29/04/2024 22:59

Con motivo del del próximo 224 aniversario

(5 / mayo / 1821)

ENTREVISTA EN EXCLUSIVA CON NAPOLEÓN PARA ESPAÑA

Desde 1973 que escribí sobre mi primer viaje a la isla de Santa Elena, buscando datos e información para la obra de teatro que quería hacer e hice sobre “los últimos días de Napoleón en Santa Elena” en varias ocasiones he escrito sobre aquellos días, aquel personaje, aquella isla, aquel ambiente, y aquellas “respuestas” obtenidas tras un estudio riguroso de todo lo que había leído sobre el hombre más importante de Europa de su tiempo.

Y hoy es uno de ellos. tal vez porque ya se acerca el día de su muerte, acaecida el 5 de mayo de 1821, y un grupo de amigos nos hemos confabulado para resaltar la figura más grande de la Historia de Francia (el año pasado nuestros amigos franceses nos ayudaron en “el año Picasso”). La obra de teatro que escribí para el “Premio Lope de Vega” y que este año van a representar en mi pueblo con el título de “NAPOLEÓN, (los últimos días en Santa Elena)” y otros grupos, naturalmente del mundo de la lectura y de la política, leeremos y representaremos en el “Círculo de la Amistad de Córdoba”.

¡Los grandes de la Historia deben permanecer siempre en el recuerdo y no olvidarse jamás!

Porque habrá pasado a la Historia, a la Historia de hoy, claro, tan democrática, que solo lo ven como un Dictador, pero para mí sigue y seguirá siendo mientras viva uno de los grandes personajes de la Historia Universal.

6 obras le dediqué a la Revolución francesa: “Luis XVI de Francia (el Rey de la guillotina)”, “Napoleón (el genio de la guerra)”, “Maria Antonieta de Francia (Una cabeza para una guillotina)”, “Paulina Bonaparte (la mujer más guapa de la Revolución)” y “Fouché (el genio que se ríe de todos)” y “Locuras nocturnas de una Revolución que cayó bajo los efectos de una guillotina”.

O sea, que gran parte de mi vida la pasé leyendo y leyendo sobre la Revolución francesa. Al igual que me sucedió con la Revolución rusa como estrambote la Revolución inglesa, la Revolución cubana, la Revolución de los claveles, la Revolución italiana que fueron las piezas que completaban las tablas de ajedrez.

Con Napoleón en Santa Elena

Así que tengo cuerda para festejar los dos siglos que han cambiado la Historia del mundo y que, por no aburrir a las estrellas, les iré dando a porciones llevaderas.

Y como me propuse entrar en la vida desde una posición de biografía completa a Santa Elena, el infierno perdido en el Atlántico a 2.000 kilómetros de la tierra más cercana, allí comenzamos: en la residencia de Longwood y escoltado y humillado por un General de tercer orden inglés que le hizo vivir los momentos más tristes de su vida.

Pero, les abro las puertas y lean (eso sí, para poder inventarme las cosas que iba recogiendo de sus escritos, de sus memorias (Emmanuel de Las Cases, “Memorial de Santa Elena”), de sus biografías e incluso algunos de los nombres que figuran también son inventados. Porque no olviden que todo lo que aquí se recoge en gran parte, es fruto de la imaginación):

Bueno, pues aquí estoy desde hace una semana.

Santa Elena está donde Julia me dijo que estaba… a dos mil kilómetros de cualquier civilización. En pleno océano y defendiéndose continuamente del agua… ¡Dios mío, qué olas! Me pareció, desde lejos, un portaviones a la deriva.

Pero, la verdad es que cuando pisé tierra, sin poderlo evitar, me emocioné… y me alegré de haber tenido esta oportunidad. Según me han dicho después a todos los que llegan por primera vez les pasa igual… Y es que impresiona mucho saber que aquí, precisamente aquí, en este peñasco abrupto y siempre a la defensiva, murió el gran Napoleón.

