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Era una ciudad atrapada en la densa monotonía de lo cotidiano. La gente trabajaba durante su jornada laboral; luego, seguía trabajando en sus horas de ocio bien organizado y planificado por expertos.
Pero un buen día sucedió algo. Llegó a la ciudad el Pajarito. Primero un vago rumor por las esquinas hablaba de gente que había oído su canto; luego fue tema de conversación en mentideros y tertulias; finalmente se hicieron eco los periódicos de la ciudad.
El pajarito tenía un canto maravilloso, como nadie había escuchado nunca antes. Modulado y profundo, nuevo y antiguo a la vez, rico en matices dentro de los matices. Un canto que llevaba la alegría y la dicha a quien lo escuchara. Los niños detenían sus juegos; los novios y los amantes se sentían exaltados en la ebriedad de su pasión; las bodas bendecidas con su visita sentían una promesa de felicidad; las rencillas y los odios se disolvían como espuma. Incluso los solitarios melancólicos, los misántropos y los despechados de la vida sentían que valía la pena y era hermoso estar en este mundo. Aunque cantara la misma melodía para todos, a cada uno le decía algo distinto y le llegaba a lo más hondo.
Pero el pajarito era caprichoso. Iba y venía sin avisar, impredecible, antojadizo. Llegaba de manera inadvertida, regalaba unos minutos de su canto y se marchaba.
Los ciudadanos querían y apreciaban al pajarito, pero no supieron contentarse lo que les donaba; quisieron disponer de él a voluntad y arrancarle su secreto. Muchos pretendían no sólo escucharlo, sino también cogerlo para sobarlo y mesarle las plumas. Otros trataban de pesarlo y medirlo, estudiar la disposición de su anatomía, incluso diseccionarlo para fabricar réplicas en serie; otros aún enjaularlo y obligarle a cantar. El pajarito, sin embargo, siempre se escapaba y nunca se dejaba prender. Hasta que un buen día, irritado por toda aquella gente impertinente y necia, desapareció de la ciudad.
Y entonces llegó el Pajarraco. También cantaba. Mas era un canto desagradable en grado sumo; como el del pajarito, llegaba a lo más profundo, pero sólo porque parecía retorcer las vísceras. Los desafortunados que tuvieran una visita suya, y visitaba a menudo, maldecían cada minuto de ella. Era una sola cosa oír su reclamo detestable y sentirse desgraciado. Un manto negro de tristeza y la angustia descendió sobre la ciudad, como gotas de amargura destiladas por un cielo que se había vuelto de plomo.
También el pajarraco era impredecible y caprichoso. Cuando menos se le esperaba aparecía para estropear cualquier instante de dicha, cualquier celebración, cualquier alegría. Salía con graznido abominable de entre las sábanas de los amantes en los momentos de intimidad, salía de los armarios y de las pantallas de los ordenadores; aparecía detrás de una esquina o surgía de la nada. Un momento antes no estaba y de repente, un chillido anunciaba su nefasta presencia.
A diferencia del pajarito, el pajarraco se dejaba prender sin oponer resistencia. Los mejores investigadores lo capturaron y lo analizaron. Midieron todo lo medible, lo diseccionaron, lo mataron mil veces, lo trocearon y lo aplastaron, lo electrocutaron y lo envenenaron con productos químicos. Usaron todas las armas de la ciencia para destruir al pajarraco o, al menos, para tenerlo lejos y expulsarle de la ciudad.
Pero el pajarraco siempre volvía, después de mil veces muerto y tras haberse demostrado, más allá de toda duda, que no podía volver. En ello mostraba, además, inusual perversidad y mala baba: en efecto, después de cada intento por acabar con él, el pajarraco esperaba hasta que los hombres empezaran a sentirse tranquilos, creyendo que habían tenido éxito, para luego volver en el momento más inoportuno. Nadie entendía cómo el odioso ser moría y renacía una y otra vez, cómo siempre volvía después de haber sido expulsado para siempre.
En un esfuerzo supremo, los mayores expertos de la ciudad lo expulsaron con una gran máquina de mil antenas que costó grandes sacrificios, demostrando luego matemáticamente que nunca más volvería. Y efectivamente desapareció durante unas semanas. Los hombres se atrevieron, tímidamente, a creer que se habían librado de él y organizaron un fastuoso banquete público para celebrarlo. Pero justo cuando iba a iniciarse la gran comilona liberadora, el pajarraco salió inopinadamente del interior de un gran pavo relleno, picoteando con saña en la cabeza a los expertos reunidos alrededor del pavo, mientras su canto execrable perforaba los oídos y las mentes. Arruinada la fiesta, los puños de todos alzados en un gesto de rabia e impotencia, el pajarraco se marchó con un larguísimo y estridente graznido, no sin antes depositar con gran puntería un excremento en el corazón de la máquina y hacer un gran corte de mangas con las alas.
El pajarito no volvió jamás a la ciudad. Pero el pajarraco se quedó para siempre.
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