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Hace 98 años, la Historia universal resultaba sacudida por un hecho trascendente: Un líder, que resultó ser líder de líderes – Benito Mussolini – y un pueblo -el de Italia – le demostraban al mundo que era posible un socialismo distinto y auténtico, el socialismo fascista. Mientras la revolución bolchevique terminaba con millones de vidas en Rusia, la Italia fascista aparecía sobre el escenario político con energía y fuerza, pero sin la manía destructora del marxismo, siendo la revolución fascista la menos cruenta de la historia.

El espíritu de sacrificio y de disciplina que rigió toda la acción del Partido Nacional Fascista, que había sido fundado en Roma el 7 de noviembre de 1921, salió, en verdad, airoso en la prueba decisiva de los acontecimientos acaecidos entre los días 27, 28 y 29 de octubre de 1922, cuando los fascistas encabezados por Mussolini y  los Quadrumviro, los cuatro líderes: Italo Balbo, Cesare Maria De Vecchi, Emilio De Bono, y Michele Bianchi, este último un líder sindicalista revolucionario, conquistaron el poder el 28 de octubre de 1922, al ser nombrado Mussolini jefe de gobierno tras la Marcha sobre Roma bajo la consigna de “O Roma o morte!”

Para comprender bien los movimientos registrados durante los años de post-guerra de la Primera Guerra Mundial, hay que remontarse a las dos últimas décadas. En ese lapso de tiempo los gabinetes que vinieron sucediéndose hicieron paulatinamente concesiones a los elementos radicales, especialmente durante la guerra, cuando se prometió a los hombres que luchaban en las trincheras que al regreso a sus hogares se hallarían con un programa de mejoras sociales, entre los que figuraba la libre distribución de la tierra y otras mejoras que favorecían enormemente a la clase obrera y trabajadora. Pero terminó la guerra y el programa prometido no se cumplió, lo que provocó el descontento de esta gente que vio en esos momentos como única solución el movimiento socialista. Fue así como el Partido Socialista Italiano en las elecciones de 1919 logró sacar triunfante a un crecido número de sus candidatos a diputados. A este triunfo electoral socialista siguió el movimiento subversivo de los elementos más extremistas, quienes procedieron a la ocupación de fábricas. Siempre contando con el apoyo de los descontentos, el movimiento subversivo continuó realizando su obra a un extremo tal, que algunos creyeron llegado el momento de reaccionar para salvar al país de una hecatombe.

Fue de esta forma que un grupo de ex-combatientes se reunió alrededor del líder socialista Benito Mussolini, que había salido del Partido Socialista en 1914, emprendiendo una activa y enérgica campaña que ya había comenzado con la creación de los “Fasci italiani di combattimento” en Milán el 23 de marzo de 1919. El contingente inicial que no excedía de 60 hombres y que había nacido en la ciudad de Milán en 1919, vio poco a poco engrosar sus filas hasta que un año después, siendo ya bastante elevado su número, se lanzó a una franca lucha contra los elementos extremistas y antipatriotas. Los escuadristas fascistas se vieron obligados a proceder enérgicamente y aun a perturbar el orden formal con objeto precisamente de llegar al restablecimiento completo del orden real y a salvar al país de una revolución marxista y de una completa ruina.

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El movimiento fascista culminó en la acción desarrollada entre los días 27 y 29 de octubre de 1922, con su revolución pacífica, ordenada y sin derramamientos de sangre. Por todo ello las viejas clases que habían gobernado al país hasta esa fecha, comprendieron que había llegado el momento de dejar el camino expedito a las fuerzas jóvenes. El fascismo se propuso, según manifestaron siempre sus dirigentes, adoptar enérgicas medidas para balancear el presupuesto nacional cortando por completo todos aquellos gastos innecesarios. La mañana del 27 de octubre de 1922 se conoce, la hasta entonces secreta, movilización de los fascistas. Quedaba constituido el Cuartel General en Perugia y los preparativos siguieron su curso. Al día siguiente, todos los edificios de la ciudad de Milán de cierta importancia, habían sido disciplinadamente tomados. La red ferroviaria del norte de Italia también se encontraba controlada por los escuadristas, pero Mussolini, sin embargo, no se precipitó y esperó. Se sienta en su mesa de trabajo y se prepara. Negocia, telefonea y da sus órdenes. El ambiente era de tensión y nerviosismo. Pero nadie perdió la cabeza. Afuera, en las calles, más de 50.000 hombres se habían puesto en marcha. No era un ejército regular ni iban armados. Sólo había una consigna: «¡Roma o muerte!». Y ya no se podía retroceder. El gobierno, en un último y desesperado intento por detener la avalancha proclamó el estado de sitio. Pero el Rey de Italia se negó a firmar el decreto, aun a pesar de que Roma ya había sido cubierta con barricadas, alambradas de pua y otros obstáculos. La reacción ya no tiene sentido. La contrarrevolución está ya tan acorralada que ha perdido la batalla sin librarla. Al conocerse la decisión del Rey, en las filas fascistas resuena un grito: «¡Roma es nuestra!». Y la marcha se hizo indetenible.