O tal vez, como dicen los más viejos, sea verdad lo de la leyenda. El espíritu de Napoleón no se quiso marchar cuando se llevaron su cuerpo ya descompuesto… y mora en la isla. Sobre todo en los primeros días de mayo de cada año. Hay quien dice que, todavía, se le puede ver paseando por los alrededores de Longwood, con las manos atrás y la cabeza levantada, mirando al horizonte. Otros aseguran que en las noches de más lluvia y más tenebrosas se oye un galopar incesante que va de un extremo a otro de la isla, como si un jinete castigase a su caballo y lo animase a dar el gran salto hacia fuera.

A la gente nacida en la isla, a los naturales de aquí, les encanta hablar de su “huésped” Napoleón. Se sienten como orgullosos de haberle tenido aquí y le recuerdan, de generación en generación, como un hombre bueno y sencillo. Así no es de extrañar que donde quiera que han podido hayan colocado una lápida en Señal de recuerdo: “Aquí desembarcó Napoleón el 15 de octubre del año 1816”, “Aquí residió Napoleón desde el 15 de octubre al 19 de diciembre del año 1816”, “Por aquí paseaba a caballo Napoleón”, “Aquí bebió agua Napoleón”, “Aquí, en este mismo lugar, se sentó a descansar Napoleón el 25 de junio de 1818”, “Aquí…”, “Aquí ”, etc., etc., etc…. ¡Y qué cosa tan curiosa: en todas partes escriben solamente Napoleón y silencian el Bonaparte! ¿Por qué? Se lo he preguntado a Toby y su respuesta me ha conmovido: “Para nosotros fue y seguirá siendo Napoleón, el emperador Napoleón… ya sabe usted que los ingleses sólo le llamaban Bonaparte y habían prohibido llamarle Napoleón, pues así se le rebajaba a la categoría de general… Ellos siempre decían y dicen todavía “el general Bonaparte”… Es nuestra manera de vengamos, porque Napoleón no era un simple general, sino un general de generales, un mariscal de mariscales, un Emperador…”

(Se me olvidaba decir que Toby es un viejo marinero natural de Santa Elena con quien he entablado amistad y con quien converso muy a menudo… Bueno, es que —como estaba previsto— yo me he presentado aquí como un apasionado de Napoleón que viene a estudiar sobre el terreno los últimos días del Emperador de los franceses).

Sin embargo, a los ingleses que hay en la isla no les gusta hablar del tema Napoléon. Parece como si todavía sintieran vergüenza del crimen que cometieron… ¡y es que hay cosas que la Historia no perdona! Ellos saben que jamás ninguna nación trató tan cruelmente a un prisionero de guerra. Como saben que por la isla circulan octavillas desde tiempo inmemorial con las palabras que Napoleón les dedicó el día antes de morir. Yo, como es natural, ya me he hecho con una de esas octavillas y he leído:

¡Ingleses!

Me habéis asesinado largamente, minuciosamente, con premeditación…, ¡y yo, al morir en este espantoso peñasco, privado de los míos y careciendo de todo, lego el oprobio y el horror de mi muerte a la familia reinante de Inglaterra”.

En fin, que ya estoy en Santa Elena.

