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Muchos fueron los protagonistas de aquel episodio en el que, herida en su orgullo, se levantó en armas la nación española. Pocas veces habíamos advertido los peligros que acechaban a la patria, y nunca habíamos sentido en el cogote el aliento de una invasión extranjera. Corría el año 1808 tan deprisa como la sangre francesa por los campos de Castilla. Madrid había prendido la mecha que corría por toda la geografía en forma de guerrilla, y el pueblo español prefirió echarse al monte antes que doblegarse al todopoderoso Napoleón. Y en esas escaramuzas, asaltos y emboscadas fue donde Juan Martín Díez forjó su leyenda. El Empecinado le llamaban por ser natural de Castrillo de Duero donde los lodos abundaban, pero nunca antes un mote despectivo que significaba estar manchado de pecina, había derivado etimológicamente en algo tan español como la obstinación y la tenacidad. Y es que así era Juan, pertinaz en sus principios y consecuente con ellos. Si no, no se explica como saliera de su casa con apenas un puñado de hombres y terminara formando una guerrilla de cinco mil. Tampoco se explicaría como los franceses, habiendo prendido a la madre de Juan para usarla como moneda de cambio terminaran liberándola ante la sola advertencia de aquel caudillo de Castilla que se había erigido como ídolo de la resistencia española. O cómo liberó Madrid y entró triunfalmente con sus tropas entre vítores y corazones enardecidos jaleando al recién ascendido Mariscal de Campo. Pero esa es la primera parte de la historia, y es que si hasta entonces la lucha había sido contra el francés, todavía Juan tendría que ver la guerra entre hermanos. Sus ansias de libertad y la fe en una Constitución que estableciera unos principios de igualdad y justicia, le pasaron factura. Esa obstinación suya de pelear por lo que su corazón le dictaba como cierto, le llevó no sólo a ser retratado por Goya o a recibir la espada del rey Jorge como muestra de admiración, sino a granjearse el peor de los enemigos: la ingratitud. De la noche a la mañana, los absolutistas le convirtieron en proscrito, y el pueblo que tanto le había aclamado y llevado en volandas por la geografía castellana hizo de Juan el blanco de sus iras y frustraciones. Fue prendido y condenado a una muerte sin honores militares, pero nuestro protagonista, no sabiendo morir en cama ni de forma deshonrosa, se revolvió cuando lo llevaban al cadalso, se liberó de las cadenas que le ataban y forzó su muerte a bayonetazos.

Como siempre, el tiempo y la distancia ponen cada cosa en su lugar y doscientos años después podemos decir que la figura de El Empecinado ha sido transmitida a través de generaciones en toda su épica y gloria. Hoy en día es símbolo de valentía, coraje y corazón. El honor de un campesino frente al abuso y el servilismo, superó la arrogancia francesa y la soberbia realista; trascendió a todos aquellos que le traicionaron y despojaron de su fama. Pero su mayor triunfo, la gesta más meritoria es haber perdurado en la memoria colectiva de un pueblo habitualmente olvidadizo, agitando nuestro espíritu orgulloso y espoleándonos ante la sumisión y la injusticia. Sirva este recuerdo como homenaje a uno de los protagonistas más heroicos de nuestra historia, y como revelación a las generaciones venideras de lo que fuimos, somos y podemos ser.

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Victoria Amanda González Jiménez

La imagen es un lienzo de Goya pintado en 1809 y está en el Museo de Bellas Artes Occidentales de Tokio, Japón

Autor

REDACCIÓN