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La ingratitud habita en los parajes del olvido. Se nutre del egoísmo, la indiferencia, la comodidad, la hipocresía y la cobardía. Es un egocentrismo tan exagerado que nos hace olvidar a aquellos que nos beneficiaron, que estuvieron con nosotros, que nos ayudaron. La ingratitud no reconoce el mérito ajeno ni los favores que recibe. El resultado es una enfermedad del alma que debilita la voluntad del que la padece. Si es colectiva, la ingratitud condena a la repetición de los mismos errores, al ser la irresponsable causa de creer que el pasado se puede reescribir a conveniencia y a beneficio de inventario.

Los dos materialismos del siglo XX que, combatiéndose a muerte, pretendieron liberar la humanidad de sus cadenas racionalistas, han dado paso al abismo de la ignorancia que conculca toda posibilidad de reacción. Los triunfadores europeos de la segunda guerra mundial, de la que España se libró cuarenta años, vaciaron el alma de sus pueblos, confundieron sus mentes en el abuso de lo material, sin más horizonte; y crearon unas estructuras políticas tan débiles y deficientes que puede cuestionarse todo, desde el derecho sagrado a nacer, hasta el deber colectivo de procurar una muerte digna. Como consecuencia del nihilista: ¡todo vale y nada debe ser defendido!, hemos caído en el efímero y emocional abandono la historia, la realidad y la razón, como presupuestos de nuestra civilización de progreso en libertad.

Contra el declive democrático del coraje, debemos luchar; y contra la falsa moderación y las quimeras del realismo que pretende anestesiar las conciencias e inclinarnos ante la fuerza bruta que toda arbitrariedad comporta. Urge una reconstrucción que se lleve a cabo sin dilaciones y con el mayor sobresalto; pues en toda buena conciencia lo que para unos significa catástrofe, porque dejan de abusar del poder; para la mayoría de las personas significará progreso, porque recuperan la vitalidad de la sociedad civil y la institucionalización del bien común y los intereses generales, secuestrados por la camarilla de los partidos. Esa debe ser la marcha de la historia. Eso debería alumbrar nuestro presente y proyectarlo en el futuro.

El derecho a recordar que tiene cualquier colectividad, con forma o no de Estado, es un bien en si mismo, siempre que se mantengan las fuentes con la pureza original de los hechos. Ello será fuente de enseñanza, estímulo y armazón de las razones de lo que fuimos y debemos aspirar a ser. Por ello descartemos, tanto el maniqueísmo del “derecho al olvido”, propensión natural del ser humano, como el “deber de recordar”, impuesto a conveniencia, desde el poder, y cuyo relato es siempre adoctrinador y falsario.

El jueves hemos visto la ingratitud lacerante y brutalmente expresada de quien se siente amenazado por sus ineptitudes y errores, por su fraude constante a sus electores, por la ausencia absoluta de principios, por la corrupción institucional que mantiene. Hemos presenciado, incrédulos, como se desprecia a quien te ayuda a gobernar las tres autonomías que resisten al totalitarismo: Andalucía, Madrid y Murcia. Hemos percibido, atónitos, la repetición histórica de un resentimiento. Desde Tiberio que tan magistralmente retratara Marañón en su libro “Tiberio”, como genuino retrato del resentido, no habíamos visto nada igual. Las vidas paralelas de Abascal y Casado tal vez lo expliquen. Pero nada justifica ese maltrato y desprecio a sus propios votantes.

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Desde el jueves, ya sabemos, sin género de duda, las cuatro patas que conforma este inviable sistema: un psicópata, un comunista, unos separatistas, a los que se ha unido un resentido. De ahí la sombría desolación que sentirán los votantes españoles de Casado/Tiberio como patético representante de una democracia degenerada.

La ingratitud política/sociológica tiene menos importancia, pues corresponde a ese natural olvido del patrimonio heredado, cuyo mérito no nos corresponde, pero del que podemos presumir con total impunidad, pues nadie pretende impugnarlo. Resulta de mayor gravedad la ingratitud filosófica y la teológica.

La filosofía moderna surge de la negación a recibir, a transmitir agradecimiento, como esencia del ser y del pensar, con una misma raíz. Así lo entendió Heidegger. También expresado como un regalo luminoso que le es dado al ser humano. Agradecer es, cuidar del Ser, del pensamiento, de la tradición filosófica occidental, particularmente la filosofía griega y el humanismo cristiano. De aquí que podamos decir que la modernidad, al romper con sus tradiciones y desconocer sus raíces, al no pensar y olvidarse del Ser, se convierte en profundamente ingrata.