La travesía a bordo del portahelicópteros “Juana de Arco” ha sido buena, aunque ya no olvidaré en mi vida la tempestad que nos tocó atravesar ni la calma chicha que nos mantuvo casi quietos tres días… Entre otras cosas porque he aprovechado el viaje por mar para escribir las líneas sobre Osio de Córdoba que preceden a éstas. ¡Lo confieso: ha sido emocionante! Vivir las peripecias del “viejo león” de Córdoba en pleno océano ha sido una experiencia que no volveré a repetir. La llegada al puerto —o atracadero— de Jamestown, la capital de Santa Elena, ha sido emotiva, pues justo por donde yo he entrado lo hizo un día el emperador Napoleón… Para despistar mejor me he instalado en un hotelito que está a las afueras de la capital, precisamente en el camino que lleva a Longwood… Mencionar aquí Longwood es como mencionar en Córdoba la Mezquita, o en Sevilla la Giralda, o en París la Torre Eiffel… Todos los caminos conducen a Longwood; las casas están orientadas hacia Longwood; las miradas se dirigen siempre hacia Longwood… ¡Nada se conoce en la isla mejor que Longwood! … ¡Hasta la Historia de Santa Elena comienza por Logwood! … Y tal como he podido comprobar la gente de hoy desconoce la importancia de la isla de ayer: cuando Santa Elena era “la posada del océano” y más de mil barcos tenían que atracar en su puerto cada año. La gente no sabe que la muerte de Santa Elena fue el canal de Suez y los grandes frigoríficos que llevan los pesqueros. La gente no sabe que Santa Elena quedó al margen de todos los caminos, marítimos o aéreos, y que hoy para venir hasta aquí hay que sacar “billete para el infierno”… Pero, todos y cada uno de los habitantes nativos, en su mayoría descendientes de los esclavos chinos, malayos, hindúes o malgaches, conocen la historia de Longwood y la peripecia vital de Napoleón… ¡Napoleón —como el Cid— ganó a los ingleses la última batalla después de muerto!

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Esta mañana he ido con Toby hasta el valle del Geranio y he visto la primera tumba de Napoleón… y hasta he bebido agua de la fuente que él bebió durante su “cautiverio”. Ciertamente es un agua riquísima, un agua que… ¡ay! , me ha recordado el agua de la fuente de la Fuensanta. Y estando allí, sin darme cuenta, he rezado con Dimitri Merejkovsky: “Recibe, Señor, el alma de tu siervo Napoleón, y dale acogida en la Ciudad de los justos”.

Me he prometido a mí mismo volver aquí un día para, de verdad, escribir “los últimos días de Napoleón”. Y hasta lo he jurado.

Sí, señor, es un caballo de madera. Pero, no le debe sorprender: es el subterfugio que me he buscado para hacer ejercicio. Ya que no puedo montar en uno de verdad…

(Y yo me acerco hasta la escalera y haciendo una gran inclinación de cabeza le digo).

Sire… he venido desde España, concretamente desde Córdoba, para hablar con Su Majestad y hacerle cien preguntas.

Señor Mena, muchas preguntas son esas. Pero, no se preocupe, hablaremos de lo que usted quiera… Lo único que le pido es que espere unos minutos a que yo haga mis ejercicios diarios. Aunque a usted le parezca raro hasta que no monto en ese caballo y galopo un rato no me siento yo mismo. Tenga en cuenta que mi vida transcurrió a caballo… ¿Dice usted que viene de España? Pues, entonces sabrá que también a España llegué a caballo… ¡Y más me hubiera valido no haber ido nunca! … ¡Ah, pero qué gran día aquél que coroné Despeñaperros y apareció a mi vista Andalucía! ¡Sólo sentí algo parecido el día que entré en Moscú! …

(A todo esto el Emperador, muy torpemente, las cosas como son, se ha subido en el caballo de madera y ha comenzado a balancearse. Es una escena digna de haberla vivido. Porque nada más subirse en el caballo este hombre achacoso y torpe se ha transfigurado. Ahora parece un hombre en pleno apogeo de sus facultades físicas, como cuando reventaba caballos y hombres sin sentir el menor cansancio. Con su mano izquierda sostiene las bridas y con su mano derecha blande la espada, al tiempo que casi grita).

Sire ¿y sus Mariscales?

¡Steingel! ¡Dessaix! ¡Massena! ¡Ney! ¡Murat! ¡Lannes:! ¡Davout! ¡Bernadotte! ¡Soult!: … ¡Ah, la victoria se decide! ¡Id, corred, a la carga! ¡Son nuestros! ¡Son nuestros! …

Sire, ¿y en Italia?

¡¡Pueblos de Italia!! … Escuchadme: yo no vengo a traeros la guerra, sino la libertad… ¡Levantaos contra los tiranos que os oprimen y os esclavizan! …

¡El pueblo francés ya tiene su libertad! … ¡Italianos! Agrupaos en torno a mis banderas y luchemos todos juntos por la libertad… ¡Sed dignos de aquellos soldados de César! ¡Levantaos y levantad de nuevo el Imperio!