En la redacción de “Il Popolo d´Italia”, – el periódico que había sido fundado por Mussolini en Milán el 15 de noviembre de 1914, con el subtítulo de “Diario socialista”, para darle voz a los intervencionistas dentro del Partido Socialista Italiano – la actividad es febril. Y las ediciones especiales salen una detrás de otra. Finalmente, el 29 de octubre de 1922 sonaba el teléfono. Se acabaron las «combinaciones» que aún se intentaban. El viejo régimen estaba agotado. Y el Rey ofreció directamente a Mussolini la tarea de formar nuevo gobierno. Era la rendición incondicional del inepto régimen demoliberal. Y era, también, la victoria incuestionable de Mussolini y del fascismo italiano. Ni aun en este umbral de una victoria total, perdió Mussolini el control de sus decisiones. Con precisión dictó los titulares para la próxima edición. Viajó a Roma. Y al Jefe de Estación de Milán le dijo: «Saldré a las ocho en punto, de acuerdo al horario establecido. De hoy en adelante, todo tiene que funcionar a la perfección como un reloj». Y ese fue el comienzo. Así de simple. Desde ese día, la puntualidad de los trenes italianos, bajo el fascismo, se haría proverbial. El jefe de la revolución fascista, al dar su primera orden como Jefe de Estado se había limitado a exigir tres cosas: orden, disciplina y eficiencia.

En Roma, mientras tanto, los fascistas habían comenzado a llegar desde el día 28. Pero, fuera de algunas escaramuzas intrascendentes, con algunos minúsculos grupos comunistas, la paz general se había mantenido. Los propios fascistas romanos ganaron la calle y las banderas rojas desaparecieron como por arte de magia. Roma estaba preparada para la llegada de Mussolini. Recordemos que por entonces, los fascistas tenían un sindicato con miles de obreros afiliados antes de llegar al poder.

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La columna fascista, cada vez más numerosa, estallaba en júbilo saludando al líder de la revolución fascista. Estas columnas llenaban ya las calles de la antigua Roma. Estas legiones, cohortes y centurias se habían adueñado de la Ciudad eterna, al igual que sus gloriosos antepasados. Pero todo se mantuvo bajo control. El pueblo italiano asistía a un fenómeno que se hará constante en el surgimiento de los nacionalismos revolucionarios, de los que Mussolini había sido el primer tambor. Una auténtica revolución, profunda y amplia e incruenta, sin el derramamiento de sangre inocente, que se extendió después por toda Europa. Así, once años después de la Marcha sobre Roma, el 29 de octubre de 1933, José Antonio Primo de Rivera fundaba Falange Española, cuyas siglas, F.E., previamente a la fundación de la Falange, había utilizado como “Fascismo Español”, y el cual se había entrevistado en Roma con Mussolini una semana antes de dicho acto fundacional, y un año después, en 1934 prologó la primera edición española del libro “La doctrina del Fascismo”, de Benito Mussolini, junto a un epílogo de Julio Ruiz de Alda, cofundador de Falange.

El 30 de octubre de 1922 la Marcha sobre Roma culminó en una gran victoria popular. Sin embargo, ni aun en el pináculo del éxito y del triunfo, la ocasión fue utilizada para venganzas. El primer gabinete fascista nombrado por Mussolini fue, en realidad, un gabinete de coalición. No hubo revanchismos inútiles. Sólo la firme determinación de un gran hombre que sellaba la jornada diciendo: «He creado el primer Gobierno nacional; con él construiré una Nación».

Y así fue…. En 1928, Mussolini quemó el papel con la deuda pública de Italia con la finanza internacional en la llama perenne del “Altar de la Patria”, donde se encuentra el monumento al soldado desconocido en Roma. Y así Italia dejó de ser un país atrasado para convertirse en una gran potencia en todos los órdenes.

Durante 23 largos, azarosos y dramáticos años, el artífice de aquella hermosa victoria de Octubre de 1922 cumplió con su palabra. Mussolini, el hombre que nunca se dio por vencido, nunca se cansó de insistir que: «El fascismo es un punto de partida y no un punto de llegada». Lo dijo y lo cumplió cuando el corporativismo propio del fascismo del Ventennio evolucionó hacia la socialización de la República Social Italiana tras la refundación del Partido Fascista Republicano a partir de 1943.

Autor

REDACCIÓN