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Hoy publicamos la última parte de la obra de Julio MERINO sobre «Los caballos de la Historia» que hemos venido publicando los últimos meses, dedicada por entero a «Pegaso, el caballo volador»,  las Mitologías clásicas y los Dioses del Olimpo griego.

Para «El Correo de España» ha sido una satisfacción poder ofrecer a sus lectores y amigos una obra tan interesante y curiosa como formativa. Así que pasen y lean la última entrega.

 OTROS CABALLOS «INMORTALES»

  

«Si en el transcurso de la batalla no sabéis

qué hacer, dejad a vuestro caballo libre…

que él sí sabrá lo que hay que hacer.»

NAPOLEON

 

Hay dos clases de inmortalidad: la inmortalidad legendaria y la inmortalidad histórica. La primera se mueve, naturalmente, entre la leyenda, el misterio, lo ficticio y lo real… es la inmortalidad de los mitos. La segunda, normalmente, arranca de la realidad y entra en la Historia por propio derecho. También podría hablarse de la inmortalidad literaria, es decir, la de los seres de ficción que llegan a alcanzar la gloria de la fama, y la inmortalidad artística, la que permanece en museos y plazas públicos.

«Pegaso» es inmortal porque es un «mito legendario y mitológico», como quizás lo sean también los caballos de la «Ilíada», incluyendo el famoso «caballo de Troya».

Pero, «Rocinante», por ejemplo, es otra cosa y otra aquel famoso caballo que pedía a gritos el rey Ricardo III por boca de Shakespeare… estos son «entes de ficción» que no existieron más que en la imaginación y la fantasía.

Luego, están los caballos de la Historia: aquel «Bucéfalo» de Alejandro Magno que conmovió al mundo antiguo; el «Strategos» con el que Aníbal pasó los Alpes; el «Incitatus» de Calígula, aquel animal que llegó a vivir en un palacio de mármol y pesebres de oro y fue elevado a la categoría de senador; el «Génitor» de Julio César; «Regnator», el caballo de la Hispania Romana; «Orelia», la yegua de don Rodrigo, la que cayó en el Guadalete tras recibir más de cien flechas; «Al-Lakos», el primer caballo con nombre propio de la invasión musulmana… y «Babieca», el caballo del Cid Campeador, aquel purasangre que ganó a su dueño muerto la última batalla y del que el «Cantar del Mío Cid» dice:

 

«Me mandaste hacer carrera

con Babieca el corredor,

caballo así no lo tienen

moros ni cristianos hoy;

yo os lo entrego, rey Alfonso

servíos tomarlo vos.

Eso yo no quiero, no

-dijo así el rey-

que al tomarlo yo, el caballo

perdiera tan buen señor.

Este caballo, como es,

tan sólo es digno de vos,

para vencer a los moros

y ser su perseguidor;

quien quitároslo quisiere

no le valga el Creador,

por vos y por el caballo

muy honrados somos nos».

 

Y aquel «Bayard» del imperio de Carlomagno que podía con tres jinetes a la vez. Y «Vigilante», el compañero del caballero Rolando en Roncesvalles. Y el «Negro» de Fernando III el Santo. Y «Al-Jur», el que lloró al gran Abderramán III tras su muerte.

O los no menos históricos y famosos «caballos del desierto» de Arabia, fuente y origen de los «purasangre» de hoy. «Kohailán», la yegua de Ismael, el hijo de Abrahan y la sierva Agar, fue la madre de las cien razas que tienen el «pedigree» de nobleza equina. Dicen que Salomón mejoró su caballería de doce mil jinetes gracias a estos «caballos del desierto» que le regaló la reina de Saba… Luego, eso es verdad, llegó Mahoma, el profeta de Alá el Misericordioso, y purificó aún más la raza. Según cuenta la leyenda el Profeta tenía con él un centenar de yeguas y durante tres días no les dio de beber (en pleno desierto), luego, al cuarto, las dejó libres cerca de un río para ver cuales podían resistir la tentación y sufrir la sed… ¡Cinco!, sólo cinco fueron capaces de quedar a su lado, renunciando al frescor del agua, aunque con los ojos brillantes por el deseo. Mahoma, entonces, les dio su bendición y las bautizó con estos nombres: «Abbayah», «Saqulawiyab», «Koailah», «Handaniyab» y «Habdah»… pero, los árabes las llamaron siempre «Khansa al-RasulAllah», que quiere decir: «las cinco del profeta de Alá». De estas yeguas descienden, aunque nacieron muchos siglos después, «Beyerley», «Darley» y «Godolphin», los padres del actual árbol genealógico equino de carreras.

