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La respuesta es bien sencilla. Se inicia la represión del bando derrotado, es decir, se impone la autoridad incontestable del ya proclamado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (26 de octubre de 1520), ausente del reino de Castilla, que había dejado en manos de Adriano de Utrecht y, del  IV condestable, Fadrique Enríquez de Velasco. Junto a ello y con ello, los grades señores de Castilla iniciarían su personal venganza aplicando sus privilegios puestos en entredicho. De las causas seguidas contra los participantes en el levantamiento, de las reclamaciones efectuadas y las condenas impuestas, existe una basta documentación en el Archivo General de Simancas, ubicado en el castillo de Simancas, también prisión y lugar de ejecución de Pedro Padilla Pimentel (1 de octubre de 1522), primo de Francisco Maldonado, ajusticiado en Villalar,  y de Antonio Osorio de Acuña (23 de marzo de 1526), obispo de Zamora.  También en el Archivo de la Real Chancillería de Valladolid existen numerosos documentos al respecto. Para los profanos en la materia es conveniente apuntar que se trata del Tribunal Superior de Justicia de aquella época.

          La estrepitosa derrota sufrida por las huestes comuneras puso fin a un sueño en favor de la libertad, en la defensa del reino de Castilla frente a la depredación de la corte flamenca y, sin lugar a dudas, de los abusos reiterados, permanentes y sangrantes de la alta nobleza. En absoluto se pretendió sustituir la monarquía por una república al estilo florentino, genovés  o, menos aún, veneciano. Nada de eso, se pretendía que el rey respetara los Fueros, que residiera en Castilla, que respetara a su madre, Juana I, y que la administración no recayera en manos extranjeras. En definitiva, respeto a los castellanos, sus súbditos, y respeto a las leyes del reino. Algunos autores, con espurios deseos de manipulación política, han pretendido tergiversar la historia y convertir a los comuneros en revolucionarios que aspiraban a derrocar el orden establecido. Más libertad sí, mayores deseos de derechos también, lealtad a la reina desde luego.

          El ajusticiamiento de Juan Bravo, Juan de Padilla y Francisco Maldonado, por este orden, supuso un duro revés a las aspiraciones comuneras. El desaliento y el pavor se instalaron  en las ciudades, villas y pueblos de Castilla. Poco a poco, la rendición, la huida o el apresamiento de otros líderes, tuvo como resultado la desaparición de cualquier foco de resistencia al norte de la sierra de Guadarrama. Al sur, siguió resistiendo el foco toledano, convertido en alfa y omega de la sublevación. Allí  continuaría resistiendo la viuda de Padilla, María López de Mendoza y Pacheco, bautizada como “la leona de Castilla”, hasta el 4 de febrero de 1522, en que huyó hacia la vecina Portugal. Moriría, en la práctica miseria,  en Oporto en marzo de 1531.

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                    Volviendo al 24 de abril de 1521, al día siguiente de la derrota, la ejecución de los jefes comuneros fue inmediata. No hubo proceso alguno que celebrar, simplemente una reunión de los grandes señores, con Adriano de Utrecht a la cabeza, que tenían claro el destino de los reos apresados. Ya en el Edicto Real de Worms (17 de diciembre de 1520) dejaba las cosas claras para los que hubieran osado levantarse contra Su Cesárea Majestad, la pena capital era su fin.

          La sentencia, custodiada como parte de la colección Patronato Real, se encuentra en el Archivo General de Simancas. Se trata de dos pliegos (cuatro folios) que está incompleto, pero que debería incluir los traslados de todas las sentencias impuestas a los principales cabecillas del alzamiento: Alonso de Saravia, Pedro Pimentel, Licenciado Bernaldino y Francisco de Mercado, entre otros.

          El tribunal estuvo formado por los Alcaldes –jueces- Cornejo, Salmerón y Alcalá, siempre en presencia del regente, Adriano de Utrecht. La brevedad de  los hechos era consecuencia directa de los delitos imputados. No había ninguna normativa que aplicar más allá del edicto de Worms, tampoco normativa de fundamentación del fallo del tribunal, solamente una referencia a los hechos acaecidos y a la demostrada culpabilidad de sus autores. No había lugar a la defensa, ni figura judicial encargada de la misma. La traición era la culpa atribuida, así como el levantamiento en armas contra el rey y emperador. Todo estaba claro, se trataba de gravísimo delito de lesa majestad humana. En resumen, la condena llegaba a su ejecución no por vía judicial, lo hacía por vía gubernativa. Podríamos decir que fue un simulacro de proceso, sin que ésa fuese su pretensión, no la necesitaban. Sin formalidades jurídicas, pero con enorme solemnidad se dictaron las sentencias ya previstas por lo notorio y público de las faltas cometidas. Esto suponía, por tanto, que el tribunal quedara eximido de las habituales probanzas ordinarias.

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          La ejecución se aplicó de manera inmediata –incontinente diría el documento del traslado de la sentencia a los reos-.  El objetivo era claro, que sirviera de prevención e intimidación para cualquiera que osara alterar la paz y la tranquilidad del reino sublevándose contra su legítimo rey. La exposición de las mutilaciones (cabezas clavadas en la picota) en los rollos de justicia, el ajusticiamiento y el sometimiento a la vergüenza pública, amén de la confiscación de bienes particulares, ejercía un poderoso efecto aterrador en el pueblo.

          Así, en la plaza Mayor de Villalar, en el mismo lugar en el que hoy se levanta un obelisco conmemorativo dedicado a María Pacheco, Padilla, Bravo y Maldonado –actual plaza de España-, se construyó el patíbulo durante la noche anterior, para dar cumplimiento a lo previsto y pactado. El pueblo y los grandes señores, aposentados en un graderío, presenciaron la decapitación de los bravos capitanes de la Comunidad.