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Descripción

Por variadas razones el alzamiento cívico-militar de 1936 fracasó en el territorio levantino, pese a contar, en potencia, con muchas personas dispuestas a sublevarse. Los impedimentos fueron de varios tipos, pasando a mencionarlos sin solución  de continuidad. Por un lado, nos encontramos con las propias fuerzas del Frente Popular, cuyas milicias estaban armadas y organizadas, recibiendo incluso armamento clandestino por las playas de la capital del Turia. También ha de citarse la actividad subversiva de los agentes de la Internacional Comunista o III Internacional en territorio levantino, cuyos sigilosos movimientos eran seguidos por la sección informativa del Ejército y determinados activistas de orden; no en vano, en la primavera de 1936, se organizaba una reunión de personajes comunistas franceses y eslavos en el término de Valencia para testar las atmósfera revolucionaria del momento, cuyo desarrollo fue conocido por los agentes que servían al general Mola y a su grupo de colaboradores.  Con todo, fueron las tibiezas del general González Carrasco las que dieron al traste con las ilusiones de los conjurados, aplazando la fecha del levantamiento, lo que dio tiempo a las bravas fuerzas revolucionarias para hacerse definitivamente con el mando, pese a las resistencias de los acuartelamientos del Saler y la Alameda, así como las ocurridas en otros lugares de la comunidad valenciana. A la postre, la caída de Valencia supuso también la pérdida de todas las provincias levantinas y, en consecuencia, el desencadenamiento de la furia popular contra personas y cosas, consideradas como enemigas, en el imaginario de los milicianos izquierdistas.

La persecución marxista –que no represión- se instrumentalizó a través de terroríficas checas, siniestros comités locales y sectarios tribunales populares, todos de agrio recuerdo para los naturales de Castellón y Valencia. En el primero de los territorios, fueron tristemente célebres las fechorías de las checas Amanecer, Desesperada o la de los Inseparables, terrible grupo al que la prensa provincial le achacaba un historial delictivo de más de mil homicidios. Por su parte, en la capital valenciana, operaron una quincena de checas social-comunistas y anarquistas, siendo unas de las más espeluznantes, la de Santa Úrsula y la del SIM; sin olvidar el Comité de Salud Pública que estuvo operativo hasta principios de 1937. Por lo demás, en el territorio que nos ocupa, se permitieron sacas irregulares de presos encerrados en cárceles y buques-prisión, seguidos de fusilamientos informales y tumultuarios, aplicándose también a cientos de disidentes variados tormentos y terribles torturas en los centros de detención.

 

Cuantificación

El martirologio castellonense de víctimas confeccionado por la Causa General refiere 1332 muertes alevosas, cometidas por los partidarios del Frente Popular hasta la época de la liberación. No obstante, teniendo en cuenta que la razia efectuada por las tropas rojas a la entrada de las tropas franquistas en la capital pudo afectar, según testimonio judicial, a un considerable número de personas forasteras (tal vez miles), incluyendo en este trágico suceso los rehenes fusilados por las tropas en su huida hacia Valencia, nada es seguro hasta el punto que el álbum del Santuario Nacional de la Gran Promesa de Valladolid enumera 4240 caídos en la provincia que, en su mayoría, deben corresponder a personas asesinadas.

Terrible fue la persecución religiosa consentida en la provincia de Castellón, con trescientas treinta y nueve víctimas contabilizadas, comenzando por señalar la ejecución incomprensible del obispo de Segorbe, el siete de agosto de 1936, acompañado de su hermano, un carmelita, dos franciscanos y el vicario general de la diócesis, cuando solamente llevaba el señor obispo un mes y una semana en el cargo episcopal… Por lo demás, en la zona castellonense de la diócesis de Tortosa, fueron asesinados 151 sacerdotes, siendo destruidas completamente 48 iglesias del mencionado territorio diocesano, resultando afectadas todas las demás por daños de consideración. Hemos de citar, por su excentricidad, los actos de pillaje cometidos en tierras de Teruel por integrantes de la Desesperada en una de sus correrías antirreligiosas, y que fueron estimados en cientos de miles de pesetas.

El tesoro histórico-artístico fue atacado sin miramientos en la provincia, respondiendo a un plan diseñado con anterioridad a la guerra, pues podría catalogarse como una avalancha catastrófica tras una organización previa. Fue prácticamente destruida la iglesia arciprestal de Morella (todo un monumento nacional), una reliquia gótica del 1317, destrozándose retablos, estatuas, lienzos y hasta su famoso Lignum Crucis. La devastación cuasi-satánica prosiguió contra templos y edificios de varias localidades: Adzaneta del Maestre, Villafranca, Albocácer, Alcalá de Chisvert, Benicasim, Catí, Nules, Peníscola, etc.

