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Deambular por el desierto es la mejor imagen del interminable proceso catalán. Desde que Jordi Pujol confesó su “pequeña” culpa patrimonial, las placas tectónicas del nacionalismo empezaron a deslizarse cuesta abajo en un continuo desgaste causado por los choques y enfrentamientos entre las mismas. La vieja Convergencia saltó hecha en mil pedazos sin que Artur Mas pudiera evitarlo. Puigdemont, elegido como hombre de paja por Artur Mas, cobró vida como el homónimo del Mago de Hoz. Surfeando hacia el abismo, montado en su propia placa teutónica electoral, hubo de saltar a Waterloo antes de pegarse un leñazo con la justicia. Dejó a su vez al hombre de hojalata, Quim Torra, que girando como una peonza su gran éxito fue conseguir la inhabilitación y asegurarse un sueldo de por vida como el ex presidente de la Generalitat más inútil conocido hasta ahora.
Y así nos presentamos a las elecciones del 14 de febrero de 2021, en medio de un caos político y de un alucine colectivo. Tras el Golpe de Estado separatista de 2017, hemos contemplado cómo, cuatro años después, y un brevísimo 155, los Mossos d´Escuadra siguen comandados por la misma cúpula; los políticos presos salieron de las prisiones y han hecho campaña electoral como si nada hubiera pasado; el PSC -otrora agonizante- renace de sus cenizas con un sorprendente candidato-zombie y aquellas masas que seguían con los ojos cerrados a Arrimadas han desaparecido cual fantasmas.
Las elecciones catalanas se han producido en medio de un shock colectivo de una sociedad que ya no entiende nada. Sólo sabe que todo se mueve, todo se desliza, todo está en proceso, pero el resultado es impredecible o, peor aún, este movimiento no tiene fin. Cataluña gozó durante 23 años del patriarcado de Pujol para conducirla por el desierto. Hoy, los líderes independentistas se ladran entre ellos y los constitucionalistas ni siquiera tienen líderes que se gruñan. Ante el desconcierto, se ha producido lo evidente: la mitad de la población ha preferido quedarse en sus casas y no comprometerse con su voto en esta locura colectiva. La escasísima participación ha retroalimentado el imaginario de un independentismo hegemónico, cuando sólo ha recibido menos del 30% de sufragios del censo. Por el camino de la travesía del desierto, se ha dejado 800.000 votos. Pero da igual, el llamado “constitucionalismo” ha perdido 900.000. Y aún estamos esperan la autocrítica de sus responsables.
El nacionalismo conservador de Pujol siempre fue visto desde Madrid como un tapón para que la izquierda no se hiciera con el poder en Cataluña. Pero en realidad, el pujolismo ha sido el cauce para que una sociedad conservadora y burguesa se transformase en una comunidad revolucionaria e independentista. No es de extrañar que el llamado centro-derecha catalán electoralmente sea insignificante. Ciudadanos ha jugado muy mal sus cartas con una campaña pésima y con su musa Arrimadas sumida en el mayor de los descréditos por su fuga de Cataluña. El Partido Popular ni siquiera ha tenido cartas con las que jugar la partida. La formación se ha entretenido durante varias décadas a erosionar hasta el exterminio sus propias bases. Y Vox ha sabido recoger los restos del naufragio, pero aún le queda por delante una labor de consolidación, implantación y aprender que la política en Cataluña no pude ser un peón con el que jugar una partida en Madrid.
La Cataluña que queda tras las elecciones sigue siendo un erial por el que se habrá de deambular. Sólo ha dos posibilidades o un frente de izquierdas independentista o frente de izquierdas radicales independentistas. Por un lado, entre los partidos independentistas el odio a España compite con el odio cainita, lo cual llevaría a gobiernos separatistas inestables e incapaces de repetir la aventura de otro órdago al Estado. Por otro lado, un frente de izquierdas, implicaría dejar a los de Puigdemont fuera del hemiciclo, con los que se garantizaría su radicalización y recuperación del liderazgo independentista que ahora ostenta ERC. En el horizonte cercano, no se descarta ingobernabilidad y, por lo tanto, nuevas elecciones anticipadas. Esto sería el triunfo definitivo del “procesismo”: un estado permanente de crisis política para justificar la existencia de la casta nacionalista.
El procesismo sólo puede ser un fenómeno interminable y de ello vive el independentismo. La travesía debe continuar, en ningún lugar nos espera Ítaca, pero sólo su idea motiva a muchos a permanecer en la locura de la diáspora perpetua. Sin embargo, la otra diáspora, la de las empresas, ha optado por la vía racional. Ellas sí saben donde van y de donde huyen. Recalan en la odiada Madrid donde se sienten protegidas. Así, la Cataluña posconvergente y pospandémica, se asoma al terrible abismo de dejar ser “rica y plena”. Los cachorros que fueron criados para lanzarlos contra el Estado español, tras la jornada electoral, aúllan por las calles reclamando nuevamente una república revolucionaria. Las elecciones han sido inútiles en cuanto tales. Simplemente son un paso más a ninguna parte.
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