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El pasado domingo, Dmitry Peskov, portavoz presidencial ruso, dio una entrevista al canal de televisión Rusia -1 y, respondiendo a las preguntas del periodista Pavel Zarubin, afirmó que: “Recordemos que Rusia nunca ha atacado a nadie a lo largo de su historia. Y Rusia, que ha vivido tantas guerras, es el último país de Europa que quiere decir siquiera la palabra guerra”. Parece que Peskov se saltó a algunas clases de historia y desconoce lo que ocurrió en Polonia, Finlandia, Estonia Letonia, Lituania, Irán, Hungría, Checoslovaquia, Afganistán, Chechenia, y más recientemente en Georgia y Ucrania. No obstante, este tipo de declaraciones son bastante comunes en los dirigentes rusos y parecen heredadas de la propaganda de la Unión Soviética, que se declaraba a favor de la paz mientras sus tanques aplastaban manifestantes en Budapest o Praga.
Sólo un día después, Vladimir Putin pronunciaba un duro discurso contra Ucrania y reconocía oficialmente la independencia de los territorios separatistas del este de Ucrania, escenificando la firma de acuerdos de “amistad y asistencia mutua”. Los presidentes de las “repúblicas populares de Donetsk y Lugansk” pertenecen al partido de Putin, Rusia Unida, y desde 2019 se han distribuido más de 500.000 pasaportes rusos a los ciudadanos de ambas repúblicas, como se hizo con los separatistas georgianos de Abjasia y Osetia del Sur para justificar el ataque ruso en 2008, por lo que el camino está allanado para una futura anexión si sirve a los intereses de Moscú. Hasta ahora, la independencia no había sido el objetivo de Rusia, cuya intención era el reconocimiento de ambas repúblicas dentro de Ucrania, con lo que eso conllevaría para la política interna de Kyiv. Usando los acuerdos de Minsk, Rusia pretendía convertir a las repúblicas separatistas en su Caballo de Troya en el parlamento ucraniano. Pero, ante la negativa ucraniana y el estancamiento del conflicto, Rusia ha decidido volver a tomar la iniciativa, reconociendo Donetsk y Lugansk y enviando a sus tropas, ahora convertidas en fuerzas de paz, para proteger a su población de los ataques de los ucranianos. La excusa es la misma que en 2014 y ha sido usada en muchas otras ocasiones. En septiembre de 1939, tras pactar la partición de Polonia con la Alemania nazi, Stalin invadió Polonia para “proteger a los ucranianos y bielorrusos” que vivían al este del Vístula. Una invasión muy celebrada por la Pasionaria, que calificó a Polonia como una “cárcel de pueblos” en la que “millones de ucranianos, bielorrusos y judíos no tenían el derecho de hablar libremente su idioma, y vivían en condiciones de parias”. Una retórica soviética muy similar a la que se está utilizando en este conflicto, en el que Putin define a Ucrania como un “invento de Lenin”, “una colonia americana”, o “un régimen agresivo que ha elegido el camino de la violencia”.
Vladimir Putin se dirige a la nación el pasado lunes (REUTERS)
La expansión de la OTAN
Además del reconocimiento de las “repúblicas populares”, la otra gran exigencia de Rusia es detener la ampliación de la OTAN hacia el este. El propio Putin señaló que la OTAN prometió en los años 90 que no avanzaría hacia el Este y que los occidentales habían engañado a Rusia. Al zar lo que es del zar, y en esto los rusos tienen razón. Los países que formaban parte del Pacto de Varsovia y antiguas repúblicas soviéticas como los países bálticos se fueron incorporando a la organización. Evidentemente, la mayoría de estos países no representan una amenaza militar real, pero acercan las bases de la OTAN a las fronteras de Rusia. No obstante, el número de fuerzas occidentales fue poco relevante hasta el hecho consumado que representó la anexión de Crimea en 2014.
Rusia entiende que estas bases representan una amenaza y quiere que la OTAN se aleje de sus fronteras. Esto no es fácil, porque sus países vecinos se sienten amenazados. La referencia en el discurso de Putin a las repúblicas soviéticas que nunca debieron abandonar la URSS ha sido interpretada como una clara amenaza por los países bálticos y la permanencia en la OTAN es considerada como una cuestión de supervivencia. Lo mismo podemos decir de Polonia, que sigue sufriendo la presión migratoria del aliado de Putin, Lukashenko. Pretender que estos países abandonen la Alianza Atlántica es descabellado, más aún cuando el ejército ruso se ha reforzado y modernizado en los últimos años. A pesar de ser militarmente inferior ante la totalidad de la OTAN, el ejército ruso no es la fuerza desmoralizada y mal equipada de los años 90, tras vencer en varias guerras, como Georgia o Siria, y emplear muchos recursos para modernizar su armamento, el ejército ruso es más fuerte que nunca. Eso sin olvidar su arsenal nuclear, que también ha sido modernizado.
Militarmente, Ucrania tampoco es el mismo país que cuando estalló el conflicto. A pesar de que las peticiones de unirse a la OTAN han sido ignoradas desde 2008, Ucrania ha recibido y comprado muchas armas a Occidente y también a Turquía. Su ejército ya no depende de milicias de voluntarios, sino que ha sido instruido por asesores militares estadounidenses. Es evidente que el ejército ucraniano no tiene capacidad para atacar Moscú, pero es cada vez más fuerte y capaz de hacer pagar un alto precio al ejército ruso. Ese es realmente el problema para el gobierno ruso, a más capacidad militar, más soberanía. Si Rusia no es capaz de dominar su “patio trasero”, difícilmente podrá recuperar el estatus de gran potencia que cree suyo por derecho.
