
No son lo mismo los hombres buenos que los hombres de bien. Con la mayoría de los hombres buenos pocas veces se avanza, nunca se resuelve el mundo y jamás se alborota la feria cuando la manejan los criminales. Ocurre que de puro buenos se pierden y, en efecto, llegados los momentos cruciales para el común, están descaminados. Gente amigable, buena, buena, que de puro buena no vale para nada. No saben engañar, es cierto, pero tampoco tienen vigor ni ánimo para librarse del engaño. Incapaces de contradecir ni porfiar, aunque se desenvuelvan en absoluta paradoja, pasan sus días en paz y sosiego entre los abusos y las catástrofes, de manera que a veces es lícito dudar si son seres humanos de carne y hueso.
Aunque todos los que pasen junto a ellos les den un pellizco, jamás se quejarán; todo lo hacen bueno. No saben negar cosa, ni tienen cosa suya: ni la acción ni la palabra. Como hombres de miel que son, les comen las moscas. No piensan mal de nadie y pocas asuntos -o ninguno- les quitan el sueño, por acontecimiento trágico que se presente. Gente toda apreciada y de vivir muchos años, de suerte que podrían ser inmortales, pues ninguno se agota ni consume, si no estuvieran ya muertos.
Ya no sólo se ha de decir engañabobos, sino engañabuenos también, que son más fáciles de engañar. ¡Qué gente más provechosa para los ventajeros esta camada humana de para todos y para nadie! ¡Qué idónea para esta casta política nuestra que se ha apropiado de las cruces, es decir, de la patria para destrozarla! Porque los opresores y logreros quieren almas de cera, bien manipulables, que se les pueda hacer y conformar, retorcer, deshacer y reformar. Gentes que en vez de oponerse al mal haciendo de tripas corazón y cuestionando, hagan del corazón tripas y críen buena panza y mejor conciencia.
Hoy son muchos los malos que llegan a estos buenos y les piden que lean y escuchen sus aparatos de propaganda y que les voten, e incluso que los encomienden a Dios, mientras ellos siguen abusando y encomendándose al diablo; piden que les apoyen porque ayudan al pueblo y por él se sacrifican y hasta han perdido el sueño, pero entre tanto se ceban, solazan y enriquecen, y no dejan de revolcarse en el cieno de sus codicias, engaños y lujurias. Mas los buenos, los «qué se le va a hacer», los «la vida es así», los «recemos por ellos», los «seamos solidarios con los pobrecitos menas», no quieren entender y siguen rezando y ayunando por los criminales, en vez de ocuparse en montarles el adecuado tribunal de justicia y el procedente degolladero. Porque son buenos y quieren ir al cielo.
Este es el engaño en que se rebozan muchos buenos, buenos sin aliento y sin coraje, mas no están sólo ellos entre la ciudadanía; existe otra lacra social representada por aquellos hipócritas que nunca conocen la verdad en sí mismos, sino en los otros, y así entienden lo que hace mal el vecino y lo que debería hacer bien, y lo hablan quejosos y aun airados. Pero jamás se aplican la lección, pues para sí mismos no saben ni entienden, y nunca descubren la viga en sus ojos. De modo que para las cosas ajenas son unos avispados y para las suyas unos zoquetes.
Y así, oteando el panorama vulgar, sigue uno caminando y se topa, ¡cómo no!, también con los malos. ¿Cómo puede alguien abusar del débil y del inocente? ¿Cómo puede alguien aprovecharse de las circunstancias en perjuicio del prójimo? ¿Cómo puede alguien odiar la cruz y lo que simboliza? Pues, sí, mis amables lectores, es posible, y lo estamos viendo minuto a minuto en esta España tan poblada de habitantes, pero no de españoles ni de hombres; de bultos de carne que andan, pero no discurren ni muestran gallardía. Porque escrito está que, en tierra de corruptos, estúpidos, indiferentes y buenos, los pervertidos y los atracadores son reyes o validos.
