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Los ataques que viene sufriendo la Corona en los últimos días no deben sorprender a nadie. Forma parte de la estrategia que algunos ya denunciamos hace tiempo cuando se estaba negociando la conformación de este Gobierno.

La ejecutoria política y la personalidad de los dos líderes de este Gobierno de coalición hacían presagiar esto y más de lo que ha de venir no tardando mucho. El momento elegido para cargar contra la jefatura del Estado en la persona del anterior titular de tan alta magistratura no es casual. Obedece al intento de tapar la desastrosa gestión sanitaria de la pandemia y el desgaste de un Gobierno mal nacido y gestionado.

Los contertulios de los medios vasallos del Gobierno esgrimen como argumento poco reflexionado que quieren votar cada cuatro años al jefe del Estado y que la monarquía es un anacronismo. Pues bien, en una democracia parlamentaria, como es la que diseña la actual Constitución española, se vota cada cuatro años el poder legislativo directamente y el poder ejecutivo indirectamente. Ambos son los que ostentan el ejercicio del poder real y efectivo sobre los ciudadanos. El jefe del Estado, gracias a los actos de generosidad que en 1977 realizó aquel al que ahora tanto critican, no tiene un poder político efectivo ni real. De acuerdo con el artículo 64.1 de la Constitución todos sus actos deben ser refrendados. Desde luego, la apuesta por la monarquía parlamentaria fue un acto mucho más generoso por parte de Juan Carlos I que cualquier otro que haya llevado a cabo ningún presidente de las dos repúblicas que con tanta deshonra han gobernado España. Mientras los presidentes republicanos intentaban acaparar más poder aun socavando la Constitución de turno, el ahora oprobioso Juan Carlos I renunció a todos los poderes que en aquel momento acumulaba y que podía haber ejercido de otra manera. Por consiguiente, ese argumento es bastante inane, intelectualmente hablando. En España, como en cualquier otra monarquía parlamentaria, los ciudadanos tienen la oportunidad de votar cada cuatro años a quienes realmente les gobiernan. Mejor harían en olvidarse de ese argumento si se repasan la trayectoria de todos los presidentes de las dos repúblicas.

En realidad, ese argumento contra la Corona de no poder votar al jefe del Estado es un señuelo, una añagaza que se combina con el segundo argumento: el anacronismo de las monarquías. Lo que verdaderamente molesta a los enfurecidos republicanos es que la Corona simboliza la unidad de España, tal y como reza el artículo 56.1 del texto constitucional, y tal y como lo ha hecho desde que en 1492 los Reyes Católicos lograsen la unidad de todos los reinos peninsulares. ¿Anacrónico? Me parece mucho más anacrónica y trasnochada la ideología a la que con tanto ahínco defienden esos mismos voceros, el comunismo, que sólo ha traído miseria y muerte allí donde se ha instalado. Esos mismos que critican la no elección del jefe del Estado y el anacronismo de la institución gozan con las arcaicas dictaduras comunistas, donde no se elige precisamente al dictador y donde se implanta un modelo de sociedad que recuerda a la vida de los cazadores recolectores.

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Mientras que la monarquía española ha proporcionado a España sus mayores cotas de gloria y grandeza, las dos experiencias republicanas han traído los episodios más lamentables de nuestra historia, incluida una Guerra Civil provocada por los “pacíficos” republicanos convertidos en revolucionarios bolcheviques al servicio de intereses soviéticos.

El escarnio público al que está sometido en la actualidad D. Juan Carlos I es del todo injusto. Primero, porque, como cualquier otro ciudadano, goza de la presunción de inocencia y, que se sepa, de momento no ha sido procesado por ningún tribunal. Segundo, porque los actos que haya podido cometer no son, ni por asomo, tan graves como los que han cometido ya muchos miembros de este Gobierno. Y tercero, porque existen mecanismos jurídicos para depurar las posibles responsabilidades en las que haya podido incurrir y, por tanto, debemos dar tiempo al tiempo para que, llegado el caso, mediante un proceso justo, se pueda examinar su conducta cuando ya no era jefe del Estado, pues con anterioridad a esa fecha goza de inviolabilidad personal, tal y como indica el artículo 56.3 de la Constitución. Aplíquense el mismo cuento y el mismo nivel de exigencia y ejemplaridad pública para sí mismos los miembros de este Gobierno.

Juan Carlos I, con sus defectos y sus virtudes, ha sido un buen rey. Puede presumir de tener una buena hoja de servicios a España. Su talón de Aquiles sentimental le hizo cometer el error de caer en las redes de una profesional de reputación poco dudosa, lo que aprovechó otro profesional de las cloacas públicas.

En realidad, los ataques del gobierno nacional social-comunista no van contra Juan Carlos I. Simplemente, tratan de dar una patada en el trasero a Felipe VI en la cara de Juan Carlos I. Es decir, a la institución y no a la persona. Otra injusticia más. Mayor, si cabe. Nada tiene que ver la institución y su actual titular con lo que haya podido hacer el anterior jefe del Estado. Si ello fuese así, habría muchos más motivos, por ejemplo, para acabar con la Generalidad de Cataluña como institución por los desmanes cometidos por alguno de sus expresidentes.

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La trayectoria de Felipe VI en la jefatura del Estado es, hasta ahora, inmaculada. Desde que accedió a su cargo, ha modernizado la institución, la ha revitalizado y la ha dotado de más transparencia. Y todo ello en medio de un panorama sombrío y hostil.

Puedo dar fe en primera persona de que la preparación de nuestro actual rey es excelente. Es un trabajador incansable, se estudia los asuntos públicos con minuciosidad y esmero. Es un gran conocedor de la realidad geográfica y social de España. Es un gran orador. Es cercano y amable con los ciudadanos y tiene una sensibilidad especial para el despacho de los problemas que afectan a la sociedad española, especialmente a la juventud. He tenido la oportunidad de coincidir con S. M. el Rey en dos ocasiones y no puedo tener mejor opinión de él. La Corona está en buenas manos. En muchas mejores manos de lo que estuvo la República en los dos desastrosos períodos en que tuvimos la desgracia de padecerla.

La grandeza de España vino con su unidad y no puede ser entendida sin la institución monárquica, que fue la que la logró y la que le dio un brillo no igualado en ningún país occidental. Quizás por ello ladran los que quieren una España pequeña, dividida, sumisa y entregada a intereses bastardos. La altura de miras de Isabel la católica y algunos otros de nuestros monarcas, incluido Juan Carlos I, no resiste comparación con bajura moral de todos y cada uno de los indignos presidentes de las dos repúblicas.

De seguir por esta deriva, se impondrán tiempos en que va a ser necesaria una defensa sin fisuras de nuestra Corona y, por ende, de nuestro Rey, poniendo en funcionamiento, llegado el momento, de los mecanismos constitucionales y legales previstos en nuestro ordenamiento para tal fin. No les recomendaría que siguiesen por ese camino porque van a encontrar dificultades serias y nos van a meter a todos en un buen lío.

Atacan al Rey para atacar a España. Atacan a la Corona porque representa la grandeza de España. Pero siempre quedaremos los que, alto y claro, inspirándonos en el himno de nuestro benemérito cuerpo, gritemos sin complejos y con orgullo: viva España y viva el Rey, viva el orden y la ley.