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Hoy hace tres años que salí del Gobierno presidido por ti. Meses antes de cesar te confesé con ingenuidad –sin cuidarme de buscar ningún efecto político- que tenía perdidas mi ilusión y mi fe en nuestra empresa. Desde entonces, física y moralmente maltrecho, hubiera necesitado no ya sólo un completo alejamiento de toda actividad pública, sino incluso por algún tiempo de toda otra privada o profesional para recomponer en parte mi salud destrozada y serenar mi espíritu. Si el segundo no estuvo al alcance de mis medios materiales, sí tuve firme voluntad para mantener del modo más absoluto el primero. Lo que ya no he podido –ello es superior a las fuerzas de cualquier ser consciente- es despreocuparme de tanta cosa grave como en estos tres años ha ocurrido. Sobre ellas, sobre la suerte de España, sus posibilidades y caminos, no pretendo haber discurrido siempre lo más acertado, pero la verdad es que, con la visión más entera que alcanzan la observación y la meditación cuando se producen fuera del Poder después de haber vivido metido en él, he pensado tanto que me considero hoy en el deber de ofrecerte estas reflexiones, aunque sólo fueran, que no lo creo, puntos de vista puramente subjetivos, sobre la situación a que políticamente ha llegado el país.
Acaso resulte extraño que lo haga en este momento en el que las mismas gentes más visiblemente impresionadas ante el comunicado de Postdam, las que entonces lo creyeron todo perdido, lo consideran ahora, tras el discurso de Bevin, en plena euforia, definitivamente salvado. Más extraviadas las creo ahora que entonces a pesar de que también yo advirtiera el positivo calor del acto producido por el Secretario del Foreign Office. Y realmente es de admirar (no obstante las claras y poderosas razones de nuestro desafecto hacia Inglaterra cuya síntesis está en Gibraltar y que los ingleses, precisamente porque han demostrado poseer tan alto grado de patriotismo, no dejarán de entenderlas al considerar la cuestión situándose en la vertiente del patriotismo español) el impresionante aplomo de aquel pueblo que, vencedor en la guerra más grande de la Historia, derrota en las urnas al principal artífice de su victoria para dar paso a un Gobierno laborista desde el que un Ministro obrero acredite ante el mundo tan gran sentido de responsabilidad. En el punto a que han llegado las cosas del mundo no se podía esperar tanto. De tal manera que el tan apetecido triunfo de Churchill no hubiera podido ofrecernos, aún queriéndolo él, lo que inesperadamente ha traído el triunfo de Attlee. Todo hay que agradecerlo a la providencia de Dios, pero sería insigne insensatez valorar aquel discurso como absolución de nuestra política y garantía de nuestro presente y porvenir. Bien al contrario. La recta interpretación del beneficio que nos reporta es ésta: cuando ya teníamos cerrados todos los caminos, sin el más pequeño espacio para maniobrar, al borde mismo del abismo, se nos ofrece, ¡otra vez!, la posibilidad de hacer algo. Temerario sería, sin embargo, pensar que aquel espacio ha de mantenerse indefinidamente y serían graves las consecuencias de no utilizarlo pronto, sin atropellamientos indignos –que nunca tienen justificación ni utilidad- pero sin pausa mortal. Porque no es improbable que pasado algún tiempo el mismo Bevin, si alguna circunstancia útil al interés del Imperio lo aconseja, hable de nuevo para decir que, serenamente, nos hizo una advertencia demasiado impasiblemente recibida y sitúe en plano más peligroso la relación con España. Por eso la evolución política sigue siendo ahora tan necesaria como antes; meditándola tanto como se quiera; ejecutándola con la necesaria cautela y sin soltar alegremente, resortes fundamentales para que se produzca y se mantenga con orden.
Ahora la realidad –bien distinta a la que se nos ofrecía cuando empezamos en Salamanca llenos de pureza ideal nuestra tarea- es que el signo político entonces en auge ha sido destruido con la derrota militar del Eje y que las democracias han quedado triunfantes aunque amenazadas de otros males. Entonces hicimos lo que convenía al ser y poder de España. Estábamos obligados a aprovechar la coyuntura de una transformación política de Europa para así lograr una presencia interesada en las cuestiones del mundo y para recobrar algo del rango y poder que otro tiempo tuviéramos. Yo, que en lo episódico y en lo personal haría hoy casi todas las cosas de modo bien distinto a como entonces las hice, no me arrepiento sin embargo de la línea fundamental de nuestra política de entonces que tuvo, ¡entonces!, plena justificación.
