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Iba a escribir sobre la OTAN y esas cosas, sobre el Imperio, el emperador, la bestia y bufón, pero me ha podido la nostalgia.
Debía yo andar por 5°de EGB, más o menos, y don Francisco seguía donde siempre, en El Pardo, no vayan ustedes a creer.
Lo recuerdo casi como si fuera ayer, cuando tantas cosas he olvidado.
Iba al colegio con otro compañero que se incorporaba, cuyo padre había abierto un negocio casi debajo de casa.
Al pasar por el jardín había un kiosco que vendía tebeos -hoy no hay kiosco y a los tebeos le llaman cómics- y nos compramos uno cada uno. La nueva edición en color llevaba ya bastantes números en el mercado cuando la descubrí (entonces no se devolvían los números no vendidos, sino que el kiosquero tenía un montoncito, además de los colgados con pinzas de la ropa, para que tú te enfrascarás en el deseo de tener más). La señora del puesto (también se llamaba así al kiosco) los tenía sobre una mesa (y no se los distraían los amantes de lo ajeno, pese a que el guarda del jardín cojeaba y mucho).
Yo elegí este por su portada. Creo que que mi amigo el del “otro” (abstenerse de poner en comentarios esos de que a mí me gustaba más el C.T.). Y se convirtió en mi primer héroe.
A mí aquello del íbero irreductible, creo que lo situaban en Ilerda, por supuesto cristiano a marchamartillo, enfrentándose casi solito al Imperio Romano, sumun de las virtudes de la raza, incapaz de doblar la cerviz, me impactó (el “otro” era igual, pero menos épico -ahora me he metido en un charco-). Lo de darle caña a los romanos tenía su aquél (y sin poción mágica, pues después descubrí que los galos se dopaban y que el Colacao de las mañanas no tenía los mismos efectos).
Volvamos al tema.
Entonces no era como ahora y comprarte un tebeo te obligaba a planificar el ahorro suplicante (lo de la paga al niño no se estilaba), por eso se te aturullaban los números y no acertabas con el dichoso continuará. Había que aprovechar cuando te decían aquello de “coge uno”, cualquier domingo del mes después de misa (¡Qué grandes eran los domingos!).
De aquel primer número pase al de Kimberlán. Magnifico el bárbaro que decía aquello de “No importa morir si por la mañana has sido emperdor de Roma”. Y allí estaba su hija Kania con sus ojos rasgados -“¡Diablo de mujer!” decían sus bárbaros-, como después estaría la reina de las Kio-kio y sus implacables amazonas chinas (en el Jabato, además del espíritu de la raza, las chicas ya eran guerreras y se iban por el mundo con su novio sin estar casados -para que luego digan esas cosas de la moral inquisitorial y su guardiana la censura-; lo mismo le pasaba a la novia de C.T., pero esa era una vikinga -una sueca veraniega de aquellos años- y no una cristiana como Claudia -¡Qué celos los del Jabato, qué dilema, cuando la chica tonteaba con Numa!-). Pero el Jabato y el “otro” seguían el canon de Supermán y no se casaban (claro que no eran unos bocazas como el Reth Buttler de Lo que el viento se llevó diciéndole a Escarlata que no era de los que se casaban, para hacerlo una hora después).
Eran aquellos tebeos casi un libro de historia -creo que la lectura contribuyó a mi vocación de historiador- que, pese a sus desvaríos históricos, capaces de resucitar si hacía falta Cartago (que gran episodio el del gran héroe Cartal), eran mucho mejores que los habituales desastres (intencionados claro) de Netflix. Aquellos tebeos te enseñaba muchas cosas (sin sufrir al progre pedagogo educativo de guardia ya enseñaban de una forma amena y divertida).
¡Larga vida al Jabato! aunque me temo que esto es ya literatura para nostálgicos.
Nota.- Unos años después también descubrí que había una versión anterior, en blanco y negro -don Francisco ya estaba en El Pardo hacía algún decenio-, mucho mejor, que no había sufrido la censura, pese a la teoría actual de los tiempos oscuros, que hacía a los de color ser más blanditos en la palabra y en la espada.
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