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Otra foto propagandística de Capa. “Soldado leal fumando, apoyado en un cactus, al este de Málaga”. ¿Apoyado en un cactus? Buen sitio para poner la mano… Nótese el uniforme limpio y lo bien afeitado que está el miliciano.
En la tercera parte de la serie sobre Las últimas banderas, de Ángel María de Lera se trató de las dificultades para fumar que había en la zona roja (cuando no hay “ni para fumar”). También las había en la zona nacional, porque faltaba papel; las fábricas estaban en la otra parte. Esto dio pie a intercambios entre líneas, con la inevitable confraternización. Es natural que así suceda en las guerras. Quien siente desagrado porque rojos y fachas se pararan a intercambiar tabaco y papel y tener una conversación mientras fumaban un pitillo suele ser un progre estreñido y mala persona, sin cabeza (porque desconoce la naturaleza humana), corazón (porque es incapaz de sentir empatía), ni cojones (porque él nunca tendría valor para ir a una entrevista con el enemigo).
A mi me gustan mucho estas historias, así que transcribo esta de Las últimas banderas. Es probable que sea una anécdota verídica.
Verás. Yo tenía a mi gente desesperada porque andábamos mal de tabaco. Con la ración que nos daban no teníamos ni para un día y, claro, el enemigo, que lo sabía, aprovechaba la ocasión para hacer propaganda, poniéndonos los dientes largos y desmoralizando a la gente. Nosotros por nuestra parte sabíamos que ellos andaban mal de papel de fumar y de ropa interior y que por todo el frente se hacían intercambios entre unos y otros. En vista de ello, pensé yo hacer otro tanto y le dije a uno de nuestros escuchas que hablara con el del enemigo y le propusiera que subiese una noche el jefe de su sección para un intercambio. Y así fue.
Yo ocupé el puesto del escucha y al rato oí que me decían: «¿Estás ya ahí, rojillo?». «Sí, facha», contesté yo y le pregunté: «¿Eres tú el jefe de la sección?». No teníamos entre los dos más que un matorral. Hacía una noche muy oscura. A treinta o cuarenta metros detrás de cada uno estaban las respectivas trincheras. El facha me dijo: «Sí, soy el alférez que manda la sección. ¿Y tú?». «Yo soy el teniente». Y él: «No me harás ninguna cabronada, ¿eh?». «Descuida, hombre». Pasó un rato en silencio. Luego oí que arrastraba algo por el suelo y que me decía: «Aquí tengo el tabaco. ¿Has traído tú el papel de fumar y las camisetas?». «Pues claro. Aquí están. También quisiéramos algún bote de leche». «Está bien».
Otra vez nos quedamos callados porque sonaron en aquel momento unos tiros en la vaguada. «Rojillo, ¿qué es eso?». «No te preocupes. Es que he dejado dicho que hagan un poco de ruido por ese lado para llamar la atención hacia allí y así nos dejen tranquilos». Yo creo que estuvo tentado de marcharse por desconfianza. Por si acaso, yo hice ruido y me dirigí a gatas a donde él estaba. El puñetero tenía la pistola amartillada. «Oye tú, que yo no traigo armas». Eso le tranquilizó. Se guardó la pistola y nos sentamos juntos, cada cual con su saco. «¿Empezarnos?». «Sí, venga». Cuarterones de tabaco y botes de leche, por un lado, y papel de fumar y camisetas, por otro.
No hablamos ni una palabra, pero después que hicimos el canje, yo le pregunté que de dónde era. «De Teruel. ¿Y tú?». «Yo soy de Socuéllamos». Movió la cabeza y entonces pude verle la cara. Era muy joven, casi un chaval. Yo entonces le pregunté que por qué peleaba. «Coño, ¿y tú?», me retrucó él. «Pues está bien claro: por la libertad y la independencia de España». Y el muy cabrón se echó reír. «¿Por qué te ríes?». «Pues porque yo lucho por lo mismo: por librar a España de rusos y comunistas». «Ay, qué leche. ¿Y qué me dices de los italianos y de los alemanes? Nosotros luchamos también por otras cosas». «Ya, también dirás que por la revolución». «Pero, leche, ¿quién te lo ha dicho?».
«Pues yo también». «Mira —le dije, cabreado—, el pueblo somos nosotros y la verdadera revolución es la nuestra. Estamos hartos de ricos y de señoritos, de gente que no trabaja y vive como Dios mientras que los que se calientan el lomo trabajando apenas pueden comer más que migas». «¡Cuentos!». «¿Cómo que cuentos?». «Y tanto que son cuentos. Si estáis pasando más hambre que nunca los tontos como tú… Pero a que vuestros jefazos y vuestros comisarios se dan la gran vida…»- «Oye, que los comisarios que yo conozco las pasan tan canutas como cualquiera. Si pasamos hambre es porque estamos en guerra. Después será diferente». «Pero si la tenéis perdida… ¿Por qué no os entregáis?».