Por su parte, de los diferentes bancos y cajas de la provincia fueron sustraídas por las fuerzas rojas un total de 3.286.221,88 pesetas, comprendiendo, según testimonio notarial, metálico, alhajas y títulos-valores.

Por lo que a Valencia respecta, nunca se sabrá cuántas víctimas causó la persecución izquierdista en la provincia, habida cuenta que las indagaciones de la Causa General quedaron inconclusas en 1950, si bien arrojaban por entonces la confirmación de 1668 personas identificadas para el término municipal de Valencia y otras 5015 para toda la provincia; si bien, los mil y pico homicidios de la ciudad debieron ya cometerse en el mes de agosto de 1936, al certificar un testigo presencial -como fue el letrado y escritor Luis Molero Massa- la aparición diaria de sesenta, ochenta y hasta cien cadáveres en los arrabales de la ciudad, desde julio del 36 hasta enero del 37, mes en que este abogado del Estado sería detenido por la policía republicana: dándose la paradoja de que cuando se celebraron los primeros juicios sustanciados por los tribunales populares, a principios de septiembre, algunos de los procesados ni siquiera podían comparecer a la vista pública porque ya habían sido fusilados. Con todo, a finales de 1938, el Servicio de Información del Ejército adelantó, en un estudio reservado sobre la represión republicana, la espantosa cifra de 35000 ejecuciones para toda la jurisdicción provincial.

Pues bien, los sacerdotes y religiosos asesinados en la provincia ascendieron a 599, cantidad a la que hay que añadir 112 religiosas masacradas. Según la estadística eclesiástica fueron completamente destruidos ochocientos templos en la diócesis de Valencia; así como otros 1500 resultaron parcialmente devastados y profanados, destruyéndose de paso todo su ajuar. De hecho, tales acciones constituyeron un atentado al patrimonio histórico-artístico sin parangón. Perdiéndose en la capital: de la iglesia de los Santos Juanes (de factura barroco-churrigueresca con reminiscencias góticas y grecorromanas), unos frescos del pintor Antonio Palomino de fama universal y el archivo de casi cincuenta mil documentos; los ricos archivos del colegio de Santo Tomás de Villanueva; la preciosa custodia de la catedral, mencionándose igualmente varios retablos de la seo devastados por las turbas; parte de la efigie de la Virgen de los Desamparados, patrona de la ciudad, incendiada por las turbas; obras pictóricas de Ribalta y Goya, de la Iglesia de San Martín (siglo XIV)… El palacio arzobispal y el museo diocesano también fueron asaltados, arrasándose la biblioteca de quince mil volúmenes y valiosos incunables, destrozándose igualmente tablas, trípticos y hasta varias composiciones de los pintores Ribalta, Espinosa o Juan de Juanes, de notabilísimo valor. Además, la furia destructora también afectaría a edificios señeros de la provincia, siendo atacados el antiguo Monasterio de la Merced de El Puig (profanando las tumbas de personalidades históricas), la Iglesia de la Sangre de Liria (monumento nacional del siglo XIII), la Iglesia colegial de Santa María de Játiva (arrasándose su museo y desapareciendo sus preciosas joyas -en parte donación del papa Calixto III- tras desvalijar la sucursal del Banco de España donde estaban custodiadas), la colegiata y la casa ducal de los Borja sitos en Gandía o la Iglesia de la Virgen del Castillo, patrona de Cullera. En definitiva, una completa catástrofe artística, cuyos destrozos intencionados eran considerados como graves delitos por las leyes de la guerra.

En total, los daños infligidos a las propiedades de la diócesis de Valencia cifraron la friolera de 700 millones de pesetas, según la información diocesana disponible lustros más tarde. De cantidad tan astronómica, sabemos que casi 27 millones de pesetas de la época correspondían a daños causados en obras de fábrica de las iglesias profanadas; 40 millones, a daños infligidos en ornamentos, imágenes y enseres; y casi siete millones de pesetas, en pérdidas de obras de arte de naturaleza sacra.

Tampoco podrá saberse la valoración definitiva de los daños irrogados a la propiedad privada por las milicias izquierdistas de la provincia, pues los perjudicados perdieron toda esperanza de ser indemnizados, como reconocía el fiscal instructor de la Causa General en 1950, aunque pudo alcanzar una cifra colosal, habida cuenta que sólo en el término municipal de Valencia constan las declaraciones juradas de más de dos mil trescientas personas, justificando la expolición de su patrimonio personal; y en el término de Albalat de la Ribera, los saqueos no bajaron de un millón de pesetas. De hecho, el Servicio de Información del Ejército revelaba en 1938 que no pocos inmuebles de la ciudad de Valencia habían sido incautados por partidos y sindicatos del Frente Popular, a costa de sus legítimos propietarios. Y es que también se produjeron múltiples rapiñas e incautaciones en cuentas bancarias, depósitos y cajas de seguridad, que las entidades crediticias provinciales cifraron en los años cuarenta en cientos de miles de pesetas.

