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Esta mañana, nada más levantarme y abrir el ordenador, se me ha aparecido, guapísima, como siempre, la bella Sofía Loren (en una entrevista que alguien le hizo al cumplir sus 85 años)  y me he sentido renacer, porque sin querer queriendo, del baúl de mis recuerdos salió la versión que escribí sobre aquella noche que viví con Sofía Loren en 1972…

«Corría el mes de Junio de 1972 y en Madrid hacía un calor casi insoportable, cuando una noche, sobre las 9, entró en mi despacho el «Gran Jefe»; don Emilio (que no era otro que Emilio Romero) y sin preámbulos me dijo: «Merinito, deja lo que estés haciendo y vente conmigo, vamos a cenar en el «Palace», pero, «Jefe»; si estoy en plena faena, le contesté. «Pues deja que siga el Redactor Jefe y tú te vienes conmigo. Y naturalmente, no hubo más y a los pocos minutos entrábamos en el hotel que estaba  a dos pasos del periódico. En ese momento yo era Subdirector con mando en plaza, según decían, y tenía 32 años. La sorpresa llegó cuando, siguiendo a don Emilio llegamos a la mesa dónde íbamos a cenar, ya que allí, presidiendo  estaba la mismísima Sofía Loren, guapísima, vestida de rojo y con unos tirantes que dejaban ver sus hombros y un gran escote. Confieso que me quedé de piedra. Estaba rodando en España «El hombre de la Mancha».

A su lado estaban Damián Rabal, el hermano de Paco Rabal; Tomás García de la Puerta, el crítico de cine de «Pueblo» y Emilio Loigorri, el crítico de música. Sofía se levantó y le soltó dos besos a don Emilio y otros dos me tocaron a mí. La verdad es que, ante tanta belleza, a mí me temblaban las piernas. Y comenzó la cena, aunque de entrada la famosa le echó una bronca al «maitre» cuando le sugirió el menú. «Señor- dijo- me está usted ofreciendo pastas y le recuerdo que yo soy del Reino de las Pastas… mire, cuando yo vengo a España, este país maravilloso, yo quiero comida española, así es que las pastas se las come usted y a mí me trae un buen plato de jamón pata negra, ¿se dice así, no?, una sopa castellana y un chuletón de ternera de Ávila».

Sin embargo, lo mejor de la cena llegó cuando en el transcurso de la misma surgió García Lorca y la actriz pidió que se le recitara «La casada».

Naturalmente, don Emilio quiso recitarla, pero apenas si se sabía los primeros versos, entonces yo tímidamente, dije que me sabía entero el poema y no tuve más remedio que recitarlo. ¡Dios y cuando terminé la bellísima Sofía se levantó, se vino hacia mí y me dio un beso en la boca!… Y yo casi me muero».

 

Sí, lo que escribí era real y verdad, pero no toda la verdad, porque entonces callé parte de lo que sucedió, por tres razones: 1. Por caballero (yo no estoy de acuerdo con aquello que decía Luis Miguel Dominguín:

 

«Y de qué sirve acostarse con una tía famosa (el torero se refería a Ava Gardner) si no se puede contar al mundo entero»). 2. Porque en aquel momento yo estaba casado y enamorado…y 3. Porque sólo tenía 32 años.

 

Pero hoy, que ya no soy un caballero (eso dicen ahora que es cosa de «fascistas»), que estoy divorciado (y vivo solo con mis libros y este «chisme» con el que escribo) y que ya he pasado la frontera de los 80… lo voy a contar todo, con pelos y señales, tal como pasó. Si la memoria no me falla…aunque más de un lector piense que es la «batallita» de un viejo pellejo. En cualquier caso lo voy a contar. Vamos a ello.

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Aquella noche cuando terminó la cena y nos marchábamos la bella Sofía se dirigió a D. Emilio y hasta con cierta ironía le dijo:

–          Oiga, Jefe  -y la sonrisa casi llega a Neptuno– ¿y este joven Lorca (o sea, yo) se puede quedar un rato más conmigo?.

–         Por Venus, este joven se puede quedar con la mujer más guapa que he conocido no un rato sino mil vidas, -dijo con más ironía- pero le aseguro que si no se porta como un caballero español mañana le despido…- y los que se marchaban con D. Emilio, Tomás García de la Puerta, Emilio Loigorri y Damián Rabal, no pudieron evitar una carcajada de cachondeo.

