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Segunda etapa: separación del derecho y la moral

El paradigma clásico-medieval fue atacado, a nivel teorético, por el divorcio entre derecho y moral, previamente socavado por la escisión que produjo la filosofía nominalista entre el ser y el pensamiento. Esta separación era interpretada como la consecuencia de la crisis del sentido moral inducida a su vez por el gran terremoto social obrado por la revolución protestante.

No hay dudad de que la invención del derecho internacional racionalista atribuido al calvinista Hugo Grocio fue solicitada por la necesidad de encontrar un sistema de comunicación objetivo interconfesional a raíz de la ruptura de la unidad europea de la Cristiandad a causa de la revolución religiosa del protestantismo. Este derecho secularizado estaba destinado a sustituir en la Edad Moderna el constituido en el medievo por la conciencia de pertenecer a la «universalidad cristiana» y por el deseo de reconocer leyes comunes. Pero los principios especulativos que hicieron posible esta teorización de Grocio de un sistema de leyes naturales válidas se remontan a la escolástica tardía con los teólogos nominalistas Gabriel Biel o Gregorio de Rimini que consideraban ya, en abstracto, que la moralidad intrínseca del derecho fuera independiente de la religión o de la ética.

Paul Hazard analiza magistralmente en sus dos obras clásicas La crisis de la conciencia europea (1680-1715) y El pensamiento europeo del siglo XVIII, el giro espiritual iniciado con el naturalismo del Renacimiento que causó las cuatro rupturas intelectuales previas, posteriormente encarnadas en la ruptura histórica de la Cristiandad medieval y su doctrina de filosofía moral del derecho:

Ruptura filosófica con el nominalismo de Ockam y su escisión entre ser y pensar, aumentada posteriormente por el subjetivismo de Descartes («pienso luego existo»). Lo que significa que no existe la realidad objetiva, sino que es una creación subjetivista de la mente humana.

Ruptura ética con Maquiavelo con el principio de la «razón de Estado» («el fin justifica los medios»). Es decir, la política, contra la doctrina aristotélica, es declarada independiente de la ética.

Ruptura política con el concepto de soberanía (como poder ilimitado) adoptado por Bodin y posteriormente ampliado por el contractualismo de Hobbes (pacto social) y el totalitarismo democrático de Rousseau. De este modo el bien y el mal dejan de poseer una existencia objetiva, anterior a cualquier ley humana, y pasa a ser el Estado moderno, constructo artificial de la soberanía popular, quien determina qué es lo bueno o malo, lo justo o injusto, lo verdadero o falso. Así el Estado se conforma como la única fuente de la moralidad y ninguna institución (Iglesia) puede determinar nada contrario a los dictados estatales en cualquier ámbito.

Ruptura religiosa y cultural con la revolución de Lutero, el «libre examen» protestante de la Sagrada Escritura abre la puerta al subjetivismo y al voluntarismo religioso. La consecuencia será la separación entre fe y moral, creencia y vida.

Ruptura histórica al término de la Guerra de los Treinta Años con la Paz de Westfalia en 1648 donde se arbitra un concierto político internacional que supedita la religión y la moral a la política, la «razón de Estado».

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De hecho, en la Modernidad pasan a ser los juristas los principales consejeros de los príncipes, mientras que los filósofos y teólogos quedan relegados exclusivamente al ámbito universitario. Dichos juristas configurarán el Estado moderno como una realidad pluriconfesional al ser laica, o sea prescindente de Dios. De este modo la moralidad del derecho, del ordenamiento jurídico, será una moralidad pública y, aunque la razón de Estado no deja de reconocer la moral tradicional, sin embargo, la desplaza al ámbito privado. Claro principio de derivación protestante que posteriormente dará paso al laicismo que busca erradicar la religión del ámbito público. Así el derecho de la modernidad se refiere a un sistema de acciones sociales como objetivas y verificables, destinadas a coordinarse y potenciarse recíprocamente y a ser sostenidas por la amenaza de la aplicación de las sanciones.

