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Al empezar la carta de los Hebreos San Pablo recuerda que Dios en el pasado hablo a los hombres de muchas maneras para, seguidamente, resaltar la novedad de lo acontecido hoy: <<ahora nos ha hablado por medio del Hijo>> (Cf, Heb 1, 2). También en otro lugar, en la carta a los Gálatas, insiste sobre esta novedad, que ha traído consigo “la plenitud de los tiempos”: <<al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva>> (Gal 4, 4-5). San Pablo se refiere, naturalmente, a lo acontecido la Noche Buena de la Natividad de Jesús y nos explica su sentido salvífico.
Los acontecimientos de esta Noche Buena también son el trasfondo de las palabras de San Juan Evangelista que escuchamos todos los días en el segundo Evangelio, y que en el día de Navidad se proclaman solemnemente: <<En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios>> (Jn 1) << Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros>> (Jn 14). Por otro lado, los relatos de los evangelios de la infancia, en San Lucas y en San Mateo, ilustran y complementan, en sus detalles y pormenores históricos, la reflexión que San Juan y San Pablo exponen acerca de la Encarnación del Verbo; desvelando, por así decir, la ternura concreta con la que Dios ha querido presentarse entre nosotros. Por eso, también, sus relatos, en general, nos son más familiares y afectuosos, y han entrado profundamente dentro de la cultura popular.
Este aspecto, la ternura de Dios, es sobre el cual me gustaría reflexionar hoy, a propósito de los misterios de Navidad que en estos días contemplaremos en la liturgia.
En el pasado, aunque Dios habló de muchas maneras a los hombres (Cf. Heb 1, 1), solo de manera progresiva, y todavía velada, el Señor daba a conocer su ternura. Los diez mandamientos de la Ley de Dios fueron revelados entre truenos y terremotos (Cf. Ex 19, 16-25; 20, 18-26; Dt 5, 22-33). Con estos medios, Dios, inspirando un justo y sano temor, manifestaba su omnipotencia entre el pueblo de Israel. A Moisés entregó la Ley escrita en unas tablas de piedra como signo de la Alianza entre Dios y los hombres (Cf. 20, 1-17). Pero la piedra se convertirá en la imagen del corazón de Israel, incapaz de perseverar en la fidelidad a la Alianza. La justa Ira de Dios se enciende y amenaza con el castigo y el exterminio, pero se aplaca por la oración de Moisés (Cf. Ex 32, 7-14). Las palabras de Moisés, que intercede por el pueblo para que no sea aniquilado, representan la oración de los justos, que expresan a su vez lo íntimo del corazón misericordioso de Dios. La escritura plasma la “tensión” misteriosa entre la justicia y la misericordia de Dios.
A pesar de la infidelidad del pueblo, la ternura de Dios busca el corazón de los hombres y, por medio de sus Profetas, promete que dará un corazón de carne en lugar del corazón de piedra (Cf. Ez 36, 26-28). El corazón de carne que Dios quiere dar a los hombres para que cumplan sus preceptos, recordará a Israel que la Ley no debe ser el cumplimiento frío de unas normas, sino una relación amorosa con Dios. Por eso, los profetas comparan el amor de Dios por su pueblo con el amor del Esposo que ama una esposa infiel, a la que está dispuesto a perdonar, pero la llevará al desierto para purificarla y seducirla de nuevo (Os 2, 6). También, los Profetas comparan el amor de Dios con el amor entrañable de una madre por sus hijos (Cf. Is 49, 15); o el rey David en los salmos; ya cuando, lamentándose de sus pecados, imploraba el perdón (Cf. Sal 50); ya cuando, invadido de alegría, alababa y daba gracias a Dios por su misericordia (Cf. Sal 135); evoca la inmensa ternura de Dios, de la cual tiene experiencia sensible. También el profeta Elías, esperando en el Horeb la visita de Dios, no le descubre ni en el viento impetuoso, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en la brisa suave (Cf. 1 Re 19, 11-13) …
Pero la ternura de Dios en el AT es solamente un pequeño preludio de la ternura desatada en los misterios de la Encarnación del Verbo. En la suave brisa de la Noche Buena, nuestros ojos son atraídos a contemplar al niño que a nacido en Belén de la Virgen María. Nuestro afecto se detiene sin esfuerzo, inspirado en la cándida fragilidad con la que ha querido mostrarse el omnipotente. Dios, desvelando su ternura, actúa como el buen enamorado, que pretende atraerse la atención de la amada, mostrándose vulnerable a su amor, herido por su amor.