 

Las atrocidades más reseñables

El fiscal de la Causa General en Valencia describía en enero de 1950 los trágicos caracteres de la persecución izquierdista del siguiente modo:

Las características de la criminalidad son las mismas que en toda la zona roja. Desde los primeros momentos, desatadas las pasiones, removidos los bajos fondos y en ambiente de absoluta impunidad, se prodigaron los asesinatos que, en muchas ocasiones, no obedecían siquiera a móviles de ideologías políticas encontradas, sino a venganzas particulares que era cómodo satisfacer sin peligro en el clima producido por la guerra en el que se desenvolvían con holgura todas las insanias, actuando individuos sueltos o en grupos al servicio de las sindicales, con absoluta carencia de sentimientos de humanidad, poniendo en todos los crímenes el sello de la brutalidad y de la saña, sin el menor respeto a sexo ni edad, con repugnante sadismo, satisfaciendo los instintos sangrientos de seres infrahumanos.

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De hecho, las brutalidades fueron incontables. Así, en la valenciana Fuente la Higuera, detuvieron a un vecino para fusilarlo en el collado de Almansa, huyendo de la ejecución, pero denunciado el herido por un paisano fue nuevamente capturado y asesinado brutalmente. No contentos con ellos, los ejecutores capturaron seguidamente al hijo mayor del asesinado, aserrándolo por muslos, tronco y cuello, según los datos del Servicio de Información del Ejército. En la misma localidad referida, fueron quemados vivos tres miembros de la Derecha Regional Valenciana en agosto de 1936, pese a que uno de sus principales dirigentes (Lucia) manifestó públicamente su rechazo a la sublevación del Ejército de África. Y, en Tabernes de Valldigna, fueron fusiladas varias mujeres por pertenecer a dicho partido político, incluso una indefensa anciana por ser madre de una de las mujeres asesinadas… Por su parte, en la localidad de Massamagrell fueron fusilados todos los hermanos Mestre: siete varones y dos mujeres de profundas ideas religiosas.

En lo que respecta a la provincia castellonense, debemos referir varios sucesos terribles: nueve personas murieron por cremación, entre ellas varios sacerdotes; la señorita Francisca González Expresati fue violada tres veces antes de ser asesinada; en Onda, un teniente de la Guardia Civil fue toreado, muerto y arrastrado por el suelo de la plaza; y, en varias localidades, los cuerpos de los ajusticiados aparecieron con clavos introducidos en el cráneo y en el matadero de la capital fue descubierto un cadáver colgado de un garfio.

Con todo, la mayor barbaridad cometida en el territorio que nos ocupa fue la matanza inmisericorde contra la inerme población civil, ocurrida en la ciudad de Castellón de la Plana, previamente a la toma de la localidad por las columnas liberadoras en junio de 1938. Pues bien, las tropas rojas, bajo la dirección y el consentimiento de sus jefes militares, llevaron a cabo un terrible castigo contra los pacíficos ciudadanos que esperaban la llegada de las fuerzas franquistas, asesinando como mínimo a 394 personas. Esta villanía constituye una matanza gravísima, similar a las observadas en el frente del Este durante la II Guerra Mundial y no tiene justificación alguna pues, aparte de estar prohibido el homicidio vengativo por el Código de Justicia Militar de 1890, cientos de transeúntes y vecinos desarmados no podían considerarse como un mero objetivo militar. Pues bien, en la instrucción practicada por el juez competente, se enumera el asesinato de un ciego, la masacre de varias criaturas junto con sus madres respectivas y hasta la muerte violenta de algunos adolescentes. De hecho, la carnicería efectuada aquel trece y catorce de junio arroja las siguientes cifras estremecedoras: 27 ancianos, 81 mujeres mayores de trece años y 29 niños menores de trece años.

Conclusión

Una persecución tan terrorífica como la descrita, practicada tan lejos de los frentes de combate, ha de interpertarse como premeditada desde antes de estallar el conflicto armado y como responsabilidad de las asociaciones y sindicatos que sostuvieron la Presidencia republicana: PSOE, PCE, IR, UGT, FAI y CNT. Únicamente, cabe añadir que los perjudicados por tales persecuciones y agravios fueron miles de personas en las provincias levantinas, quienes apenas percibieron algún tipo de indemnización o auxilio estatal por el padecimiento de tales desastres; sólo los familiares de los clérigos asesinados pudieron recibir alguna gratificación, siempre que carecieran de ingresos suficientes, así como las viudas o huérfanos de los fallecidos en la contienda.

Autor

José Piñeiro Maceiras