¡Aquel Imperio que asombró al mundo! … ¡Cantad conmigo el himno de la libertad!

¡Al ataque!

¡Murat! ¡Ney! ¡Soult! … ¡Ah, la victoria se decide! ¡Id, corred, a la carga… son nuestros!

Sire ¿y el Sol de Austerlitz?

¡Soldados de Austerlitz! ¡La guerra ha terminado! ¡Hoy es un día grande para Francia! ¡Id, pues, regresad a vuestros hogares y recordad siempre este sol de Austerlitz! … Yo estoy seguro de que cuando pasen los años y habléis con vuestros nietos sacaréis el pecho con orgullo para decir: ¡Sí, yo estuve en Austerlitz! ¡Yo estuve con Napoleón Bonaparte! … ¡Soldados: viva Francia! …

(Me supongo que no tendré que decir que yo estoy como anonadado e inmóvil como un puente romano. El “ejercicio” del Emperador me ha sobrecogido y me ha emocionado. ¿Será verdad que el espíritu no muere? ¿Será verdad que el espíritu y el cuerpo de Napoléon se quedaron en esta isla? … Yo, a estas alturas, lo juro, me lo creo todo. Vamos, que ahora mismo me dicen que yo estuve en Austerlitz y me lo creo a pies juntillas… De pronto, el Emperador detiene su balanceo y de un salto, con una gran agilidad, se tira del caballo y se viene hacia mí).

Napoleón pregunta: Bueno, muchacho, y ahora vamos a hablar. Díme, ¿qué quieres que te cuente?

Respuesta: Sire… (y las palabras apenas sí me salen)… a mí me gustaría hacerle, de entrada, una pregunta que me la he hecho yo muchas veces.

Pues, venga, hazla.

Sire… ¿cómo pudo resistir el gran Napoleón la humillación del destierro y las “putadas” que le hicieron los ingleses en este “infierno” de Santa Elena?

Ja, ja, ja… (y el Emperador de los franceses se ríe abiertamente, a carcajadas)… Pues, todo tiene su explicación y me alegra que me hagas esa pregunta. Efectivamente, lo más lógico hubiera sido que yo me quitara la vida; es más, era lo que querían los ingleses… Pero, te voy a explicar por qué no lo hice. En primer lugar, porque un hombre no es verdaderamente grande si no sabe soportar la adversidad… Ser fuertes cuando todo viene de cara es muy fácil; lo difícil es aguantar y sobrevivir la época de “vacas flacas”… En Marengo, a las seis de la tarde, yo tenía perdida la batalla, pues aquella noche al acostarnos Italia era ya nuestra… ¿Por qué? Porque supimos aguantar y contraatacar.

Marengo

Cualquier otro en mi lugar se habría retirado para reorganizarse y recobrar la moral… ¡eso era lo normal! Pues, yo hice lo anormal, volver a la carga sin haber tenido tiempo de respirar…

¿Insensatez? No, es que yo sabía que los austríacos estaban tan exhaustos como nosotros. Entonces lo lógico era evitar que se recuperaran, exponerlos a ir más allá de sus fuerzas… ¡Y la victoria fue al final para nosotros! En segundo lugar, y esto para mí es importante, es que yo creo en el destino y en mi estrella particular. El hombre es libre para decidir en cuestiones pequeñas, en las grandes, queramos o no, estamos predestinados… Y como lo que haya de ser va a ser, pues para qué oponerse. Si mi destino era apurar el cáliz del infortunio hasta la última gota ¿qué ganaba con sublevarme y evitarlo? Por supuesto que si Napoleón cae en Moscú o en Waterloo hubiera sido tan grande como Alejandro o César, pero entonces no habría podido demostrar a la posteridad que además de un gran militar era también un hombre grande. Luego, fue mejor así. En tercer lugar, si yo hubiese muerto antes del desastre o en el desastre, ahí habría terminado todo… y el Bonapartismo hubiera sido imposible. Porque un héroe muerto no arrastra a nadie, pero ¡ay! un héroe encarcelado mueve montañas. Los mitos se hacen en vida, cuando todavía, por muy imposible que parezca, se puede producir el milagro.