No nos podíamos poner de acuerdo, y nos callamos. Habían cesado los tiros y todo el frente estaba en silencio. A poco, oímos unos pasos. «Vienen a relevarme», dijo el alférez. «A lo mejor nos vemos algún día por ahí, muchacho». «Puede, y también puede ser que cualquier día nos matemos». «También es verdad. La guerra es así. ¿Cómo te llamas?». Me dijo su nombre, yo le dije el mío y nos dimos la mano. Después yo me volví a mi sitio. Oí cómo le relevaban y también la consigna. Cuando se marchó el alférez, dije en voz baja al nuevo: «¿Ya estás ahí, faccioso?». «Calla, rojillo». «Bueno, ¿pero te estarás quieto cuando me releven?». Y él me dijo con cachondeo: «¿Es que tienes miedo?». «Claro, ¿no oyes cómo lloro?». «Me estaré quieto, descuida».
Me relevaron sin novedad. ¡La que se armó cuando me vieron con tanto tabaco mis muchachos! Fue una noche feliz. Yo creo que no durmió nadie, dale que te pego a fumar un pitillo tras otro. ¿Qué que tiene el tabaco, eh? —repitió, dirigiéndose a Cubas—. Pues mira, a partir de entonces se repitieron los intercambios hasta que mi gente se quedó sin camisetas y sin calzoncillos. Y eso mismo pasaba en casi todos los frentes.
—Los de las brigadas de choque no teníamos tiempo ni ocasión para esos cachondeos —intervino otro—. Sólo hablábamos con el enemigo a tiros.
Bueno, una vez, en el frente de Castellón… Habíamos tenido un combate muy duro el día anterior. Los requetés atacaban con furia y nosotros nos defendíamos bien. En el descanso, nos gritaron desde la otra parte: «Rojillos, mañana comeremos paella en Castellón». Coño, nos hizo gracia, y como teníamos preparada una gran paella con conejo, les dijimos que no lo dejasen para tan tarde, que si no tenían miedo podían venir algunos a probar la nuestra. Ah, pues lo tomaron en serio. «¿Nos dais palabra de que nos dejaréis libres después?». «¡Palabra que sí!». Les dijimos por dónde tenían que venir y, ole sus redaños, acudieron dos alféreces y un sargento. ¡Tan campantes! Les hicimos taparse las insignias para que algún mierdoso no metiera la pata y los llevamos con nosotros, como si tal cosa, al puesto de mando del batallón.
El comandante y el comisario ya lo sabían, como es natural, y estaban conformes. ¡Se hincharon de paella! Ellos estaban muy contentos porque creían que la guerra era ya sólo cosa de pocos días… Yo les pregunté si habían visto muchos rusos entre nosotros y uno de ellos, riendo, va y me dice: «¡Qué rusos ni qué leches!». «Entonces, ¿por qué habláis tanto de que estamos invadidos por los rusos?». El fulano era espabilado, el más espabilado: de todos ellos, y simpático. «Hombre, algo hay que decir. Si no fuera por todas esas cosas, ¿cómo sería posible que nos estuviéramos matando los unos a los otros? La guerra es así». Ya os he dicho que el tío era de los listos. Bueno, bebieron hasta que el vino casi se les salía por los ojos, y ya era de noche, entre dos luces, cuando los acompañamos hasta sus líneas.
Y para que veáis lo que son las cosas y los sinfustes que han ocurrido en nuestra guerra. Al día siguiente, nos echaron los tanques encima y nos achucharon tan fuerte que quedó copado más de medio batallón. Que nos hicieron prisioneros, vaya. Eso fue al caer la tarde. Después de desarmarnos nos mandaron formar para montar en unos camiones y llevarnos a retaguardia. Entonces me di de cara con uno de los alféreces que había estado comiendo la paella con nosotros. No hizo ningún gesto, pero me gritó: «Eh, tú, ven aquí». Había bastante barullo. Todo eran prisas y órdenes y, además, la noche se nos echaba encima. Yo, la verdad, estaba bastante mosca, pero me acerqué a él. «Sígueme». Y le seguí.
Y al llegar a una acequia se paró y, después de comprobar que no nos vigilaba nadie, fue y me dijo: «Quítate las insignias y echa a andar, despacio, siguiendo la acequia. Procura que no te vea nadie, claro, pero si te descubren, dices que vas a llevar un parte del alférez Rodrigo. Tú dices mi nombre porque lo has oído mentar y te inventas lo que sea, pero si te cazan, ni mus de todo esto. ¿Entendido?». «Hombre, claro». Le di las gracias y él me guiñó un ojo. «Hala, que Dios te guarde. A ver si nos comemos pronto otra paella juntos». Y me salvé. (Cap. V)
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