En Thomasius primero y ulteriormente en Kant, la separación entre el derecho y la moral encuentra su apoyo en sistemas especulativos que distinguen el derecho de suyo heterónomo (externo y sancionable) y la ética que es interior y dictada solamente por la conciencia individual. Esto dotó de un elemento formalizador al derecho al no depender de la razón, que habría de dirigirse a la moral, como de un legislador capaz de un procedimiento correcto. Esta visión creará el sentimiento antijurídico contemporáneo que considera abusivo e inhumano un derecho impuesto por la autoridad.

La Modernidad concluye con el proceso de codificación del derecho privado y la Revolución francesa y su proclamación de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789). Un proceso en el cual la razón jurídica construye un sistema integralmente positivo para ocupar todos los espacios en los cuales la existencia individual adquiere relevancia social. Así el Código Civil napoleónico (1804) se convierte en un compendio o Summa de ética laica, una suerte de «catecismo agnóstico» que, utilizando términos propios de la ética clásica y el derecho cristiano (obligación, buena fe, responsabilidad, deber, carga, etc.), son vaciados de su fundamento trascendente. Se trata del humanismo ateo, típico de la Ilustración, volcado en las leyes y que da lugar a un moralismo horizontalista o buenísmo propio del mito del «buen salvaje» (negación del pecado original y sus consecuencias -concupiscencia-, pues el hombre sería bueno por naturaleza), teorizado en el Emilio de Rousseau.

Tercera etapa: prevalencia del derecho sobre la moral

El fenómeno de la integral positivización del derecho, asociado siempre al más difundido y articulado secularizarse de la moral cristiana, ha dado a la sociedad del siglo XIX y más todavía del XX, la creencia de haber llegado a la benéfica y real posesión de un mínimum ético. Dicho mínimo se encontraría proclamado por el derecho y gracias al cual estaría definitivamente garantizada la coexistencia civil pacífica. Así se contempló en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) considerada como el culmen de la moralidad del derecho, una especie de «ley universal» que como moralidad pública se encontraría tanto por encima de la política como de las diferentes religiones y culturas.

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El hecho de que la proclamación de los derechos haya recibido en numerosas circunstancias una adhesión universal ha creado una inédita jerarquía de valores. La mentalidad contemporánea reconoce así una especie de «ética universal humanista», es decir antropocéntrica, que reconoce la primacía del derecho sobre cualquier moral tradicional (especialmente la católica), quedando ésta deslegitimada a nivel colectivo como un subproducto residual de un pasado superado por la nueva religión de la humanidad: la democracia. Por lo tanto, dicha moral será considerada como un fenómeno regresivo que por el momento sería tolerado en vista a su progresiva corrección y adecuación con la mentalidad moderna de dicha «ética universal humanista». Es lo que ha sucedido con el protestantismo, asimilado hoy completamente a la mentalidad posmoderna, y lo que se está promoviendo en la Iglesia desde el Vaticano II.

La época contemporánea tiende a reconocerse de manera vistosa en los documentos jurídicos, como las declaraciones de los derechos, que se caracterizan por su estilo pomposo, declamatorio y utópico. Detrás de ellas, usando un léxico de matriz romántica, se esconde el fuerte y oscuro deseo inconfesado de reconquistar la unidad perdida con la quiebra de la Cristiandad. La diferencia sustancial residiría en que dicha unidad ya no se basaría en el culto al Dios verdadero y en la observancia de los Mandamientos de su Ley bajo la guía de la Iglesia sino en el culto al hombre y sus derechos bajo la guía del Estado. Sólo de tal manera es posible explicar cómo nuestra época, que ha teorizado el relativismo cultural, coincide plenamente con el período en que las declaraciones de los derechos han postulado una serie de expectativas transculturales absolutas.

Lecturas recomendadas: Francisco Rodríguez Adrados, Nueva historia de la democracia. De Solón a nuestros días, Ariel, Barcelona 2011; Julio Alvear Téllez, La libertad moderna de conciencia y de religión. El problema de su fundamento, Marcial Pons, Madrid 2013; Francisco José Contreras, La filosofía del derecho en la historia, Tecnos, Madrid 2016; Miguel Ayuso (Ed.) Consecuencias político-jurídicas del protestantismo, Marcial Pons, Madrid 2016; Jonathan I. Israel, La Ilustración radical. La filosofía y la construcción de la modernidad 1650-1750, FCE, México 2018; Tamar Herzog, Una breve historia del derecho europeo. Los últimos 2.500 años, Alianza, Madrid 2019.