Los mitos se hacen en vida

Hay personajes que han conseguido más desde la cárcel que desde la libertad… ¡y yo estoy seguro de que mi última gran victoria fue la de Santa Elena! En cuarto lugar, porque el mayor placer para mí era ¡fastidiar a los ingleses! A los ingleses yo no les podía perdonar que se hubieran comportado con el Emperador de Francia como ellos lo hicieron. No hay que olvidar que yo no fui hecho prisionero en el campo de batalla, sino que ante el desastre y para evitarle mayores males a mi patria, yo me entregué —como Jefe de Estado— a la nación que creía más justa y más caballerosa… ¡Y luego resulta que los ingleses se comportan como villanos y me asesinan largamente, lentamente, con premeditación! … Así que ¿cómo les iba yo a dar la satisfacción de evitarles aquella vergüenza nacional? ¡No, ni pensarlo! ¡Y cuanto más durara la deshonra, mejor! ¡Que el mundo entero tuviese tiempo de enterarse de aquella villanía! … Y todavía, mi amigo, me queda una última razón: ¡porque Napoleón nunca perdió las esperanzas de escapar y volver! ¡Si lo había conseguido en Elba ¿por qué no lo iba a conseguir en Santa Elena?! …

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Confieso, Sire, que sus razones son convincentes y ahora me explico que aguantase Su Majestad todo lo que aguantó… pero, precisamente, sobre esto último versaba mi siguiente pregunta: de verdad, de verdad, ¿no pudo Napoleón escaparse de Santa Elena?

Bien, muchacho, bien… Veo que vas derecho al grano y que conoces a Napoleón… Pues, vamos a ello. Muchos creen que lo más doloroso para Napoleón fue lo que le sucedió aquí en este “infierno”… ¡qué equivocados están! Para mí lo más doloroso fue el perder a mi amado pueblo francés… Porque yo estaba convencido de que a un pueblo que se le da la gloria que yo di a Francia nunca se olvida de ello… No hay que olvidar que yo cogí a Francia en una situación desesperada, cuando hacía agua por todas partes, cuando todo hacía pensar que Francia se iba al garete… ¡sí, al garete! , que ésta es una expresión que me gusta. Porque la Revolución de los Dantones, Robespierres, Marat y compañía sólo había sido la ruptura del dique… pero roto el dique había que construir y ellos demostraron qué no sabían hacerlo…

¡Yo salvé, la Revolución y la propagué! ¡Y le di contenido y la conduje a buen puerto! ¡Jamás Francia alcanzó con los Borbones la cota que alcanzó conmigo! … Por eso los franceses me reclamaron cuando lo de Elba, porque muy mal les iba con Napoleón, pero peor, mucho peor, les fue siempre con los Borbones… Cuando llegó lo de Santa Elena yo estaba convencido de que la función se iba a repetir… y una cosa quiero dejarte bien clara: ¡si Francia me hubiera reclamado, si los franceses hubiesen vuelto los ojos otra vez a mí, ni cien Santas Elenas, ni toda la flota inglesa, ni un millón de carceleros como el tal Sir Houdson Lowe, hubiesen podido evitar mi huida y mi regreso triunfal… ¡Y por eso esperé! ¡Que en política tan importante como llegar es saber esperar! … Y que conste que mi espera no fue inactiva, porque desde aquí yo di vida al Bonapartismo: y la prueba es que un Bonaparte recogió aquellos frutos y fue otra vez emperador de los franceses… A mí no me llegó a tiempo la hora del regreso…

¿y sabes por qué? … Por aquella maldita enfermedad que heredé de mi padre y que era como un blasón de la familia Bonaparte…

