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Es nuestra figura histórica más legendaria sin duda alguna. Fue el modelo de héroe caballeresco inmortalizado por el Cantar de Gesta e incluso llevado al cine de Hollywood en su época dorada. Es la figura de referencia de la Conciencia Nacional de España y de la Hispanidad toda. “Dios, que buen vasallo si tuviera buen señor”, frase que sintetiza su figura, su personalidad, su lealtad, su compromiso y su valía. Su nombre no fue, sino que es y seguirá siendo, Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid, El Cid Campeador, el arquetipo de una manera de entender la vida, la auténtica, la que merece la pena ser vivida.

El Cid encarnó los valores del caballero y del héroe legendario. Fue un hombre leal, justo, prudente, valeroso y templado, pero temerario en el combate. No fue solo leyenda, existió realmente, y lo sabemos por los testimonios y documentos históricos que así lo revelan como la Historia Roderici (o Gesta Roderici Campidocti) y también por las numerosas crónicas árabes que hablan acerca de su figura.

Nació alrededor del 1043 en una aldea burgalesa llamada Vivar y fue hijo de Don Diego Laínez y Teresa Rodriguez, ambos castellanos infanzones, nobles de condición humilde. Al quedar huérfano de padre, se crió con el príncipe Sancho de Castilla en la corte de Fernando I El Grande. Cuando Sancho fue coronado Rey en 1065, Rodrigo fue nombrado su alférez.

Rodrigo Diaz de Vivar recibió el título de Campi Doctor -de ahí lo de Campeador- cuando tuvo que resolver por las armas, conforme al código caballeresco, una disputa por unos castillos en litigio entre los monarcas de Castilla, Navarra y Aragón en un combate entre sus alféreces. Sobra aclarar quién resultó vencedor.

Conflictos entre reinos cristianos, alianzas que se hacían y rompían frecuentemente por motivos tácticos y por luchas de poder; vasallajes y protecciones reales, incluso entre reinos musulmanes y cristianos, eran muy frecuentes en la época. Este fue el marco político en el que tuvo que lidiar el Cid. Tiempos también de Reconquista, de fe, de coraje, de traiciones y lealtades y también de guerras fratricidas, como la entablada entre Sancho de Castilla y su hermano Alfonso de León.

El castellano Sancho encontró su muerte cuando sitiaba en Zamora a los partidarios de Alfonso. Por la noche, en su campamento fue atravesado por una lanza empuñada por un hombre de su hermano. Este, al conocer la noticia, se dirigió a Zamora para ser coronado rey, pero los nobles fieles a Sancho desconfiaron de su inocencia. De ahí el famoso Juramento de Santa Gadea, en el que Rodrigo sin saberlo aún, selló su destino, al obligar a Alfonso a jurar que no tuvo nada que ver con la muerte de su hermano Sancho. Alfonso nunca perdonó a Rodrigo semejante humillación.

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El Cid contrajo matrimonio con la también legendaria Doña Jimena Díaz, asturiana y bisnieta de Alfonso V. El amor de Rodrigo y Jimena se convirtió en arquetípico gracias al Cantar de Mio Cid, casi comparable con otros amores históricos legendarios como el de Ulises y Penélope o Romeo y Julieta.

El rey Alfonso le encargó la tarea de cobrar los tributos que los reinos moros pagaban al reino castellano. Esto al poco tiempo trajo aparejado el doloroso destierro de Rodrigo, que comenzó a finales del 1080, cuando debió abandonar Castilla junto a su fiel mesnada, debido a una serie de sucesos algo confusos -al entender de su rey- respecto a sus acciones en el cumplimiento de sus órdenes. Cruzó la frontera y acabó al servicio del rey de la taifa mora de Zaragoza.

¿Cómo es posible que un caballero cristiano acabe al servicio de un rey moro? La etapa de la llamada Reconquista por entonces era más que compleja y complicada. Alrededor del año1000 los reyes cristianos peleaban entre sí y contra los moros, se aliaban con moros para pelear contra cristianos y con otros cristianos para pelear contra otros moros. Por supuesto, los moros peleaban permanente entre si… El Califato de Al Ándalus había caído, disgregándose en pequeños reinos, los reinos de Taifas, enfrentados entre ellos. Muchos de estos reinos musulmanes pagaban tributo a los cristianos para ser protegidos de sus enemigos y así surgió el régimen conocido como de las parias.

Los reinos cristianos tampoco estaban unificados. La soberanía de un territorio estaba encarnada en la persona del rey y al morir este, sus posesiones eran repartidas entre sus hijos. Este fue el complicado cuadro político en el que le tocó actuar a nuestro querido Cid Campeador.

¿Y por qué eso de Cid? Fue aclamado Sidi -Señor- por los moros de Zaragoza al vencer a los moros de Lérida, aliados al rey cristiano de Aragón y al conde de Barcelona. De ahí Sidi Campi Doctor o Cid Campeador.

En el año 1086 tuvo lugar la invasión almorávide -una facción islámica extremadamente radical- a la península, y el equilibrio de poder entre moros y cristianos estuvo a punto de romperse. Por este motivo, Alfonso se reconcilió con el Cid y le encomendó la defensa del Levante. Pero en el año 1089, al llegar tarde al sitio de Aledo en Murcia, Alfonso volvió a desterrarlo nuevamente. Las viejas heridas personales no habían sido cerradas.

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El Cid decidió dominar la región personalmente. Derrotó a todos sus enemigos, incluso al rey moro de Lérida, esta vez apoyado por el cristiano conde de Barcelona, Berenguer Ramon II. Los castellanos, aragoneses y catalanes aliados atacaron a Valencia, tributaria del Cid. Rodrigo resistió, triunfó e incluso hizo retroceder a sus enemigos, en este caso cristianos como él. Finalmente, tras una guerra interna entre los moros de Valencia, Rodrigo la tomó militarmente en junio del año 1094.

Ante la nueva amenaza africana de los almorávides se alió con Pedro I de Aragón y Ramón Berenguer III de Barcelona, antiguos rivales y enemigos, y los musulmanes fueron derrotados en Valencia. El Cid, maltrecho y enfermo por mil batallas, murió allí el 9 de julio de 1099.

En esos días, durante esa misma semana, cuando El Cid “comenzó a ganar batallas después de muerto”, se estaba desarrollando del otro lado del Mediterráneo, el sitio, asedio y conquista de Jerusalén. La ciudad fue arrebatada de las manos musulmanas y culminó con la creación del Reino Cristiano en Tierra Santa marcando el final de la Primera Cruzada. Ese fue su tiempo y su mundo, el del castellano forjador del espíritu indomable de estas tierras, el mismo que se extendería de oriente a occidente en defensa de una cultura y civilización llamada Cristiandad.

Hasta ahí el Cid histórico. Luego llegaría la leyenda con el Cantar, compuesto alrededor del 1180 y difundido por innumerables juglares, que permaneció durante siglos en la memoria de generaciones, convirtiéndose en pieza fundamental de nuestra identidad.

Su lealtad, fidelidad y valor fueron excepcionales al exigir juramento al mismo rey Alfonso, ante la dudosa complicidad en la muerte de su hermano. Fue un súbdito fiel, justiciero, hombre de familia y virtuoso, todo un hombre libre, un jefe generoso, un líder con todas las letras. Un hombre legendario, cuya figura en estos tiempos de traiciones, maldad y miserias se engrandece cada día más ante el recuerdo de sus hazañas.

Autor

José Papparelli