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ENTRE EL RECUERDO Y LA ESPERANZA

 Teatro López de Ayala, Badajoz, 30 de noviembre de 1.975

 

Señoras, señores, camaradas, y amigos:

Entre el acto de Zaragoza del pasado día nueve de noviembre y el que ahora nos reúne en Badajoz, se han producido dos acontecimientos históricos y decisivos para el futuro inmediato de España: Franco ha muerto y el Príncipe ha sido proclamado Rey.

Al fondo de este escenario, sobre un telón negro, con le­tras blancas, recordamos la muerte de Franco, Franco ha muerto, efectivamente, pero no ha muerto el franquismo, porque el fran­quismo, enraizado en la entraña misma del pueblo y de la Patria, no puede morir.

Alguien ha hablado ya con desfachatez y ánimo de ruptura, del Estado del 22 de noviembre, aludiendo con esta fecha a la del juramento de Juan Carlos. Pues bien; que conste bien claro que para nosotros no hay más Estado que el que surgió por obra de Franco, de la Falange, de la Tradición y del Ejército, el 18 de julio. Un Estado nacido de la nada, o mejor aún, de menos que la nada, porque la nada ofrece un campo limpio para la creación, mientras que la España desunida y en desorden de 1.936 era el caos, un montón de harapos y de escombros, que hubo que limpiar y separar primero, con una Cruzada libertadora, para rehacer la Patria y construir el Estado después.

El 22 de noviembre no puede ser de ningún modo la fecha fundacional de un Estado, el cierre de un largo paréntesis -quizá necesario para algunos- de anormalidad política, sino, tan sólo, la oportunidad en que el Estado del 18 de julio, al morir Franco y prestar su juramento el Rey, concluye y se corona -en el mejor y más alto y noble sentido de la palabra- su proceso fundacional.

Por eso, nosotros no hemos ido al entierro de Franco con idea de enterrar al franquismo, de dar sepultura a los ideales del 18 de julio. Es verdad que ha habido la inhumación del cuerpo sin vida del Caudillo, pero para nosotros ha habido algo más que un sepelio y unas exequias funerales; ha habido la siembra dolorosa en el surco inmenso de España, de una semilla inerte y muda en apariencia, pero rebosante en su interior de vitalidad y de fuerza. Esa semilla espigará, crecerá, se fortalecerá; rendirá el ciento por uno. «Vita mutatur non tollitur» dice el prefacio de difuntos. De aquí que nosotros, llenos de fe religiosa y política, alcemos por encima de Franco -el hombre que ha muerto- a Franco, el símbolo que permanece, y ante sus restos mortales, con su nombre en los labios como nuevo banderín de llamada, los que no fuimos sus aduladores, ni hemos vivido a las ubres del Régimen, ni hemos sido embajadores o ministros del Sistema, gritemos con el fervor de la auténtica lealtad: ¡VIVA FRANCO!

Con toda sinceridad creemos que estas ideas, y también estos sentimientos, intuidos o explícitamente manifestados, son las ideas y los sentimientos generales del pueblo español, puestas de relieve:

– en el plebiscito del largo e interminable desfile funeral ante el féretro del Caudillo. En aquellas colas compactas, silenciosas, se fundían todas las clases sociales, con predominio de las modestas, y todas las generaciones, con masiva afluencia de la juventud. No iban a pedir aumentos salariales ni a formular protestas o reivindicaciones; iban tan sólo a rendir un homenaje de gratitud y de respeto a Franco y a ofrecer una oración y un sacrificio por su alma. La biografía de Franco era la biografía de la España del último tiempo, y de algún modo también la bio­grafía personal de todos y de cada uno de los españoles de hoy.

– la Plaza de Oriente, de Madrid, durante la Misa del día 25.

– la multitud arracimada, henchida, con un profundo recogimiento;

– los extranjeros que quisieron venir a España para expre­sar su admiración por el Caudillo ; los mismos que nos acompaña­ron y defendieron, no hacía mucho, cuando la Europa oficialista nos atacaba sin piedad; los alemanes que nos escribían diciéndonos que España era su segunda Patria; los italianos que se manifestaban en Reggio-Calabria; los belgas que hicieron imposible el ataque a nuestra cancillería de Bruselas; los franceses que salieron a la calle proclamando la dignidad de nuestra justicia; los ingleses que por boca de uno de sus prelados califican de buen soldado de Cristo a Francisco Franco. Estos europeos, en muchos casos sin voz, como fruto de la tiranía democrática, tienen puesta su fe en nosotros. Nos miran como respaldo, como promesa y como ejemplo, y en el Jefe de Estado que se nos acaba de morir, veían no sólo al Caudillo de España, sino la espada más limpia de Europa, el centinela de Occidente y el adelantado de la Cristiandad.

