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Estimado Donald:
Te imagino en aquel lujoso retiro caribeño en el que te has exilado como un Napoleón que espera el reclamo de la tribu para resurgir de su derrota transitoria. Flanqueado por grandes árboles frutales cuyas copas sirven de toldo a tus meditaciones, rumias las disyuntivas que te genera el día a día. Acabado el tiempo de las disyuntivas de Estado, ya sólo te quedan las de la vida cotidiana.
Te imagino desayunando copiosamente, y planificando los que van a ser tus ocios deportivos de la jornada. Tu ancianidad no piensa arrumbarse nunca a la sala de estar del abuelo, o al reposo en mesa-camilla del jubilado. Al contrario, los años ensanchan para ti tus posibilidades de hacer lo que te dé la gana. Repones fuerzas para futuras empresas. La edad te semeja fichas de libertad en el casino de la vida, y llegado a ciertas alturas, piensas que un hombre libre que además es rico puede insultar a quien quiera, desafiar él solo a corporaciones gigantes o presentarse por tercera vez a las elecciones presidenciales. Incluso animar a la iconoclastia democrática. Y que te sigan quedando fichas. Se espantan los que no comprenden que para ti la vida que te resta sólo resulta atractiva si se funde con el riesgo y la aventura. Además de poder sufragar batallas, tienes el espíritu dannunziano necesario para embarcarte en ellas.
No has dejado de soñar con una América purificada de la degeneración demócrata, aunque puede que cuando pase esta legislatura la gangrena haya afectado irremisiblemente al cuerpo. Solazas el golpe asestado a tu propósito en la contemplación de este mar, y de este cielo ocre que tanto te place, porque su azul sepia te retrotrae a tiempos mejores, en los que América era más americana, tus amores no eran manantial de tu escarnio, y el mundo no te comparaba con Hitler. Aquí te dejas querer por este sol, dejando que tus cortezas seniles sean cubiertas por la suavidad meridional que a los primeros conquistadores españoles les evocó el paraíso.
Tu historia también es la historia de una conquista. América fue para ti, como para tantos otros antes, una metáfora. Ahora, en el ocaso de tu eminencia, rememoras el cuaderno de victorias, para cauterizar la sangre que mana de tu última herida. Espigas los grandes proyectos empresariales, las fantásticas ideas que albergaste, todo lo que lograste materializar, y te sientes orgulloso de todas esas flores secas.
Desde tu más tierna juventud te comprometiste con tu apellido como un soldado con la milicia. El sentimiento dinástico te define. Solo que tu aristocracia es la propiamente americana, es decir, la del dinero. Wall Street fue tu Esmirna, y tu padre un cruzado de las finanzas que te enseñó todos los ritos y secretos de esa guerra por otros medios. Para ti la reverencia al dinero ha sido un ejercicio tan moral como la reverencia que algunos de tus más encarnizados adversarios dicen profesar a la cultura, palabra que te hace llevar la mano a la pistola, pues intuyes que en su acepción actual fomenta los “ismos” que tanto desprecias. Las finanzas te abrieron cuotas de poder mundanas, y sobre estas edificaste la ilusión de gobernar América, como Gatsby montaba fiestas como excusa para reconquistar a su primer amor (en tu caso, los Estados Unidos de tu juventud). Tu vocación de conquistador no era mammónica, sino idealista: sólo desde la atalaya de un poder polifacético podías relacionarte con la variedad de la vida americana, que amas. La peripecia de tu vida ha hibridado la materia y la idea. Creaste una marca imperial en la esfera de lo mercantil y también una marca política en el orden de la historia.
El comercio ha sido un concepto entrañable para ti, porque admiras a esos antepasados tuyos que fundaron a partir del ahorro y el cálculo los cimientos reales e imaginarios de América y de su idea, idea de la que participa con entusiasmo cada átomo de tu ser, y que ha sostenido tu carrera política: un sueño americano repristinado, con su ideal de prosperidad y su romanticismo económico de clase media. Pese a edificar rascacielos y expandirte en mercados tan posmodernos como el de la televisión, en realidad tienes alma de tendero tradicional, de comerciante de ultramarinos o de juguetes, porque el dinero no tiene por qué ir reñido con la piedad por las formas pequeñas y modestas de comercio de las que siempre has sido abanderado, frente a otros capitalistas que han hecho negocio del desarraigo y de la pura especulación bursátil.