Permíteme que intente poner ¡ya es hora! Unas ideas en orden frente a tanta habladuría y confusión: en 1931 padeció España una República que fue inoportuna y anacrónica porque contrariamente a la ilusión y buena fe de algunos políticos liberales que trabajaron por su instauración, al proletario español –acompasado a las corrientes universales- no interesaban las libertades civiles sino la igualdad económica. No deseaba ver triunfante la democracia liberal sino la revolución socialista, que era la cuestión de nuestro tiempo como herencia del capitalismo y la democracia. Por eso la República fue imponente para contener el terror de las masas y acabó por colaborar con él. La derecha española se aprestó a la defensa. La guerra civil la provocó el último Gobierno republicano. La Falange, entonces incipiente, no creyó por la claridad y valentía de su jefe, en la reacción posibilista. Pensó con acierto que la revolución que en España se había abierto ya no se podía evitar y que abandonada a sí misma concluiría matemáticamente en la dictadura marxista. Su solución estaba en prestar a la revolución cauce y meta diferentes. Esto es, en separar de la dialéctica materialista la tendencia de las masas a una relativa nivelación económica, salvando en un orden nuevo lo más legítimo de cuanto encierra la libertad humana (incluido el derecho a la propiedad) y los valores espirituales heredados: La tradición nacional, la fe religiosa y la cultura espiritualista. La realización de esta tarea había de tener bastante de experimento. En orden a los métodos provisionales a seguir no había mucho que inventar. Adoptamos los que se había acreditado como más eficaces en el mundo. Pues ya antes que nosotros otros países, Alemania, Italia y Portugal (cada uno con características propias y distintas) en la imposibilidad de hacer viable una democracia no marxista, se habían visto, como luego nosotros, en el trance de idear una desviación nacional y en cierto modo tradicional de la revolución. Ahora bien, en España fue tan rápido el proceso de la revolución marxista amparada por la República que el de la Falange no llegó a su madurez y, con la sola excepción de su jefe, no tuvo tiempo para formar un grupo de mando sólido y prestigioso.
Así las cosas el asesinato por agentes del Gobierno de un hombre relevante, Calvo Sotelo, jefe moral de oposición a aquel régimen, movió a todas las fuerzas conservadoras (desde la extrema derecha hasta los republicanos moderados y no marxistas) a unirse en torno del ejército, para atajar la revolución.
Desgraciadamente el 18 de julio no pudo ya ser un golpe de estado porque la revolución estaba ya eficazmente armada y si antes provocó entonces resistió. Fue una cosa mucho más terrible: la guerra civil. Por esta razón apuntada, de falta de tiempo para su desarrollo, la aspiración falangista de dar curso diferente a la Revolución quedó aplazada: la coalición del 18 de julio limitaba provisionalmente, su significación a la defensiva anti-marxista. Monárquicos liberales y tradicionalistas republicanos de orden sindicalistas moderados, populistas católicos, y falangistas, coincidían en ella. Y también coincidieron –sin filiación política- la casi totalidad de las clases campesinas, la vieja aristocracia y la burguesía media y pequeña. El fundente apolítico y nacional de todo esto fue el ejército. Así resulta que si no materialmente, moralmente fue el 18 de julio un plebiscito de plena legitimidad.
Pasados muchos meses de guerra victoriosamente conducida fue preciso pensar en la fórmula política útil para resolver en la paz los problemas de la vida española; y el trastorno que en ella produjera la contienda armada bien valía la pena de aprovechar aquella oportunidad ¡única! Para hacer un reajuste a fondo de la misma que intentara ganar la altura de tanto sacrificio y dolor como costara.
Las tres formulas políticas genéricas de nuestro tiempo eran: democracia liberal, fascismo o comunismo. La democracia liberal que no había podido evitar en la paz el deslizamiento hacía el marxismo mucho menos había de ser viable sobre los rescoldos abrasados de una guerra intestina. El marxismo era la negación del ser nacional. No quedaba más que el experimento intermedio: un fascismo que por reversión a los valores nacionales podía ser íntegramente original. El último factor para tomar aquella orientación nos vino impuesto de fuera; pues mientras las democracias y el comunismo cerraban frente a nosotros (y rusos, checos, franceses, etc., bien equipados entraban por el Pirineo) Italia, Alemania y Portugal vinieron en nuestra ayuda, modesta en el aspecto material pero moral y diplomáticamente valiosa. Esta actitud tuvo aquí lógica repercusión y abrió hacía los tres países una corriente natural de simpatía y gratitud.
