02/05/2024 02:24
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A mí, el último levantamiento nacional contra la injusticia, contra la inicua posible amnistía, y por la unidad nacional, me recuerda al levantamiento del 2 de mayo y al levantamiento social contra la perversidad de los terroristas ante el vil asesinato del joven Miguel Ángel Blanco.

En el primero, la lucha valiente, el derroche de heroísmo, la sangre derramada por el pueblo, esperanzado, unos, en el advenimiento de El Deseado, cuyo segundo apodo lo describe mejor, el Rey Felón; y otros, en el asentamiento de un gobierno liberal a través de la institucionalización de la Pepa, aquella constitución en la que participaron todas las provincias de las Españas, también las de ultramar. Un fraude ambas cosas, pobre España del siglo XIX.

En la segunda ocasión, ese febril levantamiento de las personas de bien ante la patente iniquidad, que pedía la desaparición de la banda asesina, fue estrangulada por los pacifistas y tolerantes políticos; nadie supo tocar la lira poética de aquel momento trascendente.

Manos blancas, pedían los temerosos políticos, no sea que se parecieran a los terroristas, cuando la necesidad y el honor pedían manos rojas, rojas de la sangre de la canalla, que, por cierto, hoy está en el gobierno de España, buen giro dio aquel honesto levantamiento, en eso se convirtió aquel fuego de los corazones decididos; un torrente frío de pacifismo enfermizo los acalló, así, dóciles a los dictados políticos, estaban mejor, y España siguió, complacida, su curso, el curso de la dejadez y la degradación.

Pero se confunde el que crea que no estamos en guerra, estamos en la peor de las guerras civiles, las que doblegan a los compatriotas a golpe de leyes arbitrarias y perversas, a golpes de ignorancia. Hay sangre de inocentes, pero no tanta, casi no se nota, algunos de los más inocentes, ni siquiera pueden protestar, y se oculta el crimen con el manto de la legalidad.

Ahora, muchos (ya no sé si son suficientes) claman contra una última injusticia, y la necesidad de permanencia: la ignominia de una posible amnistía, y por la unidad de España. Ahora, las masas embravecidas, tienen en las tribunas personajes que alientan la indignación social, mientras dan gritos a favor de la raíz del mal: la Constitución y el rey. Ah, también vitorean y ondean banderas de la Unión Europea, metidas arteramente en las manifestaciones.

La sabia venenosa de aquellas raíces, pudrirán nuevamente el fruto deseado. ¡Muera la tiranía, viva el tirano!

Esta enfermedad (que da trazas de ser terminal) que padecemos, no se curará con paños calientes, no blanqueando su origen.

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Fue curioso observa en aquella multitudinaria manifestación en Barcelona por la unidad de España, que el democratísimo Partido Popular, propugnara la defensa del modelo autonómico señalado en la Constitución, y la defensa del Estatuto de Autonomía de Cataluña, toda una contradicción en términos, una antífrasis insufrible; o peor aún, una intencionada (malintencionada) falacia.

Las razones para volver a aplacar el justo resurgimiento de la santa ira de los españoles, es clara: el clientelismo soez de Estado (cada vez más grande); el odio a España; la dependencia de Europa, cada vez mayor, ahora unida al globalismo; la ambigua y artera Constitución, de, parece, libre interpretación; el vergonzoso sometimiento de una monarquía a su propia sobrevivencia, de casta manifiesta. Ninguna sorpresa, pero no hay futuro viviendo de engaños.

Resulta muy claro, que aquel tan aplaudido paso de la ley a la ley, y que a tantos buenos españoles engañó, fue, no una evolución natural, sino una nueva ruptura con toda la grandiosa tradición de España, una revolución solapada. Tal parece, que lo que no consiguió la revolución por las armas, lo esté consiguiendo hoy con ayuda de las oligarquías mundialistas, y con la ley en la mano.