El sueño americano es una petición de muchos niños y mayores a Santa Claus; y tú has querido ser esa figura para todos los americanos de bien, regalando trazas de ese gran sueño, de ese hacer a América grande otra vez, es decir, de hacer a América onírica, frente a la comprensión materialista, desprovista de americanidad, que fomentan de ella tus apátridas opositores. Fuiste político poeta, personificando el ideal americano, con sus maravillosas luces y sus oscuros reveses, y es por eso por lo que algunos te respetamos con el respeto que inspiran aquellas figuras fidedignas y coherentemente representativas de un genio histórico y moral, al margen de que nos interpelen sus rasgos. Por eso destacas como una estrella en una época de gobernantes y mandatarios anónimos, burocratizados y secos de toda savia.
Frente a la representación que ha quedado de ti, como un catálogo antológico de estridencias y malignidades, en el interior de tu corpachón se esconde un espíritu festivo, bromista y alegre, que con tanta nitidez has manifestado en tantas ocasiones, desde aquella aparición en una película infantil que revela el fondo jovial de tu carácter, tan distante de ese puritanismo engolado de los peores yanquis. Pero poco sabremos de tus interioridades, de tu humanidad. Nunca serás un Obama que las prodigue en libros y reportajes revisteros para venderse a los consumistas de referentes rosados y moralistas, ni tampoco habrá nadie que procure averiguar qué se oculta tras el trampantojo de tu mediático rostro. No interesa dejar de levantar contigo la roca del tópico, del lugar común, tampoco dotar a la planicie de tu imagen, y a la opacidad de tu carácter, de relieve y de luz. Pero no importa. En realidad, no te odian a ti, sino a lo que representas. Basta para tenerte en estima tu labor política pacificadora, de auténtico Augusto del siglo XXI, y tu defensa de los auténticos marginados contemporáneos: el hombre y la mujer comunes y corrientes.
Tu presidencia probablemente represente, dentro de cien años, el fogonazo de antigua gloria que experimenta todo gran imperio antes de lanzar su estertor al mundo. Esa última llamarada de vida, ese instante de vigencia pleno de energía que precede a la insignificancia o a la muerte, como un fuego fatuo. Lo que han llamado trumpismo es el suspiro violento de una nación que intenta a la desesperada no abdicar de sí, no separar su cuerpo de su alma para no morir.
Tu historia es la de un rey popular primeramente vencedor y postreramente destronado por poderes superiores, por el poder económico-mediático, por la inhumanidad envuelta en sedas humanistas tan melifluas como impostoras. La historia de un aristócrata que se hizo tribuno de la plebe americana, como todos los verdaderos tribunos de plebe que en la historia ha habido, porque para combatir al poder del dinero hay que estar libre de sus tentaciones, y sólo puede estar libre de ellas el que lo posee. Cuando estabas a punto de salvar a tu amado país del estupro del globalismo revalidando una legislatura plena de éxitos, el coronavirus, inesperado saboteador, propició la fisura sin la que tus enemigos no habrían podido derribarte.
Hoy, cuando Rusia rompe trágicamente la delicada baraja de la paz internacional y nos introduce en una espiral de impredecible final, me acuerdo de ti, y de que Putin te respetaba por considerarte un estadista de su talla, un hombre mucho menos rústico e ignorante que la plana mayor de los eurócratas y de tus sucesores americanos. Aprovechándose sin duda de las debilidades y los errores garrafales de la administración Biden, que ha dejado a los Estados Unidos en una posición abyecta, Rusia pone en una encrucijada dolorosa a Occidente, ante la que el Occidente arrogante y encantado de conocerse a sí mismo demuestra carecer de recursos, de estrategias y de solidaridades auténticas con los que enfrentarla.
Después de jugar al golf sigues las noticias, te informan de ellas, lees los periódicos. Y piensas, tal vez, que prefieres el retrato que tus enemigos han hecho de ti que el que a ellos pergeñará la Historia.
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