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“En rigor, dentro de cada clase social hay masa y minoría auténticas. Como veremos, es característica del tiempo el predominio, aun en los grupos cuya tradición era selectiva, de la masa y el vulgo. Así, en la vida intelectual, que por su misma esencia requiere y supone la calificación, se advierte el progresivo triunfo de los seudointelectuales, incalificados y descalificados por su propia contextura.»

Si el general Primo de Rivera hubiera escrito en alguna de sus notas palabras de dureza semejante a la de las transcritas, ¿qué hubieran dicho de él los intelectuales? Porque el latigazo no puede ser más seco: no es que entre los intelectuales se mezcle algún que otro elemento inferior; es que en la clase intelectual «se advierte el progresivo triunfo», «el predominio» de los incalificados y descalificados. ¿Qué se hubiera dicho del general Primo de Rivera si llega a escribir tales palabras? Pero las palabras no son suyas; son, y no ocultan el estilo, de alguien que debe conocer a los intelectuales: de Ortega y Gasset (1).

Las traigo aquí porque lo que dañó quizá en mayor medida a la Dictadura fue su divorcio con las personas de oficio intelectual. Alguna vez, cuando se escriba despacio y por quien pueda la historia de los años dictatoriales, habrán de analizarse los motivos de aquel divorcio. Entonces se verán frente a frente dos opiniones distintas. Una, la de los escritores que, en nuestro tiempo, fueron adversarios del Dictador; para ellos la cosa es clara: «El Dictador no pudo congeniar con los intelectuales porque era un hombre inculto, iletrado, incapaz de entender pensamientos de cierta jerarquía; toda la culpa del divorcio entre el Dictador y los intelectuales estuvo de parte del primero». Pero semejante opinión –que los hombres de pluma sentencian con su característica petulancia–, ¿será la llamada a prevalecer? ¿O se abrirá camino frente a ella la opinión contraria? Porque no faltará entre los historiadores futuros quien considere al general Primo de Rivera como un magnífico, como un extraordinario ejemplar humano, al que una clase intelectual en la que se advertía por momentos «el predominio de la masa», «el progresivo triunfo de los seudointelectuales incalificados, incalificables y descalificados», fue incapaz de entender.

¡Si lo hubieran entendido! La aparición del general Primo de Rivera vino a ser, en el ambiente tonto y raquítico del antiguo régimen, como una afirmación de salud. Claro que el Dictador rompió con las normas existentes; por eso es natural que le odiaran los políticos, acogidos a aquel sistema de normas como se acogen los paralíticos a un establecimiento de caridad. Pero, ¡los intelectuales! Verdaderamente fue curiosa su torpeza: los intelectuales venían clamando durante lustros por la ruptura de la costra política que invalidaba a España; y he aquí por dónde, al hallarse frente al hecho de golpe de Estado, no reaccionaron en forma intelectual, profunda, adivinadora de las posibilidades revolucionarias que el golpe envolvía, sino que prestaron oídos a los pequeños recelos, a las pequeñas aversiones supervivientes en la parte vulgar de su espíritu, bajo la capa intelectual sobrepuesta. Por ejemplo: el autor del golpe de Estado era militar, y reconocer a un militar dotes de conductor de pueblos mortificaba a los paisanos. Uso a propósito la palabra más mediocre porque, en realidad, la antipatía contra los militares tiene una gestación cursi, de pequeña guarnición provinciana, donde acaso el estudiante de Derecho empezó a sentirse antimilitarista cuando envidió los éxitos del teniente, vestido de uniforme, entres las muchachas concurrentes a las cachupinadas.

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He pensado a menudo que los intelectuales, entre nosotros, acaso por la falta de vida universitaria, acaso por la falta de apacibles lugares de cultura, no se forman verdaderamente como intelectuales. Es decir, no tienen carácter impreso. Si lo tuvieran, adquirirían una cierta manera de vibrar, no sólo ante los temas profesionales, sino ante cualquier estímulo exterior. Por ejemplo: un militar veterano no es sólo militar cuando manda tropas; lo es en todo: en sus actos conscientes y en sus actos automáticos, en el modo de sentarse y en el de llamar al sereno. A los magistrados suele pasarles igual, En cambio, a los intelectuales (descarto, no hay que decirlo, a los sobresalientes) no les acontece lo mismo; quedan en ellos como dos hombres: el intelectual, apto para un determinado grupo de ejercicios, y el hombre vulgar, completamente vulgar, ni impregnado ni teñido siquiera por la cultura; el hombre que se impacienta, se envanece y se pone de mal humor como el más adocenado concurrente a la tertulia de su café. ¿Quién no recuerda, no ya el desencanto, sino la incredulidad que experimentó al encontrarse con que el fino escritor a quien admiraba sin conocerle era ese señor de gustos vulgares, falto de trato social, achaparrado en la conversación, que, sin pudor, se desató en plebeyo torrente de interjecciones porque el camarero tardaba en saciar su glotonería con unas raciones de percebes? Y ¿quién que tenga el espíritu un poco disciplinado no ha llegado a sentir asco y cólera al ver el deliberado desorden, la inelegante mala fe con que suele discutirse en las reuniones de muchos profesionales de la inteligencia?