Por todo ello a partir de abril de 1937 (decreto de unificación) el movimiento nacional, primero apolítico, tuvo una doctrina, una organización política y un jefe. Pero no hay que engañarse, la diversidad de los elementos fusionados quedo latente y decidió para siempre la neutralidad política del Estado. La Falange no fue nunca la fuerza básica del Estado. Solo en tiempo ya lejano luchó por hacerse sitio. Luego no hizo más que cuidarse de su permanencia en el disfrute del Poder de cualquier forma y quedó reducida a ser la etiqueta externa de un régimen políticamente neutral. En política exterior tuvo una clara significación germanófila. Yo fui resueltamente germanófilo, y, aunque ello fuera físicamente posible jamás cometería la villanía de negar la sinceridad de mis sentimientos. Mi amistad hacía los pueblos hoy vencidos fue inequívoca, leal y digna. Leal amigo de ellos pero con el sentido responsable y la dignidad de un verdadero Ministro de España. (En esto –y en otras cosas- mi conducta fue bien distinta de la de algunos sucesores míos del Partido, ultragermanófilos entonces, neoanglofilos luego, que mientras yo «con muchísima amistad» pare en Berlín y en Berchtesgaden, durante muchas horas de acoso los golpes de la afilada dialéctica de Hitler apremiándonos para que cerrásemos el Estrecho –vivo está el testimonio del profesor Tovar y del Barón de las Torres-, iban los tales, hoy neoanglófilos, a la Embajada de Alemania en Madrid con el «alquila» levantado a hacer méritos informando al extranjero de que mi germanofilia era escasa y poco sincera con lo que cometían la traición de disminuir la autoridad de un Ministro español sobre quien pesaba tan delicada misión. Pero no quiero rebajar el tono de mi escrito manchándole con interminables capítulos –discursos y artículos supergermanófilos a mí salida del Gobierno, muecas de guerra contra los aliados en la hora más inoportuna, etc.- si hiciera el recuento de tanta insolvencia y maldad como he conocido y he padecido.)
Cerrado el paréntesis vuelvo a decir que aquella política fue la que entonces convino a España. Recuerdo todavía el ambiente de hostilidad que en mi primer viaje a Berlín respiré en la Wilhelmstrasse donde calificaban de equívoca y leal –por otra parte lógica- hacia el III Reich podía salvarnos de la invasión que de otra manera se habría producido con estas consecuencias:
A. Para España la guerra en la forma más humillante e incómoda sin la dignidad ni la esperanza que cuadran a una nación cuando libremente decide su destino.
B. Para las Naciones Unidas desventajas tales que o habrían comprometido su victoria o al menos la habrían dificultado en términos muy onerosos. Nuestros enemigos más enconados, de dentro o de fuera, han de reconocerlo así porque otra cosa sería negar la evidencia. Dos hechos, pues, son incontrovertibles y su desconocimiento significaría siempre un acto de mala fe: Uno, que la España falangista fue amiga de las naciones vencidas; otro, que no hicimos la guerra a las naciones vencedoras.
Nosotros hicimos lo que al interés de España convenía durante la dominación alemana en Europa. Con nuestra política hacia fuera, y nuestra pugna por un Estado falangista hacia dentro, además de evitar la invasión, positivamente hubiéramos prestado a España un señalado servicio en el caso de una victoria del Eje que en algún momento tuvo grandes probabilidades según la opinión, no recatada, de militares muy calificados. Si el Eje hubiera triunfado España habría tenido un papel en el mundo gracias a nuestra presencia en el Poder. Pero no debemos ahora exponernos a que por la misma razón España sea perseguida. Hicimos un servicio y debemos consumarlo. Entonces y ahora lo que quisimos y queremos es que España se salve aunque nosotros parezcamos. Y piensa que aunque el segundo de los hechos que dejo sentados –que España no hizo la guerra a las naciones vencedoras- sea inconmovible (es un hecho físico que Inglaterra y EE.UU. reconocieron en su día, y que ahora no sería correcto negar, y sería en su consecuencia injusto castigar a España como culpable) es evidente que sea cual sea el último designio de los aliados para con España la apariencia totalitaria del régimen les da pretexto para cualquier agresión. Tan evidente es lo que digo que el Estado al percibirlo –con gran retraso- ha tomado una serie de rectificaciones parciales destinadas a borrar su propia imagen. Esas rectificaciones no siempre son honrosas para Falange ni útiles para España. Ni esa carrera de rectificaciones parciales, ni aquel embrutecido afán de algunos para permanecer a todo trance en el mando desconociendo las insobornables realidades del mundo.