Rusia ha modernizado su ejército en la última década
El retorno al imperio
Hay otro factor fundamental dentro de este conflicto y es que Rusia reclama de nuevo su papel como una gran potencia, algo que lógicamente aterra a sus vecinos, y se arroga el derecho de controlar su “patio trasero”, es decir, las antiguas repúblicas soviéticas que nunca debieron separarse de la URSS. Putin afirmó que “la caída de la Unión Soviética fue la mayor tragedia geopolítica del siglo XX”, sin duda para él, y muchos otros que trabajaban para la maquinaria del Estado, lo fue. Tras el desmoronamiento del “paraíso socialista”, en 1999 Vladimir Putin se convertía en presidente y, desde ese momento, Rusia comenzaba a recuperar su lugar en la escena internacional. Esto explica el blanqueamiento de la Unión Soviética y de criminales como Stalin, Dzerzhinsky e incluso Beria. El revisionismo histórico del gobierno de Putin ha llevado a Rusia a defender las teorías de la época soviética: el Holodomor se debió al mal tiempo, el horror del Gulag es un mito, el Ejército Rojo no cometió crímenes de guerra, etc. Por razones geopolíticas, que no ideológicas, Stalin es de nuevo el “padre de la patria”, el vencedor del fascismo y el rival de Occidente en la Guerra Fría se ha convertido en el personaje histórico más popular en Rusia seguido de cerca por el propio Putin. Obviando que las primeras víctimas de los soviets fueron los rusos, el blanqueamiento de los dirigentes comunistas causa una más que razonable inquietud en los países que formaron parte de la URSS o que pertenecieron al Pacto de Varsovia (una alianza “defensiva” que sólo atacó a sus miembros). Rusia quiere volver a tener el reconocimiento de gran potencia que tuvo la URSS y un trato de igual a igual con Estados Unidos y China, con la que está realizando una política de acercamiento. Rusia quiere volver a ser un imperio.
Un buen ejemplo de “patio trasero” fue la guerra que sacudió Nagorno-Karabaj (República de Artsaj) en noviembre de 2020. Azerbaiyán, apoyado por Turquía, declaró la guerra a Armenia por el control de Nagorno-Karabaj. La Armenia cristiana era aliada de Rusia, pero desde la “revolución de terciopelo” de 2018, el gobierno armenio se había alejado del Kremlin. El día antes de empezar la guerra, el 26 de agosto, el ministro de Asuntos Exteriores rusoi, Sergei Lavrov, recibía en Moscú al presidente de Azerbaiyán, Ilham Alíev. Los medios azeríes informaron entonces de que Lavrov era partidario de devolver territorio a Azerbaiyán y del envío de “fuerzas de pacificación” rusas. La guerra finalizó con un alto el fuego patrocinado por Rusia y Turquía que reconoció las conquistas territoriales de los azeríes y establecía la presencia de una fuerza de interposición de 2.000 soldados rusos desplegada entre ambos territorios y en el corredor que une Nagorno-Karabaj con Armenia para asegurar el proceso de paz. Todos ganaron, menos Armenia. La derrota provocó una enorme inestabilidad política interna y que el país volviese a los brazos de Moscú. En enero de este año, las tropas armenias se unieron a la fuerza de paz organizada por Rusia para intervenir en Kazajistán. Hace apenas dos días se cerraba el círculo y Putin recibía a Alíev para firmar un tratado de amistad y cooperación como aliados. Todo en orden.
Lech Kaczyński en Georgia en 2008.
Sólo desde esa perspectiva de imperio puede entenderse la política rusa de hechos consumados que lleva al este de Ucrania de vuelta a 2014, al inicio del conflicto, y abre la puerta a una escalada bélica si Rusia reconoce las fronteras reclamadas por las “repúblicas populares”, ya que Ucrania sigue controlando dos tercios de esa zona, incluyendo la estratégica ciudad de Mariupol (450.000 habitantes), Kramatorsk (160.000), Sloviansk (110.000) y Sievierodonetsk (100.000). En su discurso, Putin habló de sus “fronteras soviéticas históricas”, lo que llevaría inevitablemente a una guerra por el control de esos territorios. Frente a esta política, y a pesar del lenguaje belicoso y alarmista empleado por la administración Biden, una retórica rechazada por el gobierno ucraniano y que sólo ha servido a los intereses económicos norteamericanos, Occidente no está dispuesta a intervenir militarmente y sigue apostando por las sanciones económicas. En 2014 estas sanciones provocaron grandes pérdidas a la economía rusa, pero los ucranianos seguirán poniendo los muertos. La cuestión está en si estas sanciones se mantienen, y su dureza, vistos los distintos intereses de los países “aliados” de Ucrania. En el caso de Georgia, la política de hechos consumados fue finalmente aceptada y Rusia se anexionó el territorio conquistado. Precisamente fue en su capital, en Tiflis, donde el presidente polaco Lech Kaczyński, fallecido en abril de 2010 cuando se dirigía a homenajear a los polacos asesinados en Katyn, advirtió de lo que podía suceder si no se enfrentaba esta política: “Hoy es Georgia, mañana Ucrania, pasado mañana los países bálticos y luego, quizás, le tocará el turno a mi país, Polonia”. Ahora la partida se juega en Ucrania, un país que según Sergei Lavrov “no tiene derecho” a la soberanía porque “no representa a la población que vive en su territorio”, y las palabras del presidente polaco parecen el guion de lo que puede suceder en Europa del Este.
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