20/05/2024 09:58
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Prodesse et delectare”, enseñar deleitando, reza el viejo aforismo fijado por Horacio en su Poética, hace dos mil años. Una sugerencia que, si bien debería guiar a todos los docentes en cualquier materia, siempre se exigió a los artistas por parecer imperativa y connatural a las artes, entendidas como máxima expresión –o, al menos, expresión virtuosa– de las más altas cualidades humanas.

En tal sentido, la Cultura Clásica fue pilar, piedra angular y fuente de renovación constante en las artes desde el Renacimiento, pasando por el Barroco, hasta el Neoclasicismo dieciochesco. Acotando el campo del presente texto a las artes plásticas y por poner algún ejemplo de cada período citado, véase: “La Escuela de Atenas” pintada por Rafael entre 1509 y 1511 para el Palacio Apostólico del Vaticano, los “Esopo” y “Menipo” ejecutados hacia 1638 por Velázquez –ambos en el Prado–, o la serie de relieves-murales sobre “La vida y la muerte de Sócrates” realizados por el escultor Antonio Canova entre 1787 y 1792.

Los modelos tomados de la Antigüedad Clásica explican igualmente por qué la gran pintura y escultura del siglo XIX –postergadas con el advenimiento de las Vanguardias– merecen la admiración de quienes las contemplan libres de prejuicios. ¿Y a qué nos referimos con “gran arte”? Pues a lo que, pese a quien pese, todo el mundo sabe o imagina. Obras ejecutadas por artistas cultos, con amplios conocimientos de Historia, Literatura y Anatomía, que dominaban el arte del dibujo y las técnicas de su oficio. Obras que emocionaban por la destreza desplegada en su ejecución y que, a menudo, inspiradas por nuestros clásicos, contenían una moraleja o alguna enseñanza más profunda; que despertaban en el observador una sana curiosidad por saber y, por lo tanto, propiciaban la “elevación del espíritu”. ¡Cualquiera diría que esto fuera lo natural hace no tanto!

Lo cierto es que la misma formación impartida en las distintas Academias artísticas en toda Europa prestaba especial atención a la Historia de Grecia y Roma, y, por ejemplo, en España, la “plaza de pensionado en Roma” solía otorgarse en concurso a partir de la representación de algún episodio de la Antigüedad Clásica. A lo que además se añadía el interés de los propios artistas por una fuente inagotable de motivos sugerentes y atractivos.

Pongamos por caso aquellos pintores y escultores que hallaron en los modelos clásicos los mejores ejemplos para interesar a sus compatriotas, aprendiendo de los errores del pasado o reivindicando episodios memorables de la propia Historia nacional. Así, el italiano Cesare Maccari (1840-1919), autor, entre otros, de los magníficos cuadros “Cicerón denunciando a Catilina” (1880) o “Apio Claudio el Ciego en el Senado” (1881-1884), que iluminan el Palazzo Madama, en Roma; o los pintores españoles Manuel Domínguez Sánchez, José Santiago Garnelo y Alda (1866-1944)[1], o  el escultor Eduardo Barrón González (1858-1911), quienes, con sus respectivas La muerte de Séneca (1871), La muerte de Lucano (1887), o la extraordinaria Nerón y Séneca (1904), –todas ellas patrimonio del Museo del Prado– supieron concitar la atención de sus coetáneos y despertar un sano entusiasmo en el pueblo y la crítica.

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Otros como el neerlandés Lawrence Alma-Tadema (1836-1912) situaron la Antigüedad Clásica en el centro de su producción, simplemente, por considerar este período la cuna de la Civilización Europea; mostrando con detalle no sólo momentos relevantes o anecdóticos protagonizados por los emperadores, como “Audiencia en el palacio de Agripa” (1876)[2] o “El triunfo de Tito: Los Flavios” (1885)[3], sino también escenas cotidianas, oficios, ceremonias y costumbres de la sociedad griega y romana. Así: “Ofrenda votiva” (1873); “Fidias mostrando el friso del Partenón” (1868)[4]; “Un amante del Arte” (1868)[5]; “Una lectura de Homero” (1885)[6]; “La galería de esculturas” (1874-75)[7]; “En el tepidarium” (1881)[8]; “En el frigidarium” (1890)[9] o “Las termas de Caracalla” (1899)[10]. Apenas una pequeña muestra de un autor especialmente prolífico.

Por supuesto, habrá quien, ateniéndose a las mil y una escenas de cortejo, amorosas, o de ambiente femenino también representadas por Alma-Tadema, se indigeste y no vea nada más. Y naturalmente habrá quien distinga, con razón, entre su pintura más seria y otras escenas frívolas o lánguidas. En cualquier caso, dicha crítica, extensible a muchos autores, sobre todo franceses e ingleses –véase los prerrafaelitas–, de ese siglo XIX tan denostado, no puede ocultar que, incluso las obras más cursis y ñoñas emanadas de las corrientes decadentistas encierran un innegable virtuosismo técnico y los ambientes, objetos, arquitecturas y ropajes están exhaustivamente documentados.

Así, obras como “Diógenes” (1860)[11], de Jean-Leon Gérôme; la homónima “Diógenes” (1882)[12], de John William Waterhouse; o “Cymon e Iphigenia” (1884)[13],  de Frederic Leighton, son muestra inequívoca de la pericia de sus artífices.

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Por otro lado, no está de más recordar que la alusión a las fuentes clásicas nos da la auténtica medida del ámbito cultural europeo, que, como bien sabemos, alcanza a esos eslavos que en Occidente tendemos a ignorar. A propósito, cabe señalar que polacos como Henryk Siemiradzky (1843-1902) o Stepan Vladislavovich Bakalowicz (1857-1947), y rusos como Karl Briulov (1799-1852) o Fyodor Bronnikov (1827-1902) plasmaron los mismos referentes en sus obras. Véanse sus respectivas “Friné en las fiestas de Poseidón en Eleusis” (1889)[14]; “Recibidor de Mecenas” (1890)[15]; “El último día de Pompeya” (1830-33)[16]; o “Grupo de pitagóricos celebrando la salida del sol” (1869)[17].

Sirvan estas líneas para reivindicar una vez más la lectura de nuestros Clásicos y a  artistas excelentes que lo fueron, entre otras cosas, por tener a Homero, Virgilio, Heródoto, Plutarco, Cicerón o Tito Livio como fuente de inspiración.

 

[1] Véase también del mismo autor: “Cornelia y los Gracos”; “Aspasia y Pericles” o “Veturia y Coriolano”.

[2] En el Dick Institute, en Kilmarnock, Escocia.

[3] Expuesto en el Museo Walters de Baltimore, Estados Unidos.

[4] En el Museo y Galería de Arte de Birmingham, Inglaterra.

[5] Galería de Arte de la Universidad de Yale, New Haven, Connecticut, Estados Unidos.

[6] En el Museo de Arte de Filadelfia, en Pensilvania, Estados Unidos.

[7] Expuesto en el Museo Hood, en Hanover, New Hampshire, Estados Unidos.

[8] Galería Lady Lever, en Merseyside, Liverpool, Reino Unido.

[9] Colección particular.

[10] Colección particular.

[11] Obra expuesta en el Walters Art Museum de Baltimore, Estados Unidos.

[12] En la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur, Australia.

[13] Igualmente, en la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur, Australia.

[14] En el Museo Estatal Ruso de San Petersburgo.

[15] En la Galería Tretiakov de Moscú.

[16] En el Museo Estatal Ruso de San Petersburgo.

[17] En la Galería Tretiakov de Moscú.

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