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“Extraño parecerá a algunos que, en una época como la presente, mientras resuena por todas partes el estruendo de las armas y están todos los ánimos ocupados en especulaciones políticas, haya quien crea atraer la atención del público hablando no de intereses materiales, ni de guerras, ni de protocolos, sino de bellas artes, de artistas contemporáneos y de grandes hombres sepultados entre el polvo de las tumbas. Indudable nos parece que la sociedad se halla en una época de movimiento y de transición; que á las antiguas creencias, prontas ya á eclipsarse para siempre, van  sucediendo nuevas creencias, menos sólidas acaso, menos duraderas que las pasadas; sabemos que  las revoluciones van extendiendo lentamente por todos los imperios […] pero creemos también que no es dado á los hombres ni á las circunstancias, desterrar del mundo la poesía y que si esta a veces desaparece aparentemente de la faz de la tierra, es porque va a refugiarse en el fondo de algunos corazones sensibles y generosos, como en los antiguos tiempos de turbulencias se refugiaba la religión en las cavernas y monasterios solitarios. Sí: todavía hay en nuestra desencantada sociedad moderna, algunas almas privilegiadas que creen en las bellas artes porque son capaces de sentirlas; aún hay personas que, sin desdeñar lo positivo, aprecian lo ideal y saben que el hombre no es un materialismo mecánico”.

 

Así da comienzo, de la mano del pintor y escritor aragonés Valentín Carderera, la revista El Artista[1] publicada el uno de mayo de 1835. La vigencia de sus palabras, tan evidente, nos puede desconcertar, aunque la Historia, desde los estoicos, nos proporcione innumerables ejemplos de aquel eterno retorno que invocaba Friedrich Nietzsche, o Mircea Eliade en su obra homónima.

Ahora bien, existen autores, literatos, filósofos, artistas y aun diríamos épocas enteras, cuyo rastro parece haberse disuelto en las brumas del olvido sin la esperanza de volver jamás. Algo así ha venido sucediendo con el siglo diecinueve, arrasado y sepultado por el siguiente bajo una amnesia que se perpetúa hasta nuestros días.

Todavía recuerdo bien un congreso al que asistí hace algunos años, en el que la especialista del Museo del Prado, Leticia Azcue, repitió varias veces que a los escultores del siglo diecinueve, excelentes, “aún no les había llegado la hora” de su reconocimiento. Esta forma de verlo -o al menos de plantearlo-, tan prudente, puede resultar optimista en la medida en que parece albergar cierta esperanza. Por desgracia, existen algunos obstáculos que se oponen a este deseo de justicia, que no se intuye fueran a desaparecer por sí solos. Cierto es que el mero paso del tiempo es una fuerza poderosa, si no la primera, en todo cambio, mas siendo un agente necesario no tiene por qué ser suficiente. Tal vez se piense que la inmensa calidad de muchos de aquellos pintores, escultores, grabadores o arquitectos del diecinueve, tan elocuente, bastaría por sí misma para restaurarlos ante los ojos del público. Sin embargo, el lenguaje juega un papel determinante en nuestra percepción, y una de las razones, si no la principal, de esta anómala situación de obstinada ignorancia, reside en la asunción y propagación de un lenguaje manipulado.

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La moderna y malévola asociación de lo decimonónico a conceptos negativos tiene un peso decisivo en la actual renuencia, no ya a apreciar, sino simplemente a detenerse en dicho siglo. Profunda y maliciosamente connotado, el mismo término “decimonónico” ha sido asociado u homologado a “viejo”, “obsoleto”, “reaccionario”, “rancio”, símbolo de “intolerancia”, “oscurantismo” y “atraso”. Asimilación presente en el imaginario colectivo, que se difunde de una generación a la siguiente sin mucho esfuerzo.

Una segunda –aunque no menos importante– razón para el desprecio o indiferencia hacia el siglo XIX, la encontramos –al menos en España– en la campaña contra el “memorismo” desatada en los años ochenta del pasado siglo en el ámbito educativo. Campaña encarnada en la condena del “inútil” aprendizaje obligatorio de la lista de los reyes godos, y que, aunque para algunos siga queriendo simbolizar una suerte de “liberación de la tiranía”, en la práctica, ha proporcionado una excusa perfecta para desconocer cualquier período la Historia, y, en lo sucesivo, memorizar poco o nada de casi todo.

Por supuesto, al “antimemorismo” no puede achacársele el mismo impacto que a internet en el masivo desuso de la memoria, pero sí un papel pionero en el progresivo desprestigio de esta facultad humana esencial. La asunción negligente por una parte del profesorado de semejante barbaridad aún no ha sido analizada con el detenimiento necesario.

[1] Esta revista fue creada y dirigida por el pintor Federico de Madrazo y el escritor Eugenio Ochoa. Semejante a la publicación francesa L’Artiste, en sus páginas se publicó por vez primera “La Canción del Pirata” de Espronceda. Contó con plumas como la de Zorrilla e ilustradores como el propio Madrazo. Editada con lujo, gusto y cariño, duró poco más de un año.

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