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¿Y qué decir de los caballos de Juana de Arco o Isabel la Católica, de aquel «dorado» con el que entró en Granada un día de enero de 1492? ¿Y no pasará a la Historia el caballo de Carlos V en Mülhberg, el que inmortalizó para el arte el gran Tiziano? ¿Y los caballos de Leonardo da Vinci, sin duda el mejor conocedor de la anatomía caballar…? Pero ¿y los caballos de la conquista de América? ¿Hubiera conquistado Hernán Cortés y los suyos el imperio mejicano sin el famoso «Arriero» y los otros quince que desembarcaron de aquellas naves que luego se dieron al fuego? ¿Qué hubiera sido de Francisco Pizarro en el Perú sin caballos…?

Napoleón se lo dijo un día a sus generales: «Cuando en medio de la batalla no sepáis qué hacer, dejad libres a vuestros caballos, que ellos os conducirán a la mejor posición». En medio de la batalla o en pleno golpe de estado, pues no hay que olvidar que el 18 Brumario el «gran Corso» se salvó y conquistó el poder cuando pidiendo a gritos ¡un caballo! ¡un caballo! recuperó su genial iniciativa. Pero, sobre Napoleón y sus caballos conviene decir algo más, porque -como «Bucéfalo»- son parte de la Historia contemporánea. Veamos.

El primer caballo del general Bonaparte fue «Bijou, es decir, el animal de la primera campaña de Italia, aquel con el que entra en Milán, tras Lodi, Castiglione, Arcole, Rívoli, etc.

Luego, vino «Vizir», un espléndido «purasangre» que le regaló el jeque El Bekry, descendiente de Mahoma, para que hiciera su entrada triunfal en El Cario cuando la «Campaña de Egipto». Desde el monte, Vizir presenció la gran batalla de Abukir, donde derrotó a los turcos y el general Kléber le dijo aquello de… «¡Mi general, es usted grande como el mundo, pero el mundo no es bastante grande para usted!».

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Después tuvo a «Marango», un caballo blanco como el armiño, regalo del rey de España, que le acompañaría en los días gloriosos del Consulado… y sobre el que llegó a Notre Dame el día del concordato con la Santa Sede en Abril de 1802.

Con «Ciro», blanco y gris, entró en Viena y venció en Wagram. La jornada de Borodino montaba a «Lutzelberg». En Moscú entró montando a «Emir». Con «Tauris» escapó del gran incendio y se fue hasta San Petersburgo. Con «Leonora», «Roitelet», «L’Embelli» y «Courtois» vivió la destrucción del Gran Ejército.

Pero, la decisiva y apocalíptica jornada de Waterloo montaba a «Desirée», una yegua blanca a la que quiso por encima de todos (aquel día, curiosamente, el duque de Wellington montaba también una yegua, de nombre «Copenhague»). En Santa Elena hubo de conformarse con un caballo de madera-balancín que mandó construirse para poder seguir haciendo sus ejercicios mañaneros y no olvidar su vieja costumbre de hacer diez millas diarias antes de comenzar la jornada.

¿Y los caballos del Arte? ¿Quién no recuerda el caballo de «La rendición de Breda» o el del príncipe Baltasar Carlos, o el del Conde Duque de Olivares, o el del Rey Felipe IV, etc.? ¿Qué sería de Velázquez si de su obra se retirasen los caballos?… ¿Y Goya? ¿Cómo olvidar «La carga de los mamelucos» o el retrato del General Palafox o los de los Reyes Carlos IV y María Luisa?

Pues, por encima de todos (caballos de leyenda, caballos literarios, caballos del arte, caballos de ficción y caballos de la Historia), estará siempre «Pegaso»… porque «Pegaso», el caballo volador de la mitología griega, no fue sólo un caballo, un semidios… «Pegaso» fue y seguirá siendo para siempre un símbolo y un mito, el mito de la velocidad …

¡Y los mitos son inmortales!

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REDACCIÓN