Y ahí me tienen ustedes. Encerrado en un ascensor que subía (yo creí que a los cielos) con la mujer más guapa del mundo (que esa noche tenía 38 años) y a petición suya. Juro por Dios (aunque sea pecado) que las piernas me temblaban, sobre todo si mis ojos se detenían un segundo en aquellos pechos que querían escapar o en su boca y sus labios (¿sabían ustedes que Doña Sofía tenía y sigue teniendo, por lo que he visto esta mañana en Internet, la boca más grande de Hollywood?…Y lo primero que hizo la diva en cuanto se cerró la puerta fue dar dos patadas al aire y deshacerse de sus zapatos, con unos tacones de medio metro, y de un casi salto tumbarse en la cama, sin decoro, como una diosa…con su escotado vestido rojo y sus largos pendientes negros y la amplia sonrisa que deja a la vista su dentadura blanca como la nieve del Kilimanjaro.

–          ¡Ooooooh… per mía mamma!…odio los zapatos…

Y yo miraba como quien mira a un santo, que digo un santo, como si hubiese caido en el harén de los dioses.

–         Giovane Yiulio…–y en un italiano chapurreado de español dijo— Me ha gustado molto molto el versi de Lorca…La sposa infidele…Molto bella. Yo… a me…me gustaría oírla de novo…pere lento, lenta. para yo entender melior…

¿Y qué podía hacer yo sino recitarle de nuevo «La casada infiel»?

Y despacio, muy despacio, fui  desgranando los versos de Lorca:

Y que yo me la llevé al río
creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.
Fue la noche de Santiago
y casi por compromiso.
Se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos.
En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos,
y se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos.
El almidón de su enagua
me sonaba en el oído,
como una pieza de seda
rasgada por diez cuchillos.
Sin luz de plata en sus copas
los árboles han crecido,
y un horizonte de perros
ladra muy lejos del río.

Pasadas las zarzamoras,
los juncos y los espinos,
bajo su mata de pelo
hice un hoyo sobre el limo.
Yo me quite la corbata.
Ella se quitó el vestido.
Yo el cinturón con revólver.
Ella sus cuatro corpiños.
Ni nardos ni caracolas
tienen el cutis tan fino,
ni los cristales con luna
relumbran con ese brillo.
Sus muslos se me escapaban
como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío.
Aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montando en potra de nácar
sin bridas y sin estribos
.

 

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(Pero a medida que yo iba casi cantando las eróticas palabras del poema… aquella guapísima Sofía se retorcía en la cama y trataba de seguir los versos con sus gestos).

No quiero decir, por hombre,
las cosas que ella me dijo.
La luz del entendimiento
me hace ser muy comedido.
Sucia de besos y arena,
yo me la llevé del río.
Con el aire se batían
las espadas de los lirios.

Me porté como quien soy.
Como un gitano legítimo.
Le regalé un costurero
grande, de raso pajizo,
y no quise enamorarme
porque teniendo marido
me dijo que era mozuela
cuando la llevaba al río.»

 

¡¡ Oh Dios, pero lo «gordo» vino al final, ya que no había terminado cuando de un salto se vino hacia mí, me abrazó y me besó!…¡ Dios, un beso salido de aquellos labios y de aquella boca gigante!…  (sí, ríanse todo lo que quieran de mi «batallita», pero el que estaba allí era yo).

Aunque la «noche» no terminó ahí, porque la señora, la bella, la bellísima, quiso celebrarlo con un brindis y ni corta ni perezosa se fue al mueble bar y preparó dos «napolitanos» (cócteles), que a mí, sin saber lo que contenía y sin saber  que había mezclado, aquello me supo a «gloria bendita».

Y la señora repitió, tarareando algunos de los versos del poema… pero en su italiano divino…

 

» E io me la portai al fiume

credendo che fosse ragazza,

invece aveva marito…

Toccai suoi seniaddormentati

e di colpo mi s´aprirdono

come rami di giacinti…

Passati i rovi,

i giunchi e gli spini,

sotto il cespuglio del suoi capelli

feci una buca nella fanghiglia

Io mi levai la cravatta

Lei si tolse il vestito…

 

 (y fue aquí, al decir levai la cravatta e  il vestito, cuando se quitó el vestido rojo, se acercó a mí y me quitó la corbata… y perdió los estribos).

 

Pero, naturalmente, aquí acaba mi relato, porque yo no puedo ser menos caballero que el de Lorca y digo lo que su gitano:

 

…y me porté como quien soy,

como un gitano legítimo…

y no quiero decir por hombre

las cosas que ella me dijo.

 

¡Dios, ¿y no ha sido normal que yo haya renacido esta mañana al verla con sus 85 años… a pesar de mis 80?

 

Julio MERINO

Periodista y Miembro de la Real Academia de Córdoba.

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REDACCIÓN