Y de qué forma tan magnífica lo señaló nuestro sabio y patriota D. Santiago Ramón y Cajal: El túmulo de la vida social suele obrar, sobre las cabezas humanas débiles, como el río sobre un cristal de cuarzo: arrastrado y golpeado por la corriente, conviértese, al fin, en vulgar canto rodado. Quien desee conservar incólumes las brillantes facetas de su espíritu, recójase prontamente en el remanso de la soledad, tan propicio a la actividad creadora.

Sí, ahora somos simples cantos rodados, por la tenaz y repetitiva corriente de la propaganda del Estado-Gobierno, de los medios de comunicación a su servicio, propaganda doméstica, que hoy se confunde e integra en la globalista.

Adolece hoy España, de falta de aquellas viejas (pero nunca caducas) virtudes que antes derrochaba: claridad en la identidad, valor, espíritu heroico, mística de la misión, dolor de España, vergüenza, pundonor…, aderezado todo con una pizca de picardía, fórmula y antídoto contra la colectiva y disolvente alucinación democrática que vivimos.

A veces siento, parafraseando a nuestro genial Quevedo, que lo de España ya no es vida, sino prolijidad de la muerte. Pero la natural congoja del espíritu por la dolorosa situación nacional, no puede llevar a la desesperación, que sobre tristeza y el decaimiento no hay buena lid, y como a ella estamos obligados, seguiremos la vieja y española consigna del optimismo militante, optimismo, pero no ingenuidad.

Ya lo explicó aquella ciencia magnífica, la etología: el desarrollo de una tradición trascendente, se realiza y transmite mediante el lenguaje articulado y el pensamiento abstracto. Claro, pero eso de pensar, no es precisamente hoy día una disciplina de moda.

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Y rota la unión y secuencia con la tradición, somos como niños perdidos en el bosque, que el déspota, generoso, se encargará de encontrar y conducir: Sin una identificación con un contribuidor de la tradición el hombre pierde evidentemente toda conciencia de su identidad… cuando un joven pierde la herencia intelectual de la cultura en que se ha formado y no encuentra ningún sustitutivo en lo inmaterial, se ve ante la imposibilidad de… vacío…

Pero el retorno a nuestra herencia trascendente, quizá no sea del todo políticamente correcto: «Es lícito hacer la guerra todo lo que sea necesario para la defensa del bien público». «Es justo el escarmiento del enemigo». «No siempre es suficiente que el príncipe crea tener justa causa». «Si consta la injusticia de una causa, no es lícito luchar por ella, aunque lo mande el príncipe». «El fin de la guerra es la paz y la seguridad de la república». «La guerra es lícita contra los tiranos, ladrones y raptores». «Si hubiere ley humana que prohibiera lo que permite el derecho natural y divino, sería inhumana e irracional, y, por consiguiente, carecería de fuerza legal».

Para qué seguir, es natural que nuestra moral tradicional justifique el tiranicidio, y que no esté de moda, ni se quiera enseñar a las generaciones. ¡Ay nuestra Escuela de Salamanca!, maestra de razón, rectitud, fortaleza, moral trascendente; qué lejos de nuestros miserables tiempos.

Religar a las generaciones con su propia historia y tradición, será la salvación, como sentenció nuestro gran D. Marcelino Menéndez Pelayo: Mientras guarde alguna memoria de lo antiguo y se contemple solidaria con las generaciones que la precedieron, aún puede esperarse su regeneración.

Quizá sea ya tiempo de retomar las viejas canciones de combate, y decir cosas tan hermosas como esta:

En el afán de hacer España,

De mi canción salen escuadras.

Santiago de Querétaro, a 20 de noviembre del año 2023, fecha para el recuerdo y el ejemplo.

Amadeo A. Valladares Álvarez

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Aliena

No participaron vuestras «provincias» de Ultramar, se las mencionaba, que no es lo mismo.

Mar Calderón Baquerizo

Super interesante. Gracias, D. Amadeo

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