De este modo, si conformamos una sociedad de amebas, hipócritas, buenos y demontres; si la ciencia moderna, con sus inauditos avances tecnológicos, arroja a Dios de todas partes; si el alma del hombre ha renunciado a la religiosidad, a la fe y a la esperanza, y si la Iglesia Católica, que debiera ser su pertinente y apropiado refugio, le cierra sus puertas, el Señor no tiene dónde ir. El mundo globalista actual, materializado y corrompido hasta el tuétano, no deja sitio en su orbe a Dios. Y el diablo, en consecuencia, se ha hecho el «Puto Amo», con la ayuda de sus «putos amos» diablillos. De ahí que en las moradas terrenas sólo quepa hoy la vanidad, la codicia, la lujuria y la mentira.
Si Dios ya no tiene casa en el mundo, si los crucífobos son los dueños de la finca, ¿a qué extrañarse de que sean paulatina y metódicamente derribados los símbolos de la Libertad, de la Verdad, de la Belleza y de la Gracia? Cristo ha sido de nuevo crucificado, pero esta vez con sutileza maquiavélica, porque Satán no deja de aprender en su objetivo de perfeccionar el mal, en tanto que los buenos, rezan mucho, es un decir, pero golpean poco y no parecen entender nada de la vida y del perenne combate entre el Bien y el Mal, pese al transcurso de los siglos y de sus reiteraciones y enseñanzas.
El sentimiento religioso antiguo se basaba sólidamente en un estado de alma colectivo, en el cual enterraba sus raíces para esparcir luego en el ambiente su celeste perfume. En nuestra época los términos están invertidos. Sobre una negación, indiferencia o perversión general, la religiosidad y el sentimiento cívico, sinceros y profundos, brillan aquí y allá insólitamente, como hermosas flores solitarias. No existe visión de lo trascendente en cada una de las pequeñas cosas que constituyen nuestra existencia, algo que es característica esencial de toda concepción auténticamente religiosa de la vida. Y sin ello no es posible regeneración alguna.
Y como es habitual en un mundo corrompido, más aún que secularizado, la ausencia de decencia y de sacralidad se traduce en un empobrecimiento general y radical, sobre todo de los principios, de la esencia individual, del arbitrio, de la capacidad para resistir y enfrentarse al Mal. Ante las tragedias, este mundo profanizado carece de respuestas espirituales y morales, sólo de datos materiales que lo sumen en la inercia o en la perplejidad. El hombre desacralizado es un ser huérfano de esperanza, porque le han extirpado su religiosidad. De ahí la necesidad de que se produzca en Occidente una extraordinaria elevación de dicha religiosidad, sin reducir el debate a los medios teológicos, sino llegando hasta las plazas públicas.
El hombre siempre ha ansiado un dios personal a quien acudir en su desgracia en busca de ánimos y confortación. La necesidad de adorar es un vestigio de remotos recuerdos de dioses crueles que tenían que ser propiciados. El hombre occidental, si tuviera hoy una visión más clara de la Creación, buscaría ánimos y confortación en su propia alma, es decir, en sus raíces y en su religiosidad.
De ahí que la etopeya de la excelsa Cruz del Valle de los Caídos, no por ser «la más alta del mundo», sino porque representa lo más eminente y esencial de la Historia de España, en lo que ésta tuvo de ecuménica, puede acabar siendo la definitiva bajada a los infiernos de un Occidente agonizante o, por el contrario, constituir el símbolo de su revivificación, de su segundo Renacimiento. En manos de los que tienen poder y se hallan amparados por las leyes y por la razón, están los dados. El Mundo -el Porvenir- está expectante. Si se deciden a arrojarlos y a cruzar un nuevo Rubicón imaginario para librar a la civilización occidental de su caída a las tinieblas, que la Historia se lo glorifique; si no, que se lo demande.
Autor

- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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