una mano y un puño cerrado en la otra.
En la retaguardia quedaron los «valientes» que se entregaban a luchar contra la Quinta Columna y los «facistas emboscados».
Muchos de estos ni siquiera sabían que lo eran hasta que se los llevaron.
De la ciudad en retaguardia se apoderó el miedo .
Miedo  a la delación –motivada en muchísimos casos por rencores personales- , miedo a ser señalado por un envidioso, miedo de los coches que se detienen en el portal vencida la noche, miedo a  pasos apresurados en la escalera, miedo de voces secas que dan ordenes, miedo al hosco sonido de una puerta que es golpeada con violencia… un miedo atroz inducido por unos sollozos que rompen el silencio de la noche suplicando una respuesta: ¡no lo matéis muy lejos!.
En Buñol, el médico del pueblo había sido sacado de la consulta por un grupo de milicianos del vecino pueblo de Macastre.
Solicitó permiso para despedirse de su esposa e hijos pero se lo negaron alegando socarronamente que solo lo trasladaban para ser interrogado. 
Lo montaron dócilmente en un coche entre dos hombres vestidos con mono de mecánico tocado de gorra cuartelera.
Se hacían seguir de una camioneta atestada de otros héroes del pueblo, y entre todos ellos más que apretados, acurrucados, dos seres humanos con la mirada extraviada y tez blanquecina que como don Paco barruntaban que ese viaje no llegaba a ninguna parte . 
La rutina de estas brigadas consistía en que cada Comisaría elaboraba las listas de su propio municipio según los informes que les constaban, y luego las intercambiaban con el pueblo colindante para proceder a los paseos .
Los informadores eran protegidos por el anonimato, en su mayoría carteros, porteras e incluso chicas del servicio, aunque cualquier denuncia efectuada por alguien que exhibiera carnet de la UGT o de la CNT era registrada como veraz sin otra diligencia.  
En casa del médico la tarde había transcurrido en tensa espera.
La noche cayó como una losa sobre las exiguas esperanzas depositadas en aquella burda patraña del interrogatorio, y dando en el reloj las 4 de la mañana decidieron ir a «la carretera de los cadáveres».
Con la primera claridad del alba , los tres hijos , se daban con los ojos clavados ante el bulto inanimado de lo que unas horas antes había sido un ser humano.
Uno de ellos, estudiante de medicina, tomó la muñeca buscando el hálito inexistente de vida: el cuerpo ya cadáver aún no se había enfriado cuando al fin giraron su torso para mirarse cara a cara con el padre. 
No era él .
Tenía varios disparos en el pecho y las piernas, y uno de gracia en el cuello por el que aún se vertía un hilillo de sangre, pero se le podía reconocer y no era Padre .
Dos cuerpos más en parecida posición hallaron en su desesperado recorrido: ninguno resultó ser el del papá. 
Repitieron el itinerario por dos veces por si se les hubiera escapado a la vista algo que jamás podría pasar inadvertido, pero no, esa noche no habían más cadáveres.
Ya la promesa del día se había materializado y el sol iluminaba los campos de almendros cuajados de frutos a ambos lados de la carretera, con una esperanza renovada y no encontrando a donde más dirigirse regresaron a casa para acompañar a la madre . 
Encontraron la entrada bloqueada con pasador, por lo que requirieron la llegada a voces.
Pronto les abrió la mujer que se ocupaba de mantener en orden la consulta: «está aquí , está en casa» les largó a bocajarro.
Con el corazón queriendo escaparse por la boca a cada latido atravesaron la  estancia para contemplar una escena que no olvidarían jamás durante el resto de sus vidas: la madre de hinojos abrazando las piernas del esposo, y éste más que sentado dejado caer sobre una silla le mesaba con ternura el cabello en tanto su rostro reflejaba las huellas del tiempo que le había caído en una solo noche. 
Relató a su familia por primera y única vez  como desde que subió en aquel automóvil no albergó esperanza alguna de volver a verles. Y que así se lo hizo saber el que llevaba el pistolón cruzado en el cinturón.
El otro , el que llevaba la escopeta de caza le repetía con testarudez: «así que eres el que escondes a los curas».