La Falange debe ser hoy honrosamente licenciada con la conciencia de haber servido a España en su momento. Si mañana fuera derribada por coacción exterior pesaría sobre ella la vergüenza de haber antepuesto su vanidad al servicio de la Patria. Y aunque ello fuera obra no de la Falange sino de «aquellos jefecillos que piensan que la salud de la comunidad va ligada directamente a su permanencia en el Gobierno» ante la Historia el hecho sería aquel. La Falange en sus mejores días tiene una Historia de honor que ha de ser respetada. No se puede ahora inventar una Falange democrática y aliadófila sin faltar a aquel respeto. Pero lo que es mucho más importante es que España como pueblo, como comunidad, ha de salvarse de la revolución o la invasión a cualquier precio. Ayer fuimos nosotros los posibles salvadores. Dejemos que hoy lo sean quienes pueden serlo. Adopte el Estado una nueva fisonomía, pero de verdad y sin pueriles malabarismos. Disuélvase o apártese del Poder a la Falange, pero esta disolución con dos cláusulas: una respecto a la Falange misma, otra respecto al Estado. La Falange debe ser relevada con honra y con libertad para justificarse y seguir sirviendo a España. Permítasele, disuelta oficialmente, reponer su primitivo ambiente. Lo que nos quede de autenticidad permanecerá. Y ya podría el Estado conformarse con no tener más oposición que la significada por esa fuerza en radical discrepancia con él pero en cada hora difícil a su servicio para defender la vida de España.
Respecto al Estado es necesaria la continuidad. No se trata de la caída en lo que se ha llamado una «etapa Berenguer» –tópico al que se ha acudido con demasiada vulgaridad- sino de la orientación del régimen hacia donde sólo es posible: hacia un Gobierno nacional apoyado sobre la base popular extensa y apolítica de un frente nacional que empezará en la extrema derecha para acabar en la zona templada de la izquierda. Todo lo español no rojo estará integrado allí y el Gobierno compuesto por hombres eminentes (empezando por los monárquicos de mayor respetabilidad, pasando por políticos de excepcional valía como Cambó, para terminar en otros del tipo político intelectual de Ortega o Marañón) con nombres resonantes en el mundo será capaz de hacerle entender que la mayoría del pueblo español, por miedo a la revolución comunista de la que tiene cruel experiencia, está unido en ese frente nacional detrás de ti para configurar el Estado atemperándose a las realidades del mundo, pero sin entregarse cobardemente a amenazas o exigencias ilegítimas.
(Ya me imagino lo que unas veces la pasión limpia y respetable, otras la vulgaridad o la ambición de tanto zarramplín con ínfulas de estadista, objetará ante alguno de estos nombres. La contrarréplica es fácil y segura para quienes de vuelta de ingenuidades o cerrazones ven las cosas de modo más humano y real.)
Ese Gobierno del frente nacional con energía inteligente convocaría y ganaría un plebiscito popular, forma de democracia directa que a la material legitimidad del Estado le añadiría una legitimidad formal inatacable. Sobre ese plebiscito habrá que asentar la Monarquía nacional tantas veces anunciada.
Todo ello operando con destreza tendría éxito seguro. Porque hoy todavía –pero pronto no lo serán- son ciertas estas dos cosas: una, que si tú abandonases de cualquier forma el mando del Estado se producirían la anarquía y la guerra civil, para desembocar seguramente en el triunfo de los comunistas. Otra, que la gran mayoría de la masa española, alentada por el recuerdo y la experiencia, está dispuesta a defenderse a toda costa y con olvido de agravios e injusticias nadie desertaría el cumplimiento de su deber. Los mismos falangistas oficialmente fuerza del Poder formarían una legión defensiva, cada uno sería un soldado, como lo serían muchísimos españoles más. No sería perder una base –la Falange oficial, que no es nada-, sino conquistar otra más ancha. Porque si los republicanos exiliados pueden poner en la balanza a unos millones de hombres, el Estado nacional –abierto a todo el pueblo- puede poner en todo caso los 12 millones que le dieron la victoria más tres o cuatro entre los arrepentidos y los escarmentados. Hay que dar a esa gran masa nacional la oportunidad de manifestarse y convertirse en una milicia general, defensiva y apolítica, capaz de ser incorporada con ardimiento y presteza, en los cuadros mismos del Ejército si la hora difícil llega. Y en ese servicio pedirían el último puesto los mismos hombres que al precio de inútiles y pobres mistificaciones no aceptarían el más alto del Estado.
Todo ello lo someto a tu consideración con el mejor deseo.
Ramón Serrano Suñer»
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