Esta ingratitud se puede observar de una manera progresiva también en otras esferas del pensamiento e incluso en la crisis ecológica, nacida de la idea de Bacon de someter a la naturaleza hasta que ésta entregue sus secretos, sin respetar su orden natural e intrínseco de constitución o “creación”. Hemos concebido la naturaleza como algo que explotar para obtener poder y no como algo de agradecer, como enseñanza de vida.

Desde el prisma teológico, la ingratitud forma parte intrínseca de nuestra naturaleza pecaminosa. Surge de nuestra inconformidad, de nuestra insatisfacción, de nuestra deslealtad y, en última instancia, de nuestro egocentrismo. Es lo que salta a la vista en la primera Carta de San Pablo a Tesalonicenses, capital romana de Macedonia (Tesalónica): “Dad gracias a Dios en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús”. El primer mandato apunta a la esencia del sujeto; la segunda, a la acción. Porque el objetivo final no es que la acción de agradecimiento sea coercitiva o impuesta desde el exterior. ¡No! El propósito es que la acción de gracias surja espontánea y continuamente como algo que es parte de nuestra naturaleza, de nuestra esencia.

El punto importante lo da la frase “en todo”. En toda circunstancia, en todo momento, en todo lugar, en todo lo que hacemos y decimos. Este sentimiento de gratitud, esta acción de agradecer puede comenzar siendo, en nosotros, la obediencia a un mandato impuesto desde el exterior, que muchas veces entrará en conflicto con nuestra naturaleza humana, con nuestra falta de confianza, con nuestro egoísmo. Sin embargo, debería irse desarrollando cada vez más como un hábito que domine el pensamiento, el sentimiento y hasta la voluntad, en nuestra naturaleza. Este es el significado de la frase.

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Dice SénecaIngrato es el que aparenta no enterarse del beneficio recibido; ingrato el que no lo recompensa; ingratísimo, el que se olvida de él”. El primer grado de ingratitud consiste en no recompensar el beneficio; el segundo, en disimular, como demostrando con ello que no se ha recibido beneficio alguno; el tercero y más grave es no reconocerlo, ya sea olvidándose de él o de cualquier otro modo.

Con lo antedicho se puede colegir la ingratitud “post mortem” que todas las instituciones de España y, el pueblo español, han tenido con Francisco Franco. Ninguna disculpa debería valer, teniendo en cuenta el beneficio que reportó a su pueblo y nación y de los padecimientos que le libró. Muy superiores a los de Napoleón en Francia, Kemal Atatürk en Turquía, Churchill en Inglaterra, o cualquier otro estadista europeo. Todas las ingratitudes se dieron, hasta consentir que se profanara su tumba. Es pronto para predecir el final de los profanadores y de quienes lo permitieron. 

Desconozco quien ha marcado la agenda de la reunión de Pedro Sánchez con Bergoglio.  Si Carmen Calvo, Carlos Osoro, el demonio o, los tres. Tampoco veo la urgencia de la misma, los asuntos a tratar y el clima de la reunión. Espero que hablen poco de los amigos comunes, algo de la postura de la iglesia con respecto a la Basílica del Valle de los Caídos, y mucho de la descristianización de España, del crimen del aborto, la eutanasia y de la familia, fundamento de nuestra civilización. Pero la fecha elegida malicia cualquier “causalidad” e invita a pensar en un triunfo mediático propagandístico de Pedro Sánchez, a costa de quien salvó a la Iglesia española del exterminio y le devolvió atributos y patrimonio. ¡Ni la diplomacia vaticana funciona!

Dejo constancia de que el próximo 24 de octubre, primer aniversario de la profanación de la tumba de Francisco Franco y, con ella, de una Basílica Pontificia, regida por un Concordato con fuerza “supra legem”; es recibido, en la Santa Sede, el autor de la tropelía. El peor, más cínico, fariseo e iletrado gobernante español de nuestra historia moderna.

Con la fe del carbonero, casi nula en la Jerarquía Eclesiástica; y la paz de quien desea encontrarse algún día, sin equipaje, ante el Sumo Hacedor, le confieso escandalizado: Pontífice de la Iglesia ¡no podría repetirse lo que hizo Jesucristo con los mercaderes del Templo! Está escrito: «Mi casa será llamada casa de oración. Vos, sin embargo, hicisteis de ella un centro de ladrones«. ¡Y también de confusión, de duda, de escándalo!

 

Autor

REDACCIÓN