De camino recogieron a otra persona a la que a empellones montaron en la camioneta y con los 4 enfilaron la carretera de Yátova.
En un punto determinado detuvieron los vehículos y descendieron todos: verdugos y detenidos.
Ataron los primeros las manos a la espalda a los segundos, y esperaron.
Al pronto llegaron dos coches, de los que se apearon varios milicianos con fusiles, estos sí: de reglamento.
En uno de ellos habían pintarrajeado «Comité Revolucionario».
Uno de los fulanos, a todas luces el que llevaba la voz cantante se quedó mirando fijamente al médico y ambos se reconocieron.  
«A éste me le lleváis de vuelta».
Los que lo habían secuestrado protestaron airadamente: es el medicucho de Buñol que sacó al cura y lo llevó a Valencia . 
Tirando mano a la cintura y dejándola descansar con suavidad sobre la funda de la republicana del nueve largo, el baranda sentenció: al que le toque un pelo lo mato en el acto.
Y dicho esto miró de reojo al resto del grupo maniatado y dijo sin pestañear siquiera: «al tajo».
Sin mas palabrería, que no hacía falta, se subió al coche y se largó .
Aún con sus manos ensogadas el viejo doctor vió como entre todos arrastraban unos metros a sus compañeros de aquel viaje a ninguna parte, vió como suplicaban por su vida, escuchó como lloraban por sus hijos y nombraban a sus madres y vió con los ojos cerrados como eran muertos como perros.
Tras recibir varios disparos de gracia en la cara, todos fueron cargados en la camioneta como se cargan los sacos de algarrobas: cogiéndolos de ambas extremidades y lanzándolos al remolque . Entonces y solo entonces le liberaron las manos y lo subieron al mismo automóvil que hasta allí le había llevado . 
Lentamente la comitiva se puso en marcha y a lo largo de la carretera y sin tomar la molestia de detener el vehículo los cuerpos fueron lanzados a la cuneta .
A don Paco lo dejaron a la entrada del pueblo sin más palabras . Observando como el coche iba haciéndose cada vez más pequeño hasta que desapareciera cubrió su cara con ambas manos y rompió a llorar . 
Así permaneció hasta que la temprana claridad que anuncia un caluroso dia de verano lo devolviera al mundo de los vivos . 
De camino a casa y por encima de todo lo que había vivido en aquellas horas, solo podía pensar en otra noche…
La noche en que dos años atrás llamara con urgencia a la puerta de su casa  un hombre desesperado.
No era del pueblo , «vengo de Macastre» dijo «y mi hija se muere».
El médico cogió su maletín y corrió a asistir un parto que se había tornado complicado.
Ya con la madre dormida y el niño en brazos de su abuela, aquel desconocido dijo al médico que no podría pagarle hasta que «salieran jornales en el campo» .
«Estamos en paz»,dijo el doctor.
No había vuelto a saber del jornalero hasta que unas horas atrás y en la carretera de los cadáveres diera la orden de volverle a su casa.
Hubieron en España muchas «Carreteras de la muerte».
Demasiadas como para olvidarlas.
Y menos aún cuando el esfuerzo de todos los gobiernos de nuestra flamante democracia se han centrado en reescribir una historia bochornosa de los «heroicos luchadores por la legalidad republicana».
Hay demasiados Paracuellos que aun no albergando siete fosas comunes suman muchísimos mártires y con ellos muchísimas historias de familias rotas por el odio comunista . 
Cunetas que en mi tierra alcanzaban desde La Punta a El Saler, cunetas desde Simat hasta Gandia, desde Onteniente hasta la Albaida… cunetas en las que durante semanas no alcanzó a secarse la sangre.
En el cementerio de Paterna hay una fosa común donde todos los 14 de abril Asociaciones de Memoria Histórica -todas ellas regadas con fondos públicos- realizan un acto de «desagravio» por los que allí descansan, ensalzándolos como «leales luchadores por la República y la libertad»…
La inmensa mayoría de ellos nunca pisaron los frentes de batalla…
Sabandijas que deberían agradecer a Franco que se les diera tierra.

Autor

REDACCIÓN