¿Qué ha sucedido en medio de la oscuridad y de las tinieblas? Un secreto envuelto en el silencio de la noche, del que, junto a José y a María, solo son testigos aquellos pobres animales, el buey y la mula. ¡Qué calidez la de aquel pobre establo! ¿Cuál es el sonido de la voz de Dios hecho hombre? Es el dulce llanto de un niño, que ha venido a llorar nuestros pecados. ¿Qué ha sucedido en medio de la noche? Un secreto revelado por ángeles a unos sencillos pastores que dormían bajo las estrellas. ¿Qué ha sucedido esta noche? Un secreto que puedes atisbar en el rumor de los pasos que se acercan al pesebre, en el rústico olor de los leños que calientan la estancia, en los ojos entumecidos por la emoción al contemplar tan gran misterio y en las manos callosas de los pastores que acarician al divino niño. ¿Qué ha sucedido esta noche? Un secreto que tu también reconocerás cuando te arrodilles ante él para adorarle y le traigas como presente tu corazón: ¡Dios se ha hecho hombre para hablarle a tu corazón desde el Suyo!
En este secreto descubrirás la obediencia de José y María que, sometidos a los edictos del Emperador, dan cumplimiento al plan de Dios. Pues el Mesías tenía que nacer en Belén de Judea como estaba profetizado (Cf. Mt 2, 6). Descubrirás la obediencia del Verbo, <<nacido bajo la ley>> (Gal 4, 4); que, como explica San Pablo, <<al entrar en el mundo dice: “Sacrificios y holocaustos tu no los deseas, pero me has dado un cuerpo, (…) he aquí que vengo a hacer tu voluntad”>> (Cf. Heb 10, 5. 10, 9b). Cuya voluntad será el sacrificio en su cuerpo cumplido en la Cruz (Cf. Heb 10, 10).
En este secreto descubrirás también la pobreza; el dignísimo vestido de la humildad, la sencillez y la confianza de quienes se saben en manos del Padre a pesar de las contrariedades; unidos al Dios que se hace pobre para enriquecernos. En su austera sobriedad y elegante modestia encontrarás la riqueza de la virtud y la conciencia recta, y la suma felicidad de las almas invadidas por Dios.
En este secreto encontrarás, al fin, la castidad virginal de la que quiso rodearse el Hijo de Dios en su círculo más íntimo: virgen es María –admirable misterio— intacta ha permanecido durante el parto la virginidad de la que concibió por obra y gracia del Espíritu Santo; virgen es San José; virginal su matrimonio; virginal, limpio y transparente el amor que los une; castísimos los detalles en los que el mutuo afecto se prodiga; noble el pudor y recato que adorna el hogar, los hábitos y las costumbres. Casta es la ternura que se respira en el portal de Belén. Castas y limpísimas sus miradas como castos y limpios se volvieron los ojos de los pastores al contemplarlos. Porque <<La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo>> (Jn 1-9).
Los Evangelios nos descubren el drama de este corazón que ha amado tanto a los hombres, pero que de ellos solo ha recibido a cambio desprecios. San Juan en el prólogo de su Evangelio lo dice en pocas palabras: <<Vino a su casa, y los suyos no le recibieron. >> (Jn 1, 11). Toda la Historia de la humanidad está traspasada por este drama: la ternura de Dios, dispuesta a desvelar su amor tomando nuestra carne, hasta el extremo de morir en la Cruz en rescate por todos; y la frialdad del corazón de los hombres, endurecidos y vueltos sobre sí mismos. Al punto que los hombres de todos los tiempos, en última instancia, se separarán entre los que Le han recibido y los que Le han rechazado (Cf. Mt 25, 31-43). El drama de la Historia de la Salvación es el rechazo de los suyos, porque <<muchos son los llamados, pero pocos los escogidos>> (Mt. 24, 14). Pero allí donde se le abre el corazón y se lo ama, Él ha prometido: <<Si alguno me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos con él morada>> (Jn 14, 21); y, añade San Juan: <<a todos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios>> (Jn 1, 12).
En la Eucaristía, nosotros también podemos sentir la ternura de Dios al contemplar, al estilo de los pastores de Belén, los misterios de nuestra Redención. Podemos recibir, en la Comunión con su Cuerpo, la ternura de Dios que viene buscando nuestro corazón. Como José y María prepararon el establo para recibir a Jesús, podemos preparar nuestros corazones y nuestros hogares para que en ellos nazca nuestro Salvador y ser contados entre los escogidos.
¡Santa Navidad!
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