– las representaciones oficiales, no muchas, por cierto: y por ello mismo más dignas de nuestra gratitud, porque la amistad auténtica se testimonia más que en las alegrías en los momentos de luto y de dolor. Entre tales representaciones conviene destacar la del Rey Hussein de Jordania, el amigo leal, que toma su avión y se llega hasta nosotros, y la del Presidente de Chile, Augusto Pinochet, que nos trae el abrazo fraterno de Hispanoamérica. Pinochet, en medio de la fatiga de sus jornadas madrileñas, aún encontró tiempo para visitar el Alcázar toledano. Leyó devotamente la conversación emotiva entre Moscardó y su hijo, presto para ser fusilado, y no pudo contenerse. Al militar chileno, le rebosó el alma y tuvo que retirarse a llorar.

– Don Marcelo González, el Cardenal primado, con su hermosa homilía, en la que no sabe uno qué admirar más, si su denso contenido o la elegancia de su forma, si los motivos de reflexión que nos ofrece o la altura religiosa del mensaje. Don Marcelo nos habló de Franco, «Padre de la Patria a cuyo servicio se en­tregó con perseverante desvelo». «Recordar y agradecer -dijo-no será nunca inmovilismo rechazable, sino fidelidad estimulan­te». «Claro es -añadió- que es indispensable la libertad, pero «eficiente y ordenada», como es bueno el pluralismo, en tanto en cuanto «nos enriquezca en lugar de disgregarnos». Por eso, cuando se habla de pluralismo y de libertad, no puede olvidarse a la nación, a cuyo servicio se haya el gobernante, que no pue­de consentir que sea «esclava de las ideologías que por su naturaleza tienden a destruirla».

– el féretro, en fin, ante la puerta principal del Palacio. Arriba quedaba mudo el balcón desde el cual en tantas situaciones difíciles Franco se había dirigido a su pueblo y había recibido de su pueblo una adhesión sincera, calurosa, incondicional. Era duro el contraste. Y era consolador escuchar el grito unánime del gentío ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!, al elevarse el ataúd sobre los hombros de sus fieles. En el aire de la Plaza, rasgando la brisa, se agitaron centenares de miles de pañuelos. Eran los blancos pañuelos del último adiós.

– el Valle de los Caídos. Allí estaban los hombres, las mujeres y las banderas. Los antiguos camaradas de lucha con sus viejos uniformes. Las nuevas juventudes. Sonaron los himnos, se canta­ron. Se repitieron una y otra vez los viejos gritos. Sobre los combatientes veteranos, y la muchachada de hoy, los bisoños, parecía circunvalar el Espíritu con su don de lágrimas, pródigas en las mejillas varoniles de los guerreros de ayer.

En el Valle de los Caídos, en la basílica, entre el coro y el altar, en línea recta con el sepulcro de José Antonio, fue inhumado el cuerpo sin vida del Caudillo. La gente se apiñaba. El Rey estaba firme, con los ojos enrojecidos. Arriba, en la bóveda, parecían sonreír los santos de España. Las cenizas de los héroes y de los mártires, en la cripta próxima. Y en torno al altar, como sosteniendo las paredes, los ángeles gigantescos del difícil paraíso de la Falange, mantenían exactos su guardia permanente protegiendo con su mirada llena de la luz divina las tumbas de José Antonio, el fundador y de Francisco Franco, el artífice.

Buena hora la presente para releer y meditar el testamen­to espiritual y político de Franco. Porque las palabras que se dicen pensando en la muerte y en su cercanía, toman un aire distinto, adquieren aquel tono de gravedad y de urgencia, que las hace más dignas de consideración y de respeto. Son como síntesis de una vida y como lección para los que siguen viviendo.