¡Ay, si a mí no se me gangrena el pfloro! … Porque todo era cuestión de unos años más: si yo en lugar de morir a los seis años de estar aquí sobrevivo diez más, otro gallo me cantara… ¿No ves que mis enemigos estaban podridos y tarde o temprano acabarían reventando? Y si no, ¿quieres decirme qué fue del Imperio Austríaco, o del Ruso o del Inglés? …

¡Todos se fueron al garete! … ¡Y eso lo sabía Napoleón mejor que nadie! ¡Porque fue Napoleón quien les metió en su cuerpo la semilla del mal! … Esa semilla de la libertad y de la igualdad que los aristócratas europeos nunca supieron digerir… Yo desperté a los pueblos y los pueblos siempre acaban respondiendo…

  • ¡Menos el francés! —me atrevo a sugerir.

  • ¡Ni hablar! —replica como un tigre… ¡Ni hablar! … Y ésa fue mi mayor equivocación al final. Si después de Waterloo yo hubiera querido ponerme al frente de aquel pueblo que me aclamaba ante “La Malmaison” otra vez le habría dado la vuelta a la tortilla… Pero, no quise abusar del pueblo. Porque quien abusa del pueblo tarde o temprano lo paga.

(Y se produce un gran silencio que no interrumpe ni la fuerza del viento… Después, me atrevo de nuevo).

Sire… ¿me permite que le pida una opinión, la opinión de Su Majestad, sobre los Borbones?

Ja, ja, ja… (y otra vez se ríe a carcajadas, mientras da un salto sube al caballo de madera y comienza a balancearse)... ¡Los Borbones! … ¡Ahí sí que ha dado, amigo mío, en hueso! ¡Porque yo no quiero hablar de los Borbones!

Por favor, Sire… Para mí es una cuestión importante.

Bueno, pues si insiste, hablaré… Pero, voy a tratar de ser breve, lo más breve posible. ¡Qué luego mis palabras se estudian con lupa. Verá, para mí hay tres cosas que los definen hasta calar en su alma (¡perdón, si es que la tienen!): la primera es su tenacidad. Porque eso no hay quién se lo niegue: son tenaces hasta el aburrimiento… y por aburrimiento han conseguido lo que los demás no habríamos conseguido ni teniendo a Dios de nuestra parte. Por aburrimiento consiguieron siempre acabar con sus enemigos. Por aburrimiento han sabido esperar más que nadie en la Historia. Para ellos el tiempo no existe: lo mismo esperan un año que un siglo. La segunda es que saben disimular sus sentimientos o sus intenciones mejor que todos los obispos de la Iglesia reunidos en cónclave. Ello les ha permitido engañar a sus enemigos, engañar a sus pueblos y lo que es más meritorio engañarse a ellos mismos… En este punto no tengo más remedio que poner de ejemplo a uno de los vuestros: Fernando VII. Porque jamás en toda mi vida vi algo parecido… ¡Dios mío qué cartas escribía a Napoleón! Fernando VII engañó a su padre, engañó a los españoles, me engañó a mí — ¡qué ya es decir! — y terminó engañando a su hermano y a su hija… ¡Vaya portento! Lo que hizo conmigo no tiene precio: porque después de escribirme aquellos alegatos de adoración que me escribió, luego, todavía, fue tan listo que, silenciosamente, compró todas las cartas y no pude ni publicarlas… ¡Qué tío! En fin, hay otra cosa que les caracteriza: su amor al boato y a la grandeza… Porque planta un Borbón en el desierto del Sahara y rápidamente a su alrededor surgirán espléndidos palacios, jardines con cascadas de agua, ríos, fiestas, oropel, joyas, mármoles de todos los colores, velázquez, goyas, tizianos, lorenzos, rafaeles, zurbaranes… y hasta chales de Cachemira. ¡Yo confieso que en más de una ocasión les quise imitar, pero vanamente! ¡Ay, si los hubiera cogido aquí en este infierno de Santa Elena! … ¡Yo te aseguro que ellos transforman Longwood en un Versalles!

Luego, vino la cena y lo demás.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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