Por eso, por no estar formados hasta la raíz, sino barnizados de informaciones pegadizas, los intelectuales españoles, cogidos por sorpresa, no vibraron ante el advenimiento de la Dictadura en tono intelectual. El cuadrito de sus actividades ordinarias no preveía la irrupción del acontecimiento. Y fuera de lo previsto en el cuadrito, los intelectuales sólo podían reaccionar como hombres corrientes, con los malos humores y las antipatías de sus tertulias. Así lo hicieron. Dejaron solo al Dictador. Abrieron en tomo suyo como un gran desierto. Quien osaba pisarlo renunciaba a toda esperanza de consideración entre los dispensadores de las jerarquías intelectuales. Y se dio el espectáculo asombroso de que el Dictador solo, sin otros instrumentos que su optimismo, su ingenuidad, su valor, su maravillosa rapidez de inteligencia, su flexibilidad, su cordialidad, su triunfante riqueza de auténticas cualidades humanas; de que el Dictador solo, falto de intermediarios, cercado de silencios hostiles, en comunicación inexperta y directa con el pueblo, levantara y sostuviera, por lo menos durante cuatro años, la más robusta suma de esperanzas que acaso nuestro pueblo recuerda.

¡Si los intelectuales hubieran entendido a aquel hombre! Quizá no vuelva a pasar España en mucho tiempo por coyuntura más favorable. Los intelectuales pudieron allegar todo lo que saben y todo lo que piensan. A buen seguro los hubiera entendido el Dictador, cuyo talento natural era una verdadera generosidad de la Providencia. Los intelectuales hubieran podido organizar aquel magnífico alumbramiento de entusiasmos alrededor de lo que faltó a la Dictadura: una gran idea central, una doctrina elegante y fuerte. Y, en cambio, se hubieran encontrado con lo que en mucho tiempo tal vez no vuelvan a tener: con un prodigioso hombre, en el auténtico sentido humano, nacido en nuestro tiempo, con la misma exuberancia de espíritu, con la misma alegría generosa, con la misma salud y el mismo valor y la misma sugestión sobre las multitudes que un gran capitán del Renacimiento.

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¡Qué le vamos a hacer ya! Dejaron pasar el instante. No percibieron su decisiva profundidad. Empezaron a hacer remilgos por si la Dictadura menospreciaba tales o cuales pequeñeces rituarias. Y desdeñaron al hombre para compartir, más o menos de cerca, el luto de las tertulias políticas expulsadas del mando. Mejor que el viento nuevo, imperfecto, pero vivificador, quisieron el cuartito de casinillo lugareño que era la política en España, con su camilla, su charla picaresca, su tute y sus cortinas de mal gusto, propicias a las chinches. Ya sé que los intelectuales, cuando escribían, también abominaban de esto; pero en el fondo intacto de sus espíritus no les era posible reprimir una afinidad sentimental con los políticos desahuciados; veían al Dictador como un enemigo común. Y políticos e intelectuales aunaron sus ingenios (llamémoslos así) para esparcir ironías por los casinos y editar Murciélagos.

Tal fue, salvo excepciones, la actitud de los intelectuales españoles ante el hecho revolucionario de la Dictadura. Así lo entendieron. Tal vez están muy satisfechos de haberlo esterilizado. Pero no van a ser ellos los jueces de su propia clarividencia. Llegará un día en que se juzgue, desde la altura del tiempo, qué era más grande: si el Dictador o el ambiente intelectual de este rincón del mundo hacia 1923. ¿Dará la Historia la razón a los intelectuales? Por de pronto, no se les puede ocultar un mal síntoma: mientras ellos están acordes en desdeñar al general Primo de Rivera, hay muchos cerebros fuera de España para los que, mientras nuestra literatura contemporánea se cuenta en muy poco y nuestra ciencia en casi nada, el general Primo de Rivera, como figura histórica y política, representa mucho. En las siguientes páginas del presente libro hallará el lector numerosas opiniones extranjeras. Y no se olvide que, como dijo Clarín, «la distancia tiene a veces ciertas virtudes del tiempo; los países extraños suelen hacer el oficio de posteridad».”

8 de diciembre de 1931

JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA.

(Prólogo de José Antonio al libro La Dictadura de Primo de Rivera, juzgada en el extranjero, impreso en 1931)

(1) La rebelión de las masas, Madrid, «Revista de Occidente», 1929, página 16.

Por la transcripción Julio MERINO

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