«Al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo y comparecer ante su inapelable juicio, pido a Dios que me acoja benigno a su presencia, pues quise vivir y morir como ca­tólico. En el nombre de Cristo me honro y ha sido mi voluntad constante ser hijo fiel de la Iglesia en cuyo seno voy a morir. Pido perdón a todos, como de todo corazón perdono a cuantos se declararon mis enemigos, sin que yo los tuviera por tales. Creo y deseo no haber tenido otros que aquellos que lo fueron de Es­paña, a la que amo y a la que prometí servir hasta el último aliento de mi vida, que ya se aproxima».

¡Cómo recuerda el testamento de Franco el testamento de José Antonio! Eran, sin duda, dos hombres diferentes. Diferen­tes por temperamento, edad, profesión, circunstancia histórica. Diferentes en el trance de morir: uno fusilado en Alicante, 33 años, con un país convulso y en lucha; el otro, 82 años, muere en una nación rehecha, después de una enfermedad penosa, en su lecho de la Seguridad social, a la que había dedicado su desve­lo.

Y, sin embargo, el mismo temple, en uno y en otro; idénti­cas constantes: proximidad de la muerte, profesión de fe, perdón sin reservas.

«Condenado ayer a muerte, -escribió José Antonio- pido a Dios que, si todavía no me exime de llegar a ese trance, me con­serve hasta el fin la decorosa conformidad con que lo preveo y, al juzgar mi alma, no le aplique la medida de mis merecimientos sino la de su infinita misericordia.

En cuanto a mi próxima muerte, la espero sin jactancia, porque nunca es alegre morir a mi edad, pero sin protesta. Acéptela Dios Nuestro Señor, en lo que tenga de sacrificio, para compensar en parte lo que ha habido de egoísta y vano en mucho de mi vida. Perdono con toda el alma a cuantos me hayan podido da­ñar u ofender, sin ninguna excepción».

¡Así se vive y se muere, a lo cristiano y a la española!

¡Qué contraste entre esta forma de morir, entre el perdón sin exclusiones y lo que acaba de decirnos a través de “L´Europeo» de Milán (10-X-1.975) el Secretario del partido comunista español Santiago Carrillo, por medio de su entrevistadora Oriana Fallaci!: «Si Franco fuese procesado, ¿querría o no que fuera condenado a muerte»?, pregunta la periodista. «Yo firmaría la condena de muerte de Franco», fue la contestación. ¿Y si murie­se de vejez?, insiste la interlocutora. «Ver morir a Franco en su cama sería una injusticia histórica». He aquí la respuesta cruda y brutal.

Lo que no entiendo es cómo quiénes han sido colaboradores de Franco en puestos de la más alta responsabilidad, pueden pe­dir ahora la legalización de un partido que por boca de su más auténtico representante hubiera firmado la sentencia de muerte de aquél que han considerado como su amigo y su jefe.

Pero la vida sigue. La muerte no es más que un tributo a la vida, un paso abierto a la corriente vital que no se detiene. Aquello que en principio está «atado y bien atado», el juego institucional y el mecanismo sucesorio, como fruto de la muerte de Franco, se pusieron en marcha, poniendo de relieve su vitalidad.

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Por unas horas fue suspendido el luto de la nación, y el 22 de noviembre, en la mañana del día de Santa Cecilia, patrona de la música, el Príncipe era proclamado Rey y juraba sobre los Evangelios, ante el Consejo del Reino y ante las Cortes, fidelidad a la Constitución y a los Principios que informan el Movimiento nacional.

A la luz de este juramento hay que interpretar el mensaje de la corona, del que interesa destacar en un examen de urgencia, algunas afirmaciones fundamentales:

La alusión inicial al Jefe del Estado que acaba de morir. «Franco, hito al que será imposible dejar de referirse para entender la clave de nuestra vida política contemporánea… Su recuerdo constituirá para mí una exigencia de comportamiento y de lealtad… España nunca podrá olvidar a quien como Soldado y Estadista ha consagrado toda la existencia a su servicio».

Por todo eso, es decir, por el juramento de los Principios del Movimiento y por la afirmación tajante del Rey con relación al recuerdo de Franco, tenemos que protestar de la decisión po­co concorde e incongruente de la Televisión española, que aque­lla misma noche, como tratando de desmentir al nuevo Jefe de Estado, suprimió de su cierre los himnos y las banderas del Movi­miento y el retrato de Franco.

En nombre de ese recuerdo tan bellamente invocado, pedi­mos que no se arranquen de los establecimientos públicos y de los despachos oficiales la efigie del Caudillo, sino que junto al retrato del Rey se haga visible que España no le olvida y que el Régimen político español que Franco supo construir, tie­ne en Juan Carlos la garantía de su perfección y de su continuidad.

Pero no basta con este repaso, emotivo, sin duda, de los últimos acontecimientos. Sería insuficiente. Hemos de hacer juntos una meditación análisis, un estudio serio, aun cuando sea breve, de la Monarquía instaurada.

Estamos ante una Monarquía cuyo proceso fundacional acaba de concluirse. A esa Monarquía le faltaba la Corona, y la Coro­na, llegado el instante preciso, como en una construcción que está a punto de terminarse, se la coloca en su sitio, rematándola.

Ahora bien; la Monarquía no es tan sólo la Corona. La mo­narquía es un Régimen, un Sistema de gobierno que se autentica y caracteriza, diferenciándose de los otros por la unidad de poder (poder no dividido).

Si el poder no tiene límites, la Monarquía degenera por exceso y se convierte en una Monarquía más que absoluta despóti­ca, como diría vuestro Donoso Cortés.

Si para evitar los abusos del poder se incide y actúa so­bre su unidad y el poder se fragmenta, proclamando como princi­pio constituyente la llamada división de poderes, la Monarquía degenera por defecto y se convierte en una Monarquía liberal. La Monarquía liberal, por hallarse en contradicción con la uni­dad de poder, característica autenticadora de la Monarquía, no conserva otra cosa, de dicho Régimen, que el nombre y un cierto aparato exterior, que a la corta o a la larga hace de ella, co­mo dijo José Antonio, una cáscara vacía.

Rota la unidad de poder, en la Monarquía liberal el rey, como se dice tercamente, reina pero no gobierna, quedando reducido su papel al de un simple moderador o árbitro de la concurrencia y de la disparidad políticas, a las que debe permanecer ajeno, aun cuando como fruto de la disputa se pida la dimisión de la propia Monarquía, la destrucción del Estado o la desmembración de la Patria,

En la Monarquía liberal, el Rey, que reina, pero no gobierna, es irresponsable, porque, lógicamente, deben responder tan sólo los ministros, que son los que gobiernan realmente. Pero esto que resulta tan bonito en el aspecto doctrinal es inviable en el mundo de los hechos. Y tanto, que los ministros de la Mo­narquía liberal, tan responsables ellos, gobernaron con la se­gunda República, y hasta uno llegó a alcanzar la Presidencia, en tanto que a don Alfonso XIII -que reinaba y no gobernaba- se le hizo responsable de todo y acabó respondiendo por todos teniéndose que marchar al exilio.

La construcción política que acaba de completar su proce­so en España con la proclamación y jura de Juan Carlos, es aje­na a las dos formas -despótica y liberal- de la Monarquía, que hemos examinado. Ambos subproductos fallan o por la limitación del poder o por la división del mismo.

La Monarquía recién instaurada pretende doctrinalmente identificarse con el Régimen monárquico puro, históricamente, con la Monarquía de los Reyes católicos, constitucionalmente, con la Monarquía de la ley Orgánica del Estado y socialmente con la voluntad del pueblo español que por mayoría abrumadora le dio su asentimiento.

La Monarquía instaurada es la Monarquía tradicional. En ella no se rompe -no debe romperse- la unidad de poder. El rey reina y gobierna, garantizando de este modo a su pueblo el orden presente y la confianza para el futuro. Pero el rey no goza de un poder ilimitado. Su poder, único y no dividido -que se vehiculiza a través de funciones varias- se limita por el pacto con el pueblo, es decir, con una sociedad emancipada, organiza­da, y jerarquizada, que tiene sus propios cuerpos jurídicos, y que asegura a los ciudadanos, no la libertad abstracta de Juan Jacobo Rousseau, sino las libertades concretas que dimanan de la dignidad del hombre y del concepto cristiano de la libertad.

El acuerdo político sobre esta Monarquía es evidente:

Por ella combatieron los carlistas en luchas cruentas durante el siglo pasado, manteniendo el espíritu nacional, como Franco dijo, contra los afrancesados y europeizantes de entonces.

A ella se sumaron los tradicionalistas no dinásticos, como Balmes y Donoso Cortés, y el grupo de políticos e intelectuales que se dio cita en torno a «Acción española». El propio Juan Ignacio Luca de Tena, en su discurso de Sevilla de 23 de octubre de 1.960, se mostró de acuerdo con esta postura, al decir a los tradicionalistas, de forma bien clara y recordando una fra­se de Antonio Maura: «Vosotros teníais razón: el fracaso de una Constitución democrática, la tiranía y la demagogia de una República antijurídica y los horrores de una Revolución comunista, nos han hecho abdicar de la doctrina de nuestros padres y de nuestros abuelos y sumarnos a la vuestra; ya pensamos como vosotros, deseamos para España lo que vosotros, tenemos del Estado el mismo concepto que vosotros; seguimos queriendo la libertad de los españoles, pero con postulados cristianos y jurí­dicos, repudiando como vosotros, el liberalismo del Estado».

José Antonio, por su parte, a la vez que declaró fenecida la monarquía liberal, hizo un canto a la unidad de poder de la Monarquía tradicional que proporcionó tantos días de gloria a nuestra Patria, y hablando del servicio a un señor que no se nos pueda morir, apuntaba, como afirmó Víctor Pradera, por encima del hombre que desaparece -como ha desaparecido Franco- a la persona moral, a la institución, que no termina y que continúa y sobrevive, como puede sobrevivir y continuar la obra de Fran­co en la Monarquía que la recoge.

Hasta la democracia cristiana, con atavío fascista, del presidente de la C.E.D.A., don José María Gil Robles, dio su conformidad a un cambio profundo del Estado. Gil Robles en uno de sus más bellos y famosos discursos, el del Cine Monumental, de Madrid, del 15 de octubre de 1.933 dijo: «Nuestra generación tiene encomendada una gran misión. Tiene que crear un espíritu nuevo, fundar un nuevo Estado, una Nación nueva. Hemos de hacer de España una gran nación; hemos de imponer una política de justicia social. Hay que ir a un Estado nuevo, Y para ello se imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa que nos cueste hasta derramar sangre! Para eso nada de contubernios. Necesitamos el poder íntegro. Entretanto no iremos al Gobierno en colaboración con nadie. Para realizar este ideal no vamos a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento el Parlamento, o se somete, o le haremos desaparecer».

La Monarquía Tradicional es, por otra parte, la que Franco, con el consenso nacional, puso en marcha.

Franco, ha sido Rey natural, de un régimen monárquico, Caudillo, y por ello cabeza y caudal de la Monarquía instaurada.

Franco pudo haberse transformado de Rey natural como lo hizo Napoleón, en Rey dinástico, dando origen y nacimiento de una dinastía vinculada a su persona. Pero Franco, por su virtud y su experiencia histórica, no quiso caer en tamaño error, y buscó un Príncipe de sangre real, al que llamó junto a sí, cuando era niño, para formarlo en un ambiente español, palpando de cerca la realidad de nuestro pueblo, en las academias militares, en la Universidad, en los centros de trabajo, y evitando, en suma, la permanencia en el exterior, que acaba alimentándose del encono de los tránsfugas y de los resentidos.

De este modo, el Príncipe de España, sin perjuicio de su sangre y de su estirpe, se ha convertido en punto de arranque de una dinastía, en cabeza dinástica, que trae causa de un Sis­tema que ya era monárquico, al que completa y corona, para, conforme al juramento, perpetuarlo, desarrollarlo y perfeccionarlo, pero no, como algunos desean, para fosilizarlo o para destruir­lo.

Franco quiso -no pudo querer otra cosa- que una Monarquía que conserve la unidad de poder del Sistema y garantice, mejorándolo -porque todo es susceptible de perfección- su continui­dad. Pensar otra cosa sería un contrasentido y proponerlo un insulto al Rey, una invitación a desdecirse de lo que ha jurado. Quiénes así se manifiestan, olvidan que Juan Carlos es Jefe del Estado, de un Estado concreto, con una filosofía determinada, a título de Rey, y que el alejamiento a fondo de la filosofía fun­dacional habría de producir necesariamente, la disolución de ese Estado y la posible desaparición de la corona.

Con esta Monarquía se halla concorde el Rey. Por eso ha jurado los Principios que la encarnan y vitalizan y los ha hecho suyos en su mensaje ante el Consejo del Reino y ante las Cortes. De este modo, a la legitimidad de origen se solapa la legitimidad de ejercicio incoada a través de las definiciones políticas de dicho mensaje, en cuyo texto el Rey se proclama no sólo moderador, sino guardián del Sistema constitucional y pro­motor de la justicia. El Rey de la nueva Monarquía española, no es un espectador, que reparte cachetes o caramelos a los súbditos. El Rey de la nueva Monarquía, que aspira a identificarse constitucionalmente con la Monarquía tradicional, siendo espectador da un paso hacia adelante, asume un papel rector y dice: «Guardaré y haré guardar las leyes, teniendo por norte la justicia y sabiendo que el servicio del pueblo es el fin que justifica toda mi función».

¡Naturalmente! Como escribió Pedro Sainz Rodríguez, la Monarquía auténtica afirma un contenido dogmático y moral permanente que está por encima de las votaciones y de los sufragios.

Por ello, porque ese contenido dogmático y moral constituye la entraña y la razón de ser de la Monarquía, puede existir un régimen monárquico sin corona, pero a la larga no puede existir la corona, sin régimen monárquico. O, dicho de otro modo: que no hay Monarquía porque tengamos un Rey, sino que tenemos un Rey porque existe la Monarquía. Que una Monarquía puede existir sin Rey, lo prueban el caso de Franco, que no llevó este título y los supuestos de Regencia. El caso contrario, el del Rey sin Estado monárquico, está vivo en el recuerdo del 14 de abril de 1.931.

La existencia de ese contenido dogmático y moral (ideas y comportamientos) da fuerza vigorizante a la institución y a la vez, al encauzar su dinámica, la limita. El Rey, en su mensaje, lo destaca, al decirnos que siendo necesaria la consulta de la voluntad popular, no puede caerse en el voluntarismo creador y abrogador de la plena normativa jurídica, pues, ese voluntaris­mo habrá de detenerse ante el «respeto profundo a la propia Historia».

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Por otra parte, el Estado monárquico, y la Corona que lo completa, no pueden sentarse a presenciar el espectáculo económico y social. Y el Rey, en consecuencia, asegura: «no queremos ni un español sin trabajo, ni un trabajo que no permita a quien lo ejerce mantener con dignidad su vida personal y familiar, con acceso a los bienes de la cultura y de la economía para él y para sus hijos».

Ni la Monarquía ni la corona, tampoco, por su misma razón de ser, se aislarán de aquel sentimiento vivo y lacerante por el trozo irredento de la Patria, todavía subyugado por el extranjero. Hay que «restaurar la integridad territorial de nuestro solar patrio. El Rey asume este objetivo con la más plena de las convicciones».

Sólo un Régimen que está esponjado por el éxito que ha creado un patrimonio moral y material, puede permitirse el lujo de testar y sucederse. La Autoridad nacida del éxito sobrevive a al creador. El traspaso del éxito hace posible la llamada de Franco a su pueblo para que apoye al Rey con la misma devoción y con la misma lealtad con que le apoyó a él. Toda la tarea del sucesor, que cuenta con el consensus popular del éxito traspasado, consiste en hacerlo propio para que su prestigio no sea tanto el recibido como el alcanzado.

Al juramento del Rey, que en la concepción de la Monarquía tradicional es una de las partes, debe añadirse el juramento de su pueblo a brindarle toda la colaboración leal que necesite para el mejor cumplimiento de su alta misión. Y en esta línea, ni el Rey ni el pueblo pueden aislarse de la circunstancia histórica que España y el mundo viven.

Si la Monarquía instaurada en España es la Monarquía Tradicional, y hacen falta retoques en nuestras leyes fundamentales, porque la vida sigue cabalgando, nosotros que sabemos que lo único inamovible es el fundamento de la Constitución, es decir, los Principios del Movimiento, consustanciales con el alma y el ser de la Patria. No seremos los que nos opongamos a la reforma constitucional. Pero nuestra tesis no va a coincidir con la de aquellos que quieren, so pretexto de una reforma constitucional, el cambio y la ruptura con el Sistema. Al contrario, nosotros seguimos la línea del pensamiento del Rey, que a sí mismo se proclama el guardián del orden constitucional, y pediremos las mejoras y las rectificaciones que sean necesarias para que la Monarquía de la Ley Orgánica del Estado coincida con la máxima exactitud con la Monarquía Tradicional y la Monarquía de los Reyes católicos.

Nosotros no tememos a ningún plebiscito popular. Nosotros no somos enemigos de los partidos políticos porque no sepamos enfrentarnos con el pueblo, entender sus ideas e interpretar sus sentimientos, ponerlo en pie y embanderarlo tras unos gran­des ideales, sino porque un régimen de partidos políticos supo­ne el enfrentamiento hasta la sangre de unos españoles con otros. Propugnar un régimen de partidos equivale a no entender nada de nuestro temperamento, de nuestra idiosincrasia propicia a transformar la minucia en dogma; es tanto como desconocer la experiencia histórica, no darse cuenta de los peligros que se avecinan sobre España, en la que hace falta la unidad, para conseguir y mantener la libertad y la grandeza.

Estoy seguro de que ese sistema democrático y liberal -si desgraciadamente se estableciera- en el que los partidos políticos se permitan, no seremos nosotros los últimos en comparecer. Quizá fuésemos los primeros en recoger el pálpito de la opinión pública para canalizarla y organizaría. Pero preferiríamos no hacerlo, porque no buscamos la satisfacción personal, ni los aplausos del auditorio, ni por esta vía el seguimiento del pue­blo y de las masas. Por encima está España, nuestra unidad, nuestra grandeza y nuestra libertad, y a esa libertad, unidad y grandeza lo sacrificamos todo.

Momento de reflexión para los españoles de buena voluntad son los momentos presentes. Y esa reflexión debemos hacerla a -la luz esclarecedora de las últimas palabras de Franco, revestidas de especial solemnidad: unas, por ser las últimas que pronunció, el pasado uno de octubre, ante el pueblo congregado en circunstancia difícil de la Patria; y otras, por ser las palabras de un moribundo confiadas en el recato de su enfermedad y de su muerte próxima, a las páginas antológicas de su testamen­to político.

Se refería Franco, ante la acometida internacional contra el Régimen, a la «conspiración masónica» y a la «subversión comunista» a las que califica en su testamento como «enemigas de España y de la civilización cristiana.

Frente a tales enemigos no cabe la postura esquiva del que se entrega y afana tan sólo en su trabajo, busca la escapada de la diversión y dormita sobre la paz y los laureles. La paz se ha ce cada día y nace de una virtud interna, luego traslúcida y eficaz al exterior.

Por ello, mantener la paz, el orden, el trabajo, supone un estado de alerta, y más ahora cuando la irritación del adversario culminó al verse sorprendido por dos hechos que su ceguera o su odio le impedía advertir: el franquismo, que tan profundamente ha calado en el pueblo, y la normalidad plena en el rodaje del mecanismo sucesorio.

Esa irritación puede desencadenar una agitación subversi­va, primer capítulo de la guerra sociológica y política, con sus chispazos de terror, como el asesinato del alcalde y jefe local del Movimiento de Oyarzun, y una campaña más tenue, untuosa y viscosa, más difícil de detectar, y contra la que el español se halla menos dotado, que consiste en despilfarrar la herencia del Régimen, sus éxitos políticos, sociales y económicos, dejando en la ruina al sucesor.

La maniobra que encierra mayor peligro radica en el intento de dislocar a la Corona del Sistema, privándole, so pretexto de reconciliación, acercamiento a Europa y ampliaciones de la base -términos seductores- de la savia ideológica y vitalizante de quienes doctrinalmente y con su propio sacrificio hicieron posible la Monarquía.

Sólo el Movimiento y las fuerzas de claro signo nacional que en el mismo confluyen puedan sostener y apoyar en serio la Monarquía. Fuera de ese campo no hay más que el liberalismo, para el que la corona es un adorno y a lo sumo un árbitro, al que desbordan quienes no están dispuestos a reconocerle autoridad para el mando, (la fórmula de que la Monarquía está por en­cima de los partidos es una memez cuando los Partidos lo que quieren es la desaparición de la Monarquía), o el escepticismo democristiano con relación a las formas de gobierno; o la aceptación previsoria de la Monarquía en espera de un plebiscito sobre el Régimen; o su rechazo fulminante por considerar que esta Monar­quía es la continuadora y heredera del franquismo.

Franco, en su testamento, ha pedido al pueblo de España, nos ha pedido a cada uno de nosotros, que somos parte de ese pueblo, que el mismo apoyo y devoción que le prestamos en vida, se lo prestemos al Rey.

Y es lógico, porque el trabajo de continuar y de seguir mejorando a España, no puede ser de ningún modo la tarea exclusi­va y abrumadora del Rey. El Rey ha jurado cumplir con su función. Al pueblo, a nosotros, como pueblo -la otra parte del pacto solemne conforme a la doctrina monárquica tradicional-, corresponde formular el suyo de no cometer el pecado de omisión, de dejarle sólo en esta hora difícil de presiones internas y exteriores, de brindarle la colaboración y el apoyo que precise, mientras, fiel a su legitimidad de origen y en legitimidad de ejercicio, mantenga el juramento que ha prestado ante los Evan­gelios y ante los españoles.

De este modo, con un Rey dispuesto para su alta misión, con un pueblo que se juramenta para apoyarle en su tarea, que trabaja de un modo callado y eficaz, confiando en su labor más que en la ayuda ajena, tendremos el buen vasallo y el buen señor, que José Antonio recordaba con su cita del Cid.

Después vendrá, lo que se llamaba la política del encanto, que tuvo como dote la reina Isabel, el arte y el instinto a un tiempo, de la selección de colaboradores, buscando a los leales, a los inteligentes, a los desinteresados, a los prudentes, con prudencia a lo divino, a los dispuestos a sacrificarlo todo en la empresa, hasta la vida, porque como dijo un obispo norteame­ricano sólo sobreviven las ideas por las cuales hay hombres y mujeres dispuestos a morir.

Entre el gran recuerdo de Franco y la gran esperanza del Rey, permitidme que descienda en tono menor a un tema menor. Pero no quisiera terminar el acto sin agradecer, por lo que supone de ofensa y humillación, la carta con que me ha recibido alguien en el «Hoy» de Badajoz. Yo quiero decir a quien ha escrito esta carta que agradezco su puya y su alfilerazo, porque no en balde puyazos y alfilerazos sirven para perfeccionar y purificar a los hombres. Su carta, -permitidme que le diga, si está aquí su autor, o que os ruegue le hagáis llegar mi mensaje- no ha sido una carta cortés y, por ello mismo, creo que tampoco ha sido una carta extremeña. Yo no he venido a Badajoz a buscar o reclutar franco­tiradores baratos (INMENSA Y PROLONGADA OVACIÓN), y quien eso ha escrito, sin darse cuenta, ha ofendido, más que a mí, a los extremeños. (GRITOS DE PROTESTA CONTRA EL AUTOR DEL ARTÍCULO) En Extremadura no hay francotiradores baratos, hay hombres llenos de hidalguía, herederos de los conquistadores de América y de los semidioses. ¿Cómo compararlos con francotiradores baratos? (SE REPITE LA OVACIÓN ENTUSIASTA Y PROLONGADA). El extremeño, que es un señor por herencia y por estilo, me habrá escuchado para sumar su opinión a la mía o para discrepar de ella, pero nunca para lanzarme la bilis y el resquemor de quien ha escrito esa carta de recibimiento tan poco cortés y, por supuesto, tan poco extremeña.  (APLAUSOS Y GRITOS DE PROTESTA CONTRA CIERTO ESTILO PERIODÍSTICO)

Pero esto apenas tiene importancia. Lo que impacta es que estamos entre un gran recuerdo -el de Franco, cuyo nombre campea en letras blancas sobre fondo negro en este escenario- y una gran esperanza, la del Rey; y entre ese gran recuerdo y esa gran espe­ranza yo pido a los extremeños, que os ofrezcáis. Pero no basta sólo con el ofrecimiento. La Misa no es Misa con el simple ofertorio. La Misa, para que sea Misa, requiere, con el ofertorio necesario, la oblación y la entrega. De ofertas estamos ya har­tos, como están hartos los infiernos de buenas intenciones. Ne­cesitamos españoles que se ofrezcan y que después se entreguen sacrificadamente al servicio de España.

En nombre de este ofrecimiento, de esta entrega y de este servicio, manteniendo el entusiasmo del pueblo sin el que el pueblo, en frase de Donoso Cortés, se convierte en el nombre sonoro de un rebaño; en prueba de fidelidad, de españolía y de lealtad, yo os pido que, en pie, gritéis conmigo:

¡FRANCISCO FRANCO!   ¡PRESENTE!

¡JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA!   ¡PRESENTE!

¡CAÍDOS POR DIOS Y POR ESPAÑA!   ¡PRESENTES!

¡VIVA EL REY!   ¡VIVA!

¡ARRIBA ESPAÑA!   ¡ARRIBA!