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En este segundo artículo y dado que el objetivo del análisis es el de advertir si, la “Monarquía de todos”, liberal y progresista, “meramente decorativa” y al servicio de lo que el gobierno de turno establezca, puede sobrevivir, o; si quienes la instrumentalizaron hasta ahora, dejaran que caiga, como fruta madura, al cumplir ya su ciclo y no resultarles útil. Seguiré manteniendo los apelativos cariñosos que Julio Merino, ilustre periodista cordobés, empleara para referirse a las tres figuras que, a la muerte de Franco, diseñaron la actual monarquía: “el actor” –Adolfo Suarez-; “el empresario” –Juan Carlos I-; y “el padrino” –Torcuato Fernández Miranda-. Entre estas tres personas y algunos actores secundarios se organiza lo que se conocería como “reforma política”; aunque en realidad se tratara de la ruptura política con un régimen del que procedían los tres.
El primer apunte consiste en recordar que, tanto las atribuciones como las carencias de funciones arbitrales y la no reserva de facultades excepcionales de gobernabilidad en manos del Monarca, se deben a la voluntad del primer Rey, Juan Carlos I. Ningún pecado puede atribuirse a su heredero, aunque eso a la izquierda le importará muy poco.
¿Y, qué pecados pueden atribuirle a la actual monarquía, aunque sean heredados por la Institución? ¿Qué gravedad encierran para desear su abolición? Los británicos dirían que ninguna; de ahí que instituciones similares en Europa, tengan distinta popularidad según la idiosincrasia de cada pueblo, el respeto a su historia y la altitud de miras de su clase dirigente. Pueden señalarse tres pecados remotos y dos próximo. Que el actual gobierno, siguiendo la hoja de ruta trazada hace 40 años, está erosionando todo lo que puede la institución monárquica es de una evidencia que nadie negará, con y sin epidemia. Tampoco el que la institución se esté defendiendo de manera subliminal y sin entusiasmo.
Los pecados remotos vendrían a predisponer desfavorablemente a la institución con su pueblo. Siempre se consideró pecado el que todos los monarcas se exiliaran sin defender la institución, la nación y al pueblo que le seguía: Fernando VII; Isabel II; y Alfonso XIII. Otro común pecado atribuible a la monarquía, ya sea instaurada o restaurada, es que vino manu militari: Juntas Españolas contra Napoleón (Fernando VII); Prim (Amadeo de Saboya); Martínez Campos (Alfonso XII); y Francisco Franco (Juan Carlos I). El último pecado es que siempre se valieron los monarcas de una “camarilla” para regirse y manipular, desde la sombra, a los partidos políticos.
Pero el pecado original de la monarquía, ha sido el de permitir que la izquierda en la sociedad, las instituciones, los partidos políticos y ante el propio Rey se propagara como verdad suprema: la demonización de Franco y su obra; único ser sin una sola virtud y todos los defectos. No era heroico, ni tampoco inconveniente; bastaba con defender la verdad de unos hechos y una trayectoria histórica de la que partimos todos, en lugar de entregarse al lenguaje orweliano de la mentira de izquierdistas, terroristas y separatistas hasta llegar a una Ley de Memoria Histórica firmada por el sucesor de Franco el 27 de diciembre de 2007, donde se obligaba a proscribír a éste. Alguien piensa, en su sano juicio, que laminado, en la historia, Franco, y profanada su tumba, ¿va a permanecer su legado sucesorio? Muy ilusos deben ser los monarquicanos como Luis María Ansón.
El actual «vía crucis» de la familia real no comienza en su origen, mas bien es consecuencia de los actos del monarca felón Juan Carlos I. Desde el momento en que el Príncipe Juan Carlos acepta, en 1969, ser Príncipe de España y jura los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional, aceptando ser heredero de Franco a título de Rey: «Mi general, señores ministros, señores procuradores: plenamente consciente de la responsabilidad que asumo, acabo de jurar, como sucesor a título de Rey, lealtad a Su Excelencia el jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino”, asume una responsabilidad que no le impide modificar la ley para adaptarse a la “nueva realidad”, pero sí le impide cambiar de principios.
El suicidio de la Monarquía comienza con la Constitución del 78; cuando el ya Rey Juan Carlos, “motor del cambio”, según Torcuato Fernández Miranda, acepta quedar de árbitro, como mera figura decorativa del régimen. Prefiere ser “empresario” que Rey. Y ya sabemos el viejo refrán castellano, “cuando el rey bebe, todos borrachos; cuando el rey juega, todos tahúres”. Un jefe de Estado no puede ser una figura sin atribuciones responsables y útil en momentos de zozobra nacional, cualquiera que sea la causa. Al menos, debió “reservarse” el poder de designar al presidente del Gobierno y el de clausurar las Cortes y convocar elecciones generales; y, por supuesto, el veto a la participación de España en guerras exteriores.
Lo grave, dada la condescendencia hispana con la moral publica, “líos de faldas”; son los “líos económicos” – por los mismos que tuvo que exiliarse Isabel II– y el manejo de los mismos; silenciados durante años, en un clima de absoluta impunidad; donde la corrupción general e institucionalizada abarcó todos los ámbitos de la vida política. Y seguimos empeorando, a tenor de lo que nos gobierna.
La quema de fotos de Felipe VI; la proclamación de la república en Cataluña con ditirambos de “borbones al paredón”, “el Rey de España ya no es nuestro Rey”, por quienes hoy gobiernan nuestra Nación, es un decir; caceroladas contra la monarquía auspiciadas por el vicepresidente primero del gobierno y repicadas en prensa, radio, todas las televisiones, tertulias, calles y parlamento, aventuran la desafección de la izquierda y vuelta al Orteguiano ¡“delenda est monarchia”! Final de trayecto o principio de uno nuevo, no lo sabemos. Lo que denota es la putrefacción de un sistema, alentado desde el poder, y seguido por un pueblo convertido en chusma iconoclasta, incivil y bárbaro. “¿Qué queda de la Monarquía de todos los españoles?”, proclamada en 1978.
Probablemente sí desde el parlamento algún leader de partido político, con más autoridad que nunca, le dijera a la cara a Pedro Sánchez el ciceroniano “Quosque tándem Pedro y Pablo…”. Si bien no anula la innegable responsabilidad en la corrupción que ha tenido el Emérito Juan Carlos, no trasladable a su heredero ni como beneficiario; obliga, al menos, a que la izquierda explicite sus razones para el “mañana, España, será republicana”.
Hoy, en la encrucijada de salvaguardar la unidad y el progreso de los españoles; la Monarquía debe identificarse y significar, si quiere y puede, el debe va en cargo, ser un elemento salvador de la catástrofe. Tendría, como en las otras monarquías europeas, la ventaja de velar por la paz; la continuidad histórica; el estado de derecho; el progreso económico y la moralidad pública; una imperiosa necesidad actual, liberadora y sin penitencia, de todos